Grecia. Viaje al monte Athos
Robert
Byron
Traducción
de Andrés Arenas y Enrique Girón
Confluencias
Málaga,
2015
363
páginas
Robert Byron (1905
– 1941) fue lo más parecido que se puede encontrar en la historia a un
aristócrata sin aristocracia. La pose que más le divierte es la del galán en lo
alto del trampolín. Una sugerencia de ofidio a punto de lanzarse al peligro de
aguas desconocidas, con una presunción que cualquiera identifica como no real,
como un conato de burla. De ahí que le guste partir desde la aristocracia en
decadencia, aunque sea una aristocracia que nunca existió, para largarse lejos
de ese mundo de damas que levantan el meñique para llevarse la taza de té a los
labios y hombres con gorra visera que pasean por los parques privados con la
escopeta descargada bajo la axila. Pero en Byron ese conato de burla, al que se
le atribuye el sustantivo de humor, no es, ciertamente, ni una ni otra cosa. Es
un buen tono vital. Como lo demuestra esa pareja de opuestos que él se inventa:
lo contrario a la arrogancia es la
pasión. Toda una declaración vital: generalmente se contrapone la humildad
a la arrogancia y la desidia a la pasión. Pero él opta porque la arrogancia sea
desidia, y la humildad no del todo necesaria para conocer la esencia de la que
estamos hechos.
Así,
tras describir el mundo que deja atrás, se embarca en un viaje que le llevará
al monte Athos, en Grecia. Al igual que una película puede tratar un tema como
la dignidad de la pobreza o la esencia del miedo, su viaje también posee un
tema interesante en el que indagar: la necesidad de romper con las raíces. Gran
observador, el relato de este periplo, acompañado de algunos amigos, es
esencialmente una descripción hecha por un hombre que sabe ser descarado con
amabilidad y respetuoso cuando reconoce que el otro es algo más que una
apariencia saliendo del horizonte. En este caso, apariencias que provienen de
un horizonte no tan lejano en la distancia, pero con atributos de increíble
distancia: un lugar pequeño, agreste, dominado por la teocracia, en el que los
Evangelios ejercen como frontera; una forma de vida social autónoma, imposible
de hallar en ningún otro lugar, puerta de oriente; un paraje cerrado en el que
las normas de la vida no son leyes sino conciencia.
“Por
ello durante nuestra estancia allí asumimos una actitud de regularidad
monástica, tanto en la aceptación de su horario como en nuestra seriedad a la
hora de aceptar sus actividades”, comenta.
Byron
y sus amigos deciden que ese viaje debe ser un descanso. De ahí estas páginas
en las que predomina lo descriptivo
sobre la acción. Un encuentro con la singularidad en el que lo insólito no
está reñido con lo moroso, ni la acción con el hedonismo. El libro se va
convirtiendo en una divulgación culta,
escrito para que la aristocracia sin aristócratas decadentes que le espera a su
regreso, conozca que el mundo no se detiene en el cuadro que representa la
cacería del zorro sobre la chimenea del salón.
“Puede
que allí consiga librarme de los cánones anglosajones. No tengo por qué ser ni
un caballero ni un buen tipo”, confiesa Byron.
De
ahí el reflejo de los parajes, de los frescos de los monasterios, de las
cúpulas, de las capillas y los precipicios, de los cielos y las bibliotecas.
Todo un cosmos que se ha desarrollado al margen de las tendencias artísticas y
culturales de Europa, con ingenio, con lentitud, con dicha. Con el mito bizantino de oriente que llevó
a las peregrinaciones estéticas de otros viajeros: “El gótico alcanza el
firmamento. El bizantino lo recrea”. En esencia, este viaje al monte Athos es
un deseo por encontrar otro tiempo, a ser posible un tiempo que pertenezca al
pasado. En resumen, un deseo por volver
a encontrarse con la melancolía.
Fuente: La línea del horizonte
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