miércoles, 24 de enero de 2018

ESTAMBUL

Estambul
Paseos, miradas, resuellos
Javier González-Cotta
Almuzara
Córdoba, 2013
343 páginas



“Durante el día te sentías a una gran altitud, cerca del sol, las primeras horas de la mañana y las tardes eran límpidas y sosegadas, y las noches frías”. La frase pertenece al primer párrafo del libro que escribió la mujer que tuvo una granja en África, al pie de las colinas de Ngong, atravesada por el ecuador. Memorias de África representa, mejor que ningún otro libro, ese género de viajes en el que el viajero permanece. El narrador apenas cambia de lugar, hasta el punto de que el duelo de amor que la historia de la varonesa Blixen encierra, refleja el conflicto de amor entre el hombre nómada y el hombre  sedentario, que también es un combate interior. Medido por las vivencias de Isak Dinesen, Memorias de África aparenta ser un libro lírico. El tiempo pasa, sin duda, al ritmo que sugiere un reloj de arena. Hay mucha belleza, pero no es la belleza del placer, sino la de la pasión. Y la belleza de la pasión culmina en la épica. Porque, en realidad, Memorias de África es un libro épico, es un libro protagonizado por héroes. Ahora son leyenda.
Este Estambul. Paseos, miradas, resuellos, pertenece a ese género del viajero inmóvil. Aunque aquí Javier González-Cotta (Sevilla, 1970) no intenta arrimarse, en ningún momento, ni como narrador ni dando testimonio de los actos de los personajes, a la épica. Su afán es de puro lirismo. Refugiado en un lenguaje de depuradas pretensiones literarias, estéticas, semejante al que emplea en su obra ese escritor exquisito que pretende ser exquisito y que responde al nombre de Mauricio Wiesenthal, cada capítulo de la obra no puede ser más subjetivo. Y no son otras las intenciones del autor, que desde el prólogo nos advierte de que para él la literatura viajera no tiene más sentido que el de describir el paisaje que el viajero interpreta. Con el consecuente riesgo de que viajar deje de ser una clase magistral, ya que para interpretar es imprescindible apoyarse en los conocimientos previos. Y esta voluntad solipsista, en la que la realidad se incorpora a nuestros estados mentales, en la que la experiencia es una emanación de la inteligencia o del corazón, nos lleva a confundir el deseo de lirismo como expresión de lo íntimo, con la convicción de que la única seguridad que poseemos es la existencia del yo. Dicho de otra forma, si el autor no consigue que el lector comulgue con sus sentimientos, se vea inmerso en el aquí y el ahora de la lectura, se sienta conmovido, tantas técnicas impresionistas para deleitarse en un placer estético corren el riesgo de caer en el manierismo.
González-Cotta replica, citando a Herodoto, que el estado de ánimo de cada cuál es su destino. Y así él emprende el viaje a la melancolía, al pesar, a identificar la tristeza con la belleza, y la belleza con la morosidad. Construye un Estambul en una suerte de guía sentimental al ritmo de sus paseos por las calles y las plazas, a ser posible durante el otoño o el invierno. Y como paseante se dedica a ser un observador, a no intervenir, sumergido en sus ensoñaciones, para tratar de reflejar los cuadros de costumbres en su cuaderno al ritmo de una respiración sin fallos, identificando memoria con saudade. El tiempo pasa y el tiempo se queda, y sin duda nos damos de bruces con un lugar contradictorio, bipolar, al que confía González-Cotta todo el gancho que el libro puede ofrecer. Su prosa, poética, musical, sepia y clásica, destinada a definir al escritor como un hombre hipersensible, roza esa trampa onanista que él mismo define citando a Julio Llamazares: “Tal es el destino del viajero: viajar y contar su viaje, aunque a nadie le interese, salvo a él”.
Hay un deseo expresado de ser un hombre lento en el narrador de Estambul. Como si lento significara lo mismo que sensible, que sentimental, que tierno. O que poético. O que fuera una expresión de amor, en este caso de amor por una ciudad que, en lo que tal vez sea el mayor acierto del libro, es un amor idéntico a una enfermedad del alma. En esa conquista de la sanación al enfrentar la música propia con la música de una ciudad caída en la desidia y en el caos, es donde podemos encontrar la exégesis de este libro que merece la pena interpretar.


 Fuente: La línea del horizonte

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