Estar no estando
(Un viaje
extremeño)
Antonio
Moreno
Pre-textos
Valencia,
2017
296
páginas
Como
Azorín, Antonio Moreno (Alicante, 1964) escribe volcado en sus propios rezos:
“Con el paso del tiempo cada uno ejerce sobre sí expediciones arqueológicas,
nota en su sustancia capas de memoria, sedimentos de existencia”. El gusto por
la prosa cuidada suena a un Aldecoa de otra época, al Viaje a la Alcarria, a un intento de aproximarse a Josep Pla: “El
cielo amanece despejado. Desde el púrpura naciente la nueva luz cae sobre las
gasas de unas nubes rasantes, extendidas como alfombras en las tierras bajas.
En pocas horas se disiparán esas neblinas de los llanos. Cada poco la cañada
orilla redondos volúmenes de granito tapizado de musgo”. Pero sobre todo a
Azorín. Porque en Pla, en Aldecoa, y hasta en cierta medida en la única obra
que merece la pena de Cela, detrás de las intenciones hay algo más que la
intención misma. Todos ellos traducen en la prosa una mirada, pero detrás de la
mirada hay mucho más que un estilo. Algo de lo que cojea Azorín, que es pura
mirada. Es en ese sentido en el que Antonio Moreno se aproxima más a este
último.
A
imitación del maestro, Antonio Moreno emprende el viaje para escribirlo a
lápiz. El lápiz es una traducción de la travesía a pie, que es el origen de
cualquier viaje por tierra. Y para ello elige el paisaje de las dehesas, las
tierras de Extremadura por las que atraviesa la Ruta de la Plata. El caminante,
que es como se denomina a sí mismo, al igual que Cela hablaba del viajero,
traza la ruta a lápiz. Escribe, a la fuerza, despacio. Y es poco el lugar que
hay para el encuentro y mucho para la observación. Esa forma tan morosa de
desplazarse le transforma en un observador. Habla, sí, pero habla con la
escritura, habla con su soledad y en ocasiones interviene alguna persona con la
que cruza sus minutos: “Esta mañana temprano, por ejemplo, el Aljucén,
arreglaban ellos sus mochilas, desayunaban, hablaban entre sí en sus
respectivas lenguas, salvaban la oscuridad con sus linternas encendidas, y él,
mientras, no pasaba de su condición de mudo testigo, casi invisible”.
La
ocasión de publicar este libro, cuando se está tratando tanto sobre la España
vacía, con libros descomunales como el de Sergio del Molino o grandes crónicas
como las de Paco Cerdá, viene al caso pues ya no se trata del paraje. Ahora es
el viajero y la melancolía de otra literatura: “durante aquellos días inmensos,
cuando la vida parecía inextinguible, en horas sin tasa”. Moreno sortea las
grandes ciudades y, obedeciendo a las órdenes de sus emociones, propende a lo
aldeano. Es como si hubiera deseado protagonizar este viaje hace cincuenta años
y, para ser sincero, lo consigue. Para ello no basta Cela, ni Azorín, ni
siquiera Pla. Para ello es imprescindible otro referente que confiesa en la
página 87: “Creo que una hoja de hierba no es menos que el camino recorrido por
las estrellas, y que la menor articulación de mi mano puede humillar a todas
las máquinas, y que la vaca paciendo con la cabeza baja supera a todas las
estatuas”. Sí, no es otro que Walt Whiman. Ese es el que habla de la buena
melancolía como amistoso contrapunto, el que nos reconforta con la tristeza.
Por eso este libro no es un mero ejercicio de estilo, aunque suene a un sosiego
de años antiguos.
Fuente: Culturamas
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