miércoles, 29 de enero de 2020

LADY TYGER


Lady Tyger
Silvia Cruz Lapeña
Libros del K.O.
Madrid, 2020
101 páginas

Hija de la escasez, Lady Tyger, sobrenombre con el que Marian quiso darse a conocer en los cuadriláteros, representa la resiliencia social en todos los aspectos: en una época en la que el machismo se imponía al racismo, ella padecía ambos. Su objetivo era poder boxear, así, sin más, sólo competir como hacen los hombres y, ya en los años setenta del siglo pasado, también los hombres de color, Mohamed Ali o George Foreman. Viene de un mundo en el que es frecuente caer en la delincuencia y en el que algunos, como ella, ven en el boxeo la posibilidad de un trabajo honrado y de ser alguien. Jamás llegaría a tener gran nombre en el deporte y su lucha fraguó muchos años más tarde, cuando ella ya llevaba décadas retirada. La mujer que nos presenta Silvia Cruz Lapeña (Barcelona, 1978) vincula su biografía al movimiento de liberación de la mujer, de esas mujeres que, a mayores, lo único que tienen es el cuerpo, ni siquiera el color de la piel. “Es duro ser negro. ¿Has sido negro alguna vez? Yo fui negro en una ocasión, cuando era pobre”, dirá, por esa época, Larry Holmes, campeón de los pesos pesados.
Este perfil de perdedora, de digna perdedora, está escrito con muy buen oficio, y contiene, también, una carga de profundidad política: estamos en un Nueva York que ya es el centro del mundo, un resumen de la sociedad contemporánea, y contemplamos cómo se rige, cuáles son los principios que hacen de la polis un lugar de encuentro fracasado. Que Lady Tyger se pase la vida librando batallas, hasta llegar a la huelga de hambre, por conseguir una mera licencia federativa, habla de lo mucho que deja de desear la apertura social. Las leyes, efectivamente, no son iguales para todos. Pero la autora no sólo se centra en las batallas, sino también intenta rellenar ese deleznable hueco que hallamos en la historia: ¿quién las narró? Por entonces, nadie. Por el contrario, la carrera de Mohamed Ali, el anti-Lady Tyger, ha sido repetida y su ejemplo recomendadísimo. En buena medida, aparece aquí y allá en el libro para mostrar la divergencia, para mostrar que el sexismo es una inercia más difícil de superar que los complejos de raza.
Con este volumen Libros del K.O. da el pistoletazo de salida a una colección de perfiles largos, o biografías cortas, sobre personajes contradictorios, sobre aquellos que se ocultaron tras el volumen sonoro de los que ocuparon tanto espacio. Pero sin ellos, sin los conflictos humanos y sociales que van reflejando, nuestra condición humana sería mucho más pobre.

martes, 28 de enero de 2020

LAS PALABRAS Y LOS DÍAS


Las palabras y los días
Esperanza Ortega
Páramo
Valladolid, 2020
334 páginas

Uno puede pasarse la vida rondando la idea de que existe un misterio, llamado el enigma de la bondad, sin terminar de recurrir a una certeza. La bondad es algo que, sencillamente, sucede, como el amanecer, como el viento, como las olas, como la lluvia, como la primavera. No hace falta escrutar mucho para darse cuenta, aunque hay una parte de la inteligencia, esa que conocemos como intuición y que no depende tanto de la materia gris como de la memoria del cuerpo, que no dejará de relatar ese viaje hacia la parte bondadosa del alma humana, pues la intriga permanece: al fin y al cabo, lo natural es estremecerse con cada muestra que nos surge en el camino: “Él los consolará, él les transmitirá la alegría de no haber sido abandonados en una isla solitaria”, dice Esperanza Ortega (Palencia, 1953) en una de las columnas que se reúnen en este libro. Ortega se refiere a Robinson Crusoe y a la mirada de Robinson Crusoe sobre su situación, sobre su posible desdicha, sobre su supervivencia, en la que ve una oportunidad de sacar lo mejor de sí mismo. Ortega propone ese tipo de lectura del clásico de Daniel Defoe, pero es la misma propuesta que aplica a cada pequeña lectura sobre diferentes centros de interés, en función del que nutre la columna.
Escritos a lo largo de una de las décadas más agitadas que nos ha tocado vivir, por los sucesos, sí, pero también por el tsunami de información y manipulación informativa sobre los sucesos, el conjunto de textos expone, bien a las claras, quién es esta mujer que se coloca, sin dilación, junto al que sufre. Profesora de educación secundaria, humilde y erudita, tal vez desconozca las leyes, pero no carece de un sentido de la justicia que tiene más de humano que de judicial: “Eso es lo que hacían los héroes, defender a los débiles y compartir con ellos la dicha y el valor de haberse conocido”.
“Es en la pobreza y la insignificancia, incluso en la monstruosidad, donde se oculta lo sagrado”.
Su erudición está, siempre, en función de algo, y ese algo es universal y estrecha los brazos entorno a la bonhomía. No es casualidad ninguna interpretación mitológica ni ninguna cita poética. Esperanza Ortega sabe que las verdades comenzaron a expresarse hace miles de años y que ha sido la poesía, esa virtud de la que carece tanto la historia de la última década, quien mejor las ha reflejado. Se la podrá tachar de idealista, incluso de ingenua, pero el hombre ingenuo, como bien sabían los antiguos romanos, era el hombre libre. De ahí viene ese espíritu a sabiduría que rezuma en los textos. Sí, es cierto que de vez en cuando no puede ocultar su enfado, por ejemplo, pero jamás abandonará la cortesía, que es una cualidad que une la bondad y la inteligencia.
Ortega confiesa intentar permanecer en el ámbito de un objetivismo impasible, aunque se trate de juicios personales. De la paradoja surgen, y es otro de los recursos clásicos para la sabiduría, los pensamientos más interesantes. Las piedras en el estanque pueden ser la corrupción política, los conflictos del mundo árabe, los refugiados, el destino del planeta o cualquier otra convulsión, frente a las que ella mantiene una distancia que baila entre la ilusión y el cariño, con algo de la sal de la maldición sobre la condición humana, la que se opone al enigma de la bondad. El libro se divide en cinco apartados: sobre problemas sociales, sobre el feminismo, sobre problemas de la educación, sobre acontecimientos políticos y glosas de distintas personas. En todos ellos, se puede reconocer la maldad, pero no es ese el centro de la diana hacia el que quiere mirar Ortega. Es a esa idea que expresó Omar Jayyam: “Soy la vela en la fiesta, nada soy si me apago”.

viernes, 24 de enero de 2020

ALGO EN LO QUE CREER


Algo en lo que creer
Nickolas Butler
Traducción de Álvaro Marcos
Libros del Asteroide
Barcelona, 2020
342 páginas

El asunto es la fe y los riesgos de la falsa fenomenología de la fe. Se atiende a los dos mundos paralelos, el de los fanáticos y el de los que habitan en el teatro de la realidad, y se expone una toma de partido incuestionable, pues nada hay, ni siquiera todas las fes, que puedan estar por encima de la vida de un niño. En resumen, este es el asunto, la primera bola de nieve, el motivo que pone en marcha los ingenios con los que Nickolas Butler pone en marcha los mecanismos de esta novela, Algo en lo que creer, pero no se trata del tema real que la ocupa. La división para el análisis no es nueva: por un lado está la trama y por otro el conflicto. La trama tiene que ver con esa confrontación y se expone a través de una familia. Una pareja de ancianos apenas tiene otro legado que el recuerdo del bebé que se murió, una hija adoptada y un nieto que vino al mundo en una situación de deterioro personal, que es hijo de madre sola. Su dedicación y su bondad están fuera de toda duda, excepto por el hecho de que vamos conociendo a la familia como si asistiéramos a una obra de teatro; Butler nos recuerda que la familia es una farsa más del teatro que es el mundo. La cuestión es que dentro de la obra que se representa se puede identificar la sinceridad, que es lo que iguala a realidad y ficción.
Pero el conflicto, el tema, la esencia de la novela no está tanto en esta bola de nieve que va creciendo, como en lo que nos transmite el personaje principal, un abuelo de vida rural, porque en un mero pueblo y en una mera vida se puede contener todo el universo y toda la eternidad, que está cansado de tantas despedidas. Lyle vive al ritmo de las estaciones, y la situación durará aproximadamente un año, cuatro etapas. Es casi el único al que le cuesta admitir que la fe podría dar sentido, o al menos poner el suelo bajo los pies, después de haber resistido a tantas despedidas. A través de la entrega a Dios uno pretende rellenar huecos que, los lectores que asistimos a la novela lo vamos sabiendo, son irrellenables. No admitir el vacío es una de las fuentes de infelicidad que nos saltan al camino. Esta vida nos atropella a base de pérdidas, las de los demás, las que supone desgastarnos, aunque sea en motivos por los que merece la pena el desgaste. La sensación que da, desde que conocemos al protagonista, es que todo a su alrededor son ruinas o, al menos, él lo siente como ruinas.
Su mejor amigo está a punto de fallecer de un cáncer terminal y su nieto padece diabetes. Al mismo tiempo, se enfrenta a un fanatismo que nada aporta, que él observa como un estúpido fetiche de bueno augurios, pero que sabe que no es nada más que eso: una prédica para desdichados. En esa trampa caerán varias de las personas que le rodean, especialmente su hija, enamorada como la adolescente que es, pues no ha tenido ocasión de poder madurar decentemente. Los puntos fuertes del carácter de Lyle son la bondad y la amistad, que van intrincadas, algo que apenas le ha servido para garantizar una vejez emocionalmente sana. De hecho, uno de los mensajes que esconde la novela es que la vida no te devuelve lo que te mereces, sino que se limita a entregarte lo que te entrega. En realidad, caminamos a oscuras. Cansado de tanta oscuridad y tanto adiós, Lyle no puede dejar que el destino esté en manos de otros, pues este destino supone la aniquilación real, la muerte, la falsa esperanza, la idiotez. La tragedia vendrá a ser inevitable, sin que por esto estemos exponiendo nada acerca del final de la obra, pues la confesión de estar basada en los hechos que acaecieron en Wisconsin, en marzo de 2008, nos adelanta buena parte del final. Como consuelo, apenas quedará la ilusión de resucitar un campo de árboles frutales entre los rigurosos y extraños fríos de una primavera.

martes, 21 de enero de 2020

LAS NIÑAS BUENAS NO VAN AL POLO SUR

Las niñas buenas no van al Polo Sur
Sobre Liv Arnesen






Esperar desde los ocho hasta los cuarenta y un años para cumplir un sueño, supone haberlos transformado de un deseo de excesos a un deseo de belleza. Apolo gobierna la belleza, mientras que Dionisos es el propietario de los excesos, de los desenfrenos y, tal vez, de los vicios. A los ocho años uno quiere su momento de felicidad, que viene sentida cuando se colma, por ejemplo, una carcajada, en tanto que a los cuarenta y uno corre el riesgo de hallar la belleza que lleva a la gloria, un tipo de gloria que, ¡maldita sea!, es una autopista directa a la locura. En el caso de Liv Arnesen (Bærum, Noruega, 195) esa locura goza de un consenso social casi unánime: uno no puede estar en sus cabales si se plantea recorrer mil doscientos kilómetros en solitario, andando a través de la Antártida, arrastrando un trineo de cien kilos, con el fin de alcanzar el polo sur geográfico sin otro fin que el de haber caminado cincuenta y un días sobre el hielo y sobre la soledad extrema. En realidad, se trata de la clase de personas que han entrenado hasta la extenuación, hasta el exceso dionisiaco, esas virtudes apolíneas que son la inteligencia clara, el corazón intrépido y un equilibro muy zen flotando junto al oxígeno en los pulmones. Liv, con cierto espíritu práctico a la hora de reproducir en palabras sus anhelos, lo reproduce como relajación, desarrollo de la concentración y visualización.
“Todo el mundo cree saber lo que más nos conviene”, protesta Liv, cuando reivindica ese sueño que empezó a fraguar con ocho años y estuvo alimentando durante toda la pubertad y la adolescencia, entre lecturas de Amundsen, Nansen, Shackleton, Scott, Peary y cualquier otra depredación que la invitara a conocer las expediciones a los dos lugares de los que es más difícil volver entero: allí donde el hielo ha sido más eterno que la memoria del hombre. A los catorce, comenzó a compaginar estas lecturas con las cuestiones de género. Aunque se trata de dos formas de lucha, ella confiesa que ni siquiera en esos momentos, ni siquiera ahora, cuando ha pasado de largo los sesenta años y cualquier vacilación hacia una crisis de la mediana edad, ha dejado de jugar. Cuando a los trece años se rompió la rodilla haciendo slalon, cambió a prácticas deportivas con cierto riesgo para la seriedad: ha corrido maratones, sí, pero se ha prodigado más en carreras de orientación, en las que buscaba las rutas más entretenidas por delante de las más eficaces. Aprovecha el momento: “Hace más de veinte años escribí Carpe diem en mi gorra de bachiller y no veo ningún motivo para dejar de agarrar el día aunque haya sobrepasado los cuarenta”, ha dejado escrito. Uno se pregunta si la ética que reflejó Horacio en su oda pertenece al ámbito de Apolo o al de Dionisos, nos habla de la belleza o nos habla de cualquier forma de orgía: carpe diem, quam minimum credula postero”. Abraza el día y confía mínimamente en el futuro. La locura es colateral y así como los otros pueden interpretarla como daño, nosotros estamos obligados a entender que entra, por qué no, en el ámbito de la sabiduría: “Sé sabio, filtra los vinos y acorta al tiempo breve la esperanza larga”.
¿Cuál era la esencia del sueño que Liv Arnesen comenzó a fraguar a los ocho años y que no ha cesado de cumplir, aunque para ello haya tenido que pensar en él como una meta? Porque los sueños permiten ser felices en sí, sin obsesionarse con su término; porque lo legítimo es soñar, antes, incluso, de luchar por ver el sueño cumplido: “No indagues —no es lícito saberlo— cuál fin para mí, cuál para ti los dioses han dispuesto, Leucónoe, ni tientes los números babilonios”. “Me fascinaba la sensación de no tenerlo todo bajo control”, comenta Liv en su libro Las niñas buenas no van al polo Sur. Se movía un poco al filo y “me familiaricé más con esa sensación cuando empecé a escalar y hacer rutas por los glaciares. También corría las carreras de orientación siguiendo el mismo método: nunca tenía control absoluto. Escogía rutas arriesgadas… Algo en mí se resistía a la elección más segura”. De entre las batallas, destaca esa razón social, pretendidamente sensata, que esconde una cobardía demasiado arrimada al calor de lo cotidiano, como la que expresaba la mayoría de la gente cuando la aseguraba que esas inquietudes desaparecerían cuando tuviera hijos. Durante años, Liv huyó del matrimonio y de los hijos como el gato del agua. Hasta que se casó, con el tiempo, con un hombre capaz de entender que la libertad fuera un sentimiento fácil de reconocer: tienda, comida, saco de dormir, infiernillo y combustible.
“Cuánto mejor será padecer cualquier cosa, ya que Júpiter te conceda muchos inviernos, ya el último que ahora destruye contra los escollos opuestos
el mar Tirreno”. Einar, su marido, se convirtió en sustrato de seguridad y le ayudó a superar esa otra forma de claustrofobia que le provocaba pensar en ser madre: hoy en día, Liv tiene tres hijas adoptadas y ya es abuela. La claustrofobia, como los demás miedos, existe para ser superado, afirma ella, sin adornos estilísticos ni psicológicos. Aunque uno entiende demasiado perfectamente sus miedos cuando nos recuerda que no es nada fácil ser un niño cuando tus padres están más interesados en su carrera profesional y su vida social que en sus propios hijos. No necesita una expresión demasiado barroca para comprender qué estímulo le ayuda a sobrenadar los momentos más duros, los de las dudas y también los de las travesías invernales: en aquella época, se colgaba los auriculares de un walkman de las orejas y escuchaba a Pavarotti o a Lisa Edkdal.
Ambos le acompañaron en su travesía de Groenlandia en esquís, cuando superó 570 kilómetros en veintitrés días en compañía de Julie Maske, una de esas personas que no se cansan de buscarse a sí mismas y que, en opinión de Liv, son el tipo de gente con la que merece la pena compartir los días y las noches. Junto a otras dos amigas fueron las primeras mujeres en llegar de un extremo del glaciar al otro sin ayuda de perros de tiro ni suministro de provisiones desde aviones. Conoció a Julie en Svalbard, la tierra más septentrional habitada en este planeta, unas islas en las que Liv ha trabajado como guía, donde también escuchaba a Pavarotti y a Lisa Edkdal cuando vienen tiempos confusos, como ha hecho para descansar de algunos otros de sus trabajos, entre los que se encuentra la docencia, que es el que más la llena de orgullo. Durante una temporada, fue profesora en un centro de rehabilitación de drogodependientes; dejó esa profesión agotada, para comprarse un billete a Katmandú. En Nepal intentó subir a alturas en las que el aire es lo bastante delgado como para mandar avisos al cuerpo, como tuvo que padecer, y se embriagó de ganas de visitar el Tibet. Para conseguir un visado de las autoridades chinas, tuvo que destruir su carnet de conducir, pues era la manera más sencilla e inmediata de obtener la fotografía que la identificara.
Más adelante vendría el entrenamiento autógeno, ese que se parece tanto a la meditación, el que explora las sensaciones físicas mediante la concentración relajada, el que se utiliza como terapia para combatir el estrés, y que en su caso le sirvió tanto como preparación para la dureza de la Antártida, que es muy corporal y es muy psíquica, como para desplazar los dolores de espalda que nos acucian cuando nos partimos por el eje. Se dio cuenta de que nada hay más propio de los traidores que no ser fiel a uno mismo, que ignorar las capacidades y talentos, y puso en marcha la iniciativa para su expedición más atrevida. Buscó patrocinadores, hallándose, con frecuencia con preguntas acerca de su potencia masculina, como por ejemplo sobre su fuerza arrastrando trineos, y le hablaron, una y otra vez, acerca del servicio militar, donde lo extraño es que surja un amor semejante al de Oficial y caballero. A modo de reacción o como efecto rebote, Liv entablaría amistad, más tarde, con Ann Bancroft, una conocida activista a favor de los derechos de los homosexuales que ha extendido su perseverancia por los lugares más rígidos de Estados Unidos, con quien cruzaría la Antártida en canal, de orilla a orilla, en el año 2001, en una travesía que duró 94 días, en los que recorrieron 2747 kilómetros.
Pero antes se preocupó de engordar diez kilos para llevar suficiente materia que quemar entre el hielo que entra a cuchillo entre los átomos de las mejores membranas impermeables. A lo largo de su ruta en solitario, perdió hasta doce. “Desde un punto de vista puramente práctico, todo resulta más fácil y ágil cuando vas sola”, asegura esta mujer entregada a la aventura, que con frecuencia tiene que contestar a preguntas del estilo de: ¿Qué fue lo primero que comió al regresar a casa?, ¿viste animales en el polo sur?, ¿cuentas con apoyos familiares?, o ¿cómo resumirías la expedición en una sola palabra?
Allí donde se instalan los sentimientos nobles, junto a los valores de la razón, de la belleza y del coraje, Liv ha instalado su propia base bien cimentada para que los ideales no se pierdan en mitad de la tormenta, y los ha guardado en un cofre de pirata que abre para exponer sus planes de estudios, porque el aspecto educativo está muy presente en sus últimas expediciones: utiliza su experiencia y su capacidad de divulgación para crear conciencia acerca de la disminución de las reservas de agua dulce. Los puntos fuertes ecologistas están muy presentes en esta mujer, que proviene de uno de los países con el índice de desarrollo más alto del planeta, y su forma de mostrarlo es intentar ser un modelo de conducta para jóvenes. Junto a Ann Bancroft ha creado la organización Bancroft Arnesen Explore, un proyecto que se ha divulgado a través de docenas de medios de comunicación internacionales, y cuyo objetivo es atender a la confianza de las personas, especialmente de mujeres y niñas, alimentando la autoestima con el mismo fuego blanco que ellas sienten, de tal manera que su condición no las ralentice a la hora de poner en marcha una voluntad que las dirija hacia el paraíso de los sueños. De ahí iniciativas como la expedición para recorrer el Ganges junto a cinco mujeres de diferentes países. A pesar del orgullo que tanta dignidad debería producir en el diafragma de Liv Arnesen, ella deja escapar, de vez en cuando este lamento: “Me cuesta recuperar la agradable paz y la calma que sentí mientras estaba en camino”.

martes, 14 de enero de 2020

EL PRINCIPIANTE


El principiante
Peter Heller
Traducción de Martín Abadía
Varasek
Madrid, 2019
318 páginas



El sueño del hombre rico es vivir en un lugar donde todo lo que precise sea unas chanclas, un bañador y un plátano. Muerto por la crisis continua de ansiedad que supone el ritmo de los millones de dólares, delira con encontrar eso que, al final, es lo mismo que todos estamos buscando: el descanso. Uno no descansa mejor por poseer más, sino por necesitar menos. Este ejercicio casi zen nos sacude con frecuencia, y en diferente medida, a lo largo de nuestra vida, y de el recorrido de su voltaje por nuestra voluntad y nuestro deseo no podemos salir indiferentes. Enfrentado a una crisis de la mediana edad, contando cuarenta y ocho años, Peter Heller (Nueva York, 1959) quiere encontrar su bañador, sus chanclas y su plátano, y para ello se vale de una de las actividades que, bien entendida, mejores y más valiosos ímpetus han generado en las últimas décadas: el surf. El propio Heller habla, en algún momento de este maravilloso El principiante, de dos tipos de tribu que se entregan al surf: los que lo practican y los que lo viven. De los primeros da cuenta un tanto desde la distancia, y en ella entrarían los arrogantes y los que, sin pudor, el propio Heller cataloga como pueblerinos. Sin ánimo de sentirse especial, mejor que estos personajes, Heller quiere comulgar con esa otra forma de sentir el surf y el ambiente de surf, la más bohemia, la que de los tipos que viajan en furgoneta al sur y no la de quienes asaltan las playas del sudeste asiático a golpe de talonario y comparten algunas olas con algunas cervezas: “Una aspiración increíble para un surfero: esar en las olas y aún ser amable”, dice.
Esta obra refleja el paso, no sabemos si fugaz o permanente, de Heller durante una temporada por ese ambiente de libertad, el que se significa por abandonar Denver con una mano delante y otra detrás, para adentrarse en la península de Baja California, allí donde no hay nada más que costa y el océano Pacífico. En realidad, se trata de una obra sobre la búsqueda de la felicidad: “Eso es vivir cerca del latido de la sangre del presente”, y en ocasiones, incluso, de la felicidad, que es efímera y nunca es completa. Aunque para sentimiento incompleto, nos parece decir, nada existe más patente que la infelicidad. “Los surferos son una peña intensa y aman la costa tanto como a sus madres”, nos comenta al principio del libro, porque su primer impulso es el de comprenderles, que será lo mismo que darse a comprender esas sensaciones que van brotando en el pecho del autor, en las que va dando sentido y equilibrio a la dialéctica entre mito, el que tiene que ver con la felicidad, y realidad, el que tiene que ver con lo posible. Con apenas unas clases de surf, Heller emprende el viaje al sur, otro mito, en este caso ese que suma al de la felicidad su hermano gemelo: la libertad. Y mientras tanto no deja de referirnos las técnicas de surf que va aprendiendo, las formas de las tablas y sus explicaciones, y comentar algo sobre la historia de esto que uno no sabe si catalogar como deporte o como aventura, pero que en las líneas que nos regala Heller es una patente de modo de vida que garantiza la liquidación de la agonía urbana.
El mundo jamás volverá a ser igual. Es decir, uno siempre sabrá que el viaje al sur es posible y que en sus viajes al sur tendrá un refugio: “… podía darme cuenta que me había perdonado lo que fuera que yo necesitara que me perdonara -quizá por ser egocéntrico y compulsivo- y de pronto estaba nuevamente contento”. Los estímulos no pueden dejar de referirse a una cierta bipolaridad, pero en esencia, es la bipolaridad que todos sentimos y cuya versión más sana pasa por el reconocimiento. Así es como él va incrustando, sin que el relato pierda tensión ni amabilidad, sus afanes ecológicos y sus denuncias sobre los ataques a los ecosistemas. Porque el libro está estructurado de manera muy sencilla, pasando de un pequeño relato a otro, todos encadenados por el viaje, sí, pero tan pronto nos está hablando de su amor como de la aventura, del ecosistema como de la amistad, de una anécdota de su infancia como de la lucha contra los balleneros japoneses en la Antártida.
Y mientras tanto, refleja con pulcritud el espíritu corsario, ese ideal, que existe entre ciertas tribus, esas a las que a todos nos gustaría pertenecer, por la misma razón por la que escogemos a los proscritos del bosque de Sherwood frente a la miseria sobre doblones de oro del sheriff de Nothingam. Se trata de gente que ha sabido buscarse la vida al margen de la economía de mercado, de gente que entiende el mar como terapia, de gente que vive para aprender a vivir. Ya les habíamos conocido a través de obras como Años salvajes, aunque ésta se más épica que El principiante, y de En busca del capitán Zero, aunque ésta sea un poco más espiritual que la que tenemos entre manos. Pero, en esta ocasión, ganamos en humanidad. Nos resultará más sencillo reconocernos en Peter Heller que en William Finnegan o en Allan C. Weisbecker. Nuestra admiración, sin embargo, seguirá siendo del mismo calado.

jueves, 9 de enero de 2020

LA SUERTE DE OMENSETTER


La suerte de Omensetter
William H. Gass
Traducción de Ce Santiago
La Navaja Suiza
Madrid, 2019
418 páginas

En la relación de autores que influyeron en la literatura de William Faulkner, alguien se atrevió a añadir al traductor de la Biblia que leyó en su juventud, con un afán y una vehemencia que no deja lugar al aliento más suave. Es probable que se trate de una edición semejante a la que cayó en manos de William H. Gass (1924 – 2017), pues deja un rastro semejante en esta novela donde uno se pierde entre lo real y algo que, a falta de otro término, llamaremos lo alegórico en cada resquicio de cada frase. Gass utiliza, casi de forma generalizada, frases cortas, casi mínimal, en el que la hipnosis surge por acumulación y por derivación. Las asociaciones son libres, sin olvidarse de su función: mostrar que debe haber una cara oculta de la realidad y que ésta, forzosamente, se parecerá bastante a la materia de la que están hechos los sueños. El estilo nos lleva a la impresión obsesiva: obsesión por las palabras con las que se construye el texto, por los personajes con los que se construye el conflicto, por los efectos con los que se construyen las sensaciones. Es barroco, porque atiende al detalle, pero es impresionista, porque piensa en las emociones que levantará en el lector.
Pero las referencias a la Biblia no se limitan al estilo, a la estrategia, pues también existen en la idea base: Omensetter es un tipo con atributos tal vez sin definir, o cuya definición se hará por contraste con los demás, pero de una presencia lo bastante impactante como para levantar las ampollas más escondidas. Llega a una población más o menos remota, a un entorno más o menos rural, más o menos arcaico, y allí provoca los descubrimientos de la dualidad emocional que todos llevamos dentro. Los habitantes originales descubren su Míster Hyde y se rebelan. Sobre todo, quien detentaba el bastón de mando moral, el reverendo Jethro Furber. La piedra en el estanque de la que parte la novela nos remite al Nuevo Testamento: la sola presencia de Jesús despierta las dobles morales, ante las que no podemos sino levantarnos con miedo, porque solo tenemos miedo a la parte que no conocemos de nosotros mismos. Y, lógicamente, surge el rechazo. Sobre esta emoción es sobre la que Gass construye la novela, sobre el rechazo. Nos encontramos frente a lo imprevisible, al espejo que nos refleja como no desearíamos vernos, ese que sin querer porta un personaje que “vivía no observando, uniéndose a lo que sabía”.
“Ni un zorro gritaría belleza antes de haber masticado”, escribe Gass. De La suerte de Omensetter no estamos seguros de extraer algún tipo de belleza, pero estamos convencidos de estar masticando y volviendo a masticar, sin terminar de definir el sabor de los bocados. Ni siquiera si no será el mismo bocado al que estemos dándole vueltas, una y otra vez, tras los carrillos.

viernes, 3 de enero de 2020

LA CASA MÁS LEJANA


La casa más lejana
Henry Beston
Traducción de Inés Clavera e Irene Oliva
Volcano
Madrid, 2019
186 páginas

Dentro de la comunidad humana hay individuos que viven hacia el exterior, hacia su exterior. Se trata de gente para quien la intensidad de los acontecimientos sucede fuera de la piel, sobre todo en contacto con los demás. Se trata de personas para las que el fundamento de vivir consiste en querer y ser querido, y su principal manifestación: estar con la genta a la quieren y les quiere. Salir de viaje tiene un tanto de condena para ellos, pues se alejarían de aquello por y para lo que viven. A no ser que se arriesguen para encontrar fuera la falta de amor que sienten allí donde paran en la actualidad, o donde han estado todos los días hasta la fecha. Y luego están los que viven hacia su interior. Para ellos el viaje es algo bastante natural, pues a todos nos faltan demasiadas piezas dentro de la condición humana, del alma sensible, de lo que somos o deberíamos ser, de las opciones de mejora, de la educación sentimental; y ellos confían en hallar eso que nos falta en algún lugar del exterior, con el objetivo de atraerlo, de integrarlo, de saberse un poco más completos, un poco más satisfechos, un poco mejores emocionalmente, sentimentalmente, sensorialmente. La mayoría de nosotros pertenecemos al primer grupo, pero admiramos a quienes distribuyen la utopía del segundo.
Y luego está Henri Beston (Quincy, Massachusets, 1888 – 1968), que es capaz de aunar con poesía las virtudes de quienes se instalan en el primer grupo y el valor de los que pertenecen al segundo. Y, por suerte, divulgarlo, y hacerlo con mucho estilo: “Qué gran gesto de fe antigua y valor presente es semejante vuelo, qué desafío a las circunstancias y a la muerte”. Se está refiriendo al vuelo de las aves, pero la lectura alegórica, sin duda, tiene que ver con el tema sobre el que trata este libro, La casa más lejana: los principios de la libertad humana y los vínculos entre estos principios y el alma. Pues lo que para las aves es el vuelo, para el hombre es la capacidad de sentir con el alma. Y Beston siente mucho, observa mucho y siente con una intensidad bárbara, que raya en la iluminación, todo lo que siente. Que no se nos entienda mal, cuando mencionamos la iluminación nos referimos a ese tipo de seres cuya presencia aparta la oscuridad, no a quienes deslumbran. Y así nos enfrentamos a un texto que posee lo más honesto de los mejores libros de poesía, con una obra que va separando lo terrible de lo hermoso y quedándose en la belleza.
De ahí, por ejemplo, esos centros de atención sobre los que salta en función de la época del año, como por ejemplo las aves migratorias y los naufragios. La selección no es gratuita, como tampoco lo fue elegir Cape Cod para esta temporada de entrega a la naturaleza. Si para Thoreau Cape Cod era el lugar donde saberse paseante y recibir el beneficio que proviene de la entrega a la naturaleza, para Beston es el sitio en el que se reconoce como parte de la naturaleza, allí donde se destila la esencia de lo que es, de lo que somos, y despojados de todas las neurosis que nos hemos inventado, retornamos al único círculo del que no deberíamos haber salido: la epopeya de ser natural. Pero, eso sí, una epopeya llena del más sencillo lirismo, tanto que, a estas alturas, nos puede hasta resultar extraño, demasiado extraño, pero, sin duda, elegiremos habitar en él.
Beston se expone como los pintores románticos exponían a sus retratados frente al paisaje. Es El caminante frente al mar de nubes, de Caspar David Friedrich, y es el caminante que se adentrará en el mar de nubes, lo atravesará y escuchará cada canto de cigarra y se aproximará a cada espolón natural de la costa para ver hasta los límites del océano. Porque debe alejarse de los términos de paisaje para adentrarse en el lugar y permitirse ver lo que necesita ver, que es lo que nos entregará con “las materias primas de personalidad y de voz”, como apunta Robert Finch en el prólogo.
“El mundo de hoy está exangüe por la falta de cosas elementales, de fuego antes las manos, de agua manando de la tierra, de aire, de tierra amada bajo los pies”, nos advierte Benson, entre este texto de “fonemas dramáticos”, por utilizar, nuevamente, una expresión de Robert Finch. Estamos frente a una obra de momentos, pero cada momento, cada incidente, es reflejado con un espíritu purísimo que nos invita a sacar lo mejor de nosotros mismos, a comprometernos con la liberación que supone reconocer nuestra propia identidad, a vivir hacia dentro y a vivir hacia fuera, a viajar a pie, a ser buenas personas:
“La Naturaleza es una parte de nuestra humanidad, y sin cierta conciencia y experiencia de este misterio divino, el hombre deja de ser hombre. Cuando las Pléyades y el viento que ondula la hierba dejan de formar parte del espíritu humano, una parte de carne y hueso, el hombre se convierte, como si dijéramos, en una especie de forajido cósmico, que ni tiene la compleción ni la integridad dl animal, ni el derecho inherente de una verdadera humanidad”.

Fuente: La línea del horizonte 

jueves, 2 de enero de 2020

LA FAMILIA AUBREY


La familia Aubrey
Rebecca West
Traducción de Andrés Barba y Carmen M. Cáceres
Seix Barral
Barcelona, 2019
542 páginas


Sin que pueda catalogarse a la novela como un Bildugsroman, La familia Aubrey es uno de los mejores ejercicios literarios sobre el crecimiento que se han escrito jamás. Rebecca West (Londres, 1892 – 1983) nos muestra, sin remordimientos ni acritud, con una nostalgia sin paños, que crecer, ir creciendo, es una experiencia dolorosa, complicada, lo más difícil que debemos afrontar en nuestra vida. No hay un engranaje que nos transforme, una gran aventura que nos lleve hacia la vida adulta o lo que sea que venga detrás de la infancia y la adolescencia; lo que sucede es, sencillamente, que a nuestro alrededor las cosas giran, se vuelcan, se transforman, se matizan, a medida que, inevitablemente, sumamos latidos que desgastan nuestro corazón. El impulso hacia eso que uno llamaría “hacerse mayor” si tuviera la certeza de que la expresión supusiera un avance, una madurez, un llegar a algún sitio, está en constante tensión, pero sin rigidez ni nervio, con el deseo de permanecer en la verdad de la infancia. Crecer duele, renacer duele, reinventarse duele, y esto es algo que la protagonista, sacada directamente de la memoria de West, hace a cada párrafo y muy poco a poco. West nos dicta que el gran dolor será la suma de pequeños dolores, como agujas de acupuntura, que se clavan al tiempo que pretenden sanar.
“Me doy cuenta ahora como adulta de que no he sido sutil en mi vida respecto a ninguna otra cosa que no sea la música”, es una de las escasas expresiones que utiliza para darnos cuenta desde dónde se narra la historia de la familia Aubrey, compuesta por un matrimonio formado por dos soledades, tres hijas en movimiento y un hermosísimo hermano pequeño. La frase aclara la intención constante de trabajar con empatía hacia la infancia. Cada acto, cada párrafo, está escrito desde la memoria sensorial, como si Rebecca West fuera capaz de sortear la otra memoria, la cognitiva, para escribir con la misma sustancia de la que están hechos esos recuerdos primerizos, los de los bebés, por ejemplo, que marcarán para siempre nuestro carácter. Es, por tanto, una obra sobre la construcción del yo y una autobiografía sentimental, porque no se trata, exactamente, de un reflejo de los días de la autora o, para ser más precisos, tal vez sí sea un reflejo, pero no una descripción de precisiones. La familia Aubrey, como la de West, pertenece a una aristocracia que no es que muestre signos de decadencia, es que está en riesgo de extinción por motivos puramente económicos. Pero la autora mantiene la conciencia de clase sin ser crítica ni con el estrato social ni con el hecho de que existan estratos sociales. Se limita a registrar de forma subterránea esa pertenencia, para dedicar sus esfuerzos a la elaboración de unos personajes imperfectos. La maestría de West transforma esas imperfecciones en perfecciones literarias, gracias a esa mirada de la narradora, que es adulta y niña al mismo tiempo, que intuye cuáles son las distancias que separan en cada individuo lo que son de lo que parecen. Y decimos intuye porque no exhibe nada semejante a certezas.
Estamos frente a una madre que proyecta en sus hijas lo que le hubiera gustado conseguir y una hija que apenas encuentra pureza en la música y en la admiración por algunas personas en algunos momentos. Tanto un refugio como otro se nos muestran como un recurso para huir. Aunque no hay cobardía en la narradora, más bien al contrario: es capaz de mirar de frente y tomarse su tiempo para recomponer los hechos, pues de hechos estamos hablando, de la sabiduría de narrar de modo que seamos nosotros quienes lleguemos a conclusiones. No habrá grandes frases célebres en el relato, pero sí muchas conclusiones por efecto de acumulación, destiladas de una manera de escribir de una aparente sencillez brutal, con un estilo -fielmente reprogramado por los traductores en un trabajo impecable- digno de envidia.
La familia Aubrey no encuentra su sitio en el planeta. Eso lo habíamos visto y leído en cientos de obras, pero normalmente con un tratamiento individual: la dificultad para hallar nuestro lugar en el mundo es uno de los temas más reproducidos en las comedias más serias que hemos presenciado, desde Chaplin a Jaques Tati, y aquí se lleva al paroxismo familiar. A esta familia que no se elogia ni incomoda, que, como siempre, es un monstruo de mil cabezas de la que una, y uno no sabe nunca cuál es, le toca muy de cerca. La familia es una farsa, parece indicarse, pero West no está sola a la hora de certificar que el mundo, y la familia como detonante de creación y elaboración de mundos va implícito en ello, es puro teatro. Así es como durante la lectura surca por la novela esta pregunta constante: ¿vamos a ser felices? Y ante la duda, que jamás llegará a resolverse, de ahí que la narradora nos haga conscientes de que escribe entrada en la edad adulta, se nos habla de miedos y de moral sin que sintamos que se nos están manchando las manos al hablar de miedos y de moral. Y para llegar a ese estado literario, hace falta poseer una serenidad que tal vez no transforme a la autora, a la narradora o a la protagonista, pero que a nosotros nos deja la sensación de haber participado de un trozo de vida, con sorpresas en lo cotidiano, asistiendo al insalvable escalón que existe entre los niños y los adultos, como si fueran clanes que viven en paralelo, sintiendo que no somos los únicos que hemos surcado por la existencia dudando que alguien nos pueda comprender, cuestionando la tradición como algo competente, puesto que es inevitable. West nos enseña que, a la hora de la verdad, nadie hablamos el mismo idioma, en lo que se refiere al lenguaje, pero que todos hemos participado de unos muy semejantes vaivenes emocionales, parecidas formaciones sentimentales, similares aprendizajes sensoriales.