martes, 28 de diciembre de 2021

OASIS PROHIBIDOS

 

Oasis prohibidos

Ella Maillart

Traducción de Manuel Serrat Crespo

La línea del horizonte

Madrid, 2021

316 páginas

 


En el prólogo de este magnífico libro Nicolas Bouvier abre el debate acerca de la escritura y la vida: 

“El atractivo frescor de la observación, un estilo extremadamente preciso, una filosofía del viaje, en definitiva, que permite al autor vivir una aventura sin querer gobernarla en exceso, sustituyen ventajosamente la «pretensión de hacer una obra literaria» y me confirman en mi idea de que con mucha frecuencia aprovecha más leer a los viajeros que escriben que a los escritores que viajan”. La duda surge al intentar definir qué es un viajero que escribe y qué es un escritor que viaja, cuando nos encontramos frente a un texto que refleja un viaje. No hay opción alguna a acceder a un registro de ADN que nos garantice que el autor es viajero por encima de escritor, ni escritor por encima de viajero. En lo que nos afecta como lectores, lo que recibimos es una impresión en la que nos gusta sumergirnos para compartir con el autor la experiencia, en mayor o menor grado. Separar la escritura del viaje, es decir, de la vida, es como separar la forma del fondo, que es algo que sólo se soluciona en los libros de texto y por la necesidad académica de gestionar un análisis. En realidad, si no se trata de lo mismo se trata de algo tan simbiótico que no es posible modificar uno sin que se vea afectado lo otro.

La línea del horizonte recupera este Oasis prohibidos, de Ella Maillart (Ginebra, 1903 – Chandolin, 1997), en el que se atraviesa China de este a oeste, para llegar a Sinkiang, cuina de una vieja cultura iraní, cruzar montañas para acceder a Cachemira, y todo de forma clandestina. Maillart y su compañero, el periodista Peter Fleming, atraviesan el Turquestán chino levantado en armas, un territorio fragmentado por el que combaten señores de la guerra, algunos al servicio de otros países. El recorrido se divide en dos etapas básicas: la primera en la que se atraviesa la China conocida, donde se impone el sabor de las curiosidades, de lo diferente; y una segunda en la que nos vemos inmersos en una Tartaria donde lo desconocido debería sobrecogernos, pero en su lugar nos dejaremos sorprender. Tanto en uno como otro lugar, Maillart demuestra la misma sensibilidad que conciencia europea, pues mientras el texto se desliza deliciosamente, reconocemos el lugar desde el que escribe, que se sabe civilizado: “En Kumbun la vida parece inmutable y transcurre como hace cien años”; “pero sobre todo, un retazo de Europa, materia aislante, nos acompañaba inevitablemente por el mero hecho de nuestra comunidad; no me hallaba a miles de kilómetros de todo lo que conocía, sumergida en un Asia en la que iba integrándome”. A continuación se lamenta de acarrear con ella esa conciencia, trasladando el lastre al planteamiento del viaje, en el convive con un británico: “Siendo dos no se aprende tan rápidamente la lengua, los indígenas no te adoptan, te sumerges menos en el ambiente”.

Ese ser dos nos regala uno de los niveles de lectura más personales de la obra escrita en 1935, que es la relación con Peter Fleming, que no deja de condicionar la mirada de la viajera. Hay unos vínculos de amor y odio bastante ingenuos, y bastante reconocibles, a los que no renuncia Maillart. Es más, parece fomentarlos para recordar a los lectores que somos seres paradójicos: que ella prefiera el esquí a la caza, al contrario que Fleming, les separa y les une, pues, al fin y al cabo, se trata de dos actividades al aire libre: “Unidos por la voluntad de tener éxito en nuestra empresa, nos entendemos a las mil maravillas. Pero, en definitiva, no contemplamos las cosas del mismo modo”.  En ese sentido, también nos gustaría ver recuperado Noticias de Tartaria, en que se lee la versión de este mismo viaje, la otra mirada, que nos presenta el británico.

Mientras tanto, nos quedaremos en este regalo, en el que descubrimos que enunciar, enumerar, es una de las estrategias literarias de descripción más complejas y que mejores resultados transmite. En las secuencias que escribe Maillart asistimos a un mundo extraño y que merece mucho la pena conocer. Tanto como para lamentar no haber sido nosotros los compañeros de este viaje por un mundo que difícilmente podremos recuperar, pero que gracias a gente como ella podemos, eso sí, intentar comprender, que es el objetivo del viaje: hacernos mejores personas; “¿Cuántas veces había maldecido, en Europa, la ajetreada vida que me impedía pensar? Y ahora solo las preocupaciones de la vida material contaban para mí”.

 

miércoles, 22 de diciembre de 2021

LA FRONTERA

 

La frontera

Can Xue

Traducción de Blas Piñero

Hermida

Madrid, 2021

630 páginas

 


La idea que Can Xue (Changsha, China, 1953) maneja sobre el espacio que es La frontera, respeta el símbolo de territorio que debe construir su propia ley, el lugar en el que el pasado y el presente suceden a la par, pues rige la ausencia de tiempo, y la extraña claustrofobia de un espacio en el que el horizonte estará tan lejos como para no poder acercarse jamás al borde del territorio:

“La particularidad más importante de la región de la frontera era que el paisaje exterior, ese que se veía desde las casas, tenía un impacto enorme sobre el estado de ánimo de las gentes que poblaban ese lugar. De hecho, los oprimía. Aún peor, les reprimía las emociones y les frustraba los deseos. En sus vidas surgía siempre un imprevisto, y sus circunstancias también cambiaban. Imprevistos y más imprevistos repentinos, ésa era la norma en su nueva vida. En el interior del país, casi nunca sucedía nada”.

Hablamos de un territorio interior, que debería tener, por tanto, una consistencia física de piedra, pero al que caracteriza la semejanza a los sueños. Si este territorio, presidido por una población que se llama Guijarro, no se nutre de la huida de leyes de los sueños, no se nutre de nada. Apenas hay descripciones de la población, en la que está anclado un edificio ruinoso en el que se instala el Instituto de Arquitectura y Diseño que es el único imán que puede atraer a la gente para habitar ese lugar a cuenta del proyecto megalómano de hacer crecer la institución, y cuando Xue se entrega a hablar de la naturaleza, la expone como paisajes que están vivos hasta sentir que su bien y su mal se sobrepone al nuestro. La naturaleza, cuando aparece, es de una belleza que estremece incluso en las ausencias, como la del mítico leopardo de las nieves.

En realidad, el centro de la novela es la suerte de unos personajes que vamos conociendo de forma encadenada. El efecto de la lectura será acumulativo, pero Xue se cuida mucho de provocar ninguna aglomeración, de adensar demasiado los sucesos. Se trata de una obra coral tejida con el hilo de un personaje principal. Cada capítulo es una pequeña novela sobre uno de los integrantes de la comunidad, y el enlace que atraviesa todos ellos es la protagonista, Liu Jin, que no termina de sentir que aquel podría llegar a ser su lugar en el mundo. De hecho, nos resultará complicado comprender que nadie pueda elegir esta frontera como su lugar en el mundo. Es un lugar donde se impone el desconcierto. Uno de los personajes lo confiesa de esta manera:

“No tendría que haberlo hecho, ya que este local es muy aburrido, igual que todos en este pueblo de la frontera, y lo peor es que no pasa nunca nada de nada. Cuando uno llega a la frontera, ya no vuelve a salir. Siempre me siento en esta esquina y espero a que un día u otro aparezca, entre y venga a verme. Soy su hijo al fin y al cabo, ¿no es así?...”

Vivir es un hecho muy incómodo. Da la sensación de que hubiera un peligro latente compartiendo el aire junto al vapor de agua, pero ese peligro jamás se fragua. Tiene la consistencia de los fantasmas, es decir, es una invención de la fantasía. Y su intensidad depende de nuestra imaginación. De ahí que Xue se muestre tan realista como soñadora. Las palomas del comedor, por ejemplo, comunican a un personaje, o el personaje asegura que le han comunicado, la ruta hacia el jardín tropical que se esconde en la población. ¿Cuál de las afirmaciones dará más miedo?: la posible locura de hablar con palomas, la posibilidad de que las palomas hablen, el lugar donde se esconde el jardín en medio de nuestras vidas, lo que supone hallarlo, la imposible complicidad del esposo. “Lo que buscáis no existe. ¡Mira, incluso nosotros andamos buscándolo!”.

Moverse significa asumir riesgos, estar expuesto. Y no moverse supone limitarse a vivir cuando uno está soñando. Moverse supone compartir tiempo con lo ilusorio e irreal, atreverse a comulgar con unas leyes que uno no conoce: “el hermano Ma sufría de alucinaciones y en una de ellas creyó que se transformaba en otro hombre. Se mudó a otra casa y dejó de reconocer a los miembros de su casa de origen. ¡Tenía una novia y ni siquiera podía identificarla! La pobre pensó que había enloquecido como tantos recién llegados a la frontera”. Lo raro, allí, es no convivir con lo que se produce raramente. Y al utilizar el adverbio de modo raramente no nos referimos a la frecuencia: lo que sucede es poco frecuente fuera de la frontera, pero lo inesperado, aunque sea extraño, es casi la norma en este territorio, que se caracteriza por la lejanía de lo común. Hablamos de un territorio de pequeños seres que tienen algo de grotesco, pero no lo suficiente como para resultar tan inverosímiles que nos alejen de lo creíble: al fin y al cabo, están sujetos a los mismos conflictos que cualquiera de nosotros, a pretender la libertad del cuerpo, a concebir la vida como un viaje, a sentirse atados.

La novela llega a nosotros en traducción de Blas Piñero, que al margen de su labor reinventando el texto, nos presenta un compendio de notas que nos invita a navegar por la cultura china. Los detalles a los que se atiene cada interpretación de las palabras clave que utiliza Xue, indica que la teoría narrativa del iceberg se queda escasa a la hora de valorar su narrativa. El simbolismo nos habla de erudición y de sensibilidad, nos ayuda en el viaje que es la lectura, enriquece el contenido y amplía el valor de la literatura de Xue, de difícil catalogación, pero en la que es indudable que está empañada de poesía.


Fuente: Revista de letras

martes, 21 de diciembre de 2021

LAS LISTAS DEL PASADO

 

Las listas del pasado

Julie Hayden

Traducción de Inés Garland

Muñeca infinita

Madrid, 2021

219 páginas

 


“Se repite, de tanto en tanto, esa agitación terrible, inquietante, la insistencia de hasta los más débiles por seguir viviendo en las peores circunstancias”.

Esto lo escribe Julie Hayden (1939 – 1981) en uno de los pocos relatos que escribió en su vida, pero que bastaron para configurar un libro que posiblemente no sea inaudito, pero se enmarca entre las obras que no nos gustaría olvidar. Hayden escribe con nitidez y con un tono que da la impresión de pertenecer a un testigo en un tribunal. El testigo es un observador de lo cotidiano y el tribunal dirime acerca del sentido de la vida. Si es que tiene sentido, al menos para estos seres desnortados, gente que busca con desesperación, pero sin energía, pues la que deberían tener para la búsqueda se ha consumido en el oficio de salir adelante. Para ello, Hayden nos introduce en un mundo en el que la credibilidad está en el filo del demasiado: todo se encuentra a punto de ser demasiado, demasiado real y demasiado imaginativo, demasiado concreto y demasiado universal. Hay, eso sí, un aspecto que nos ayuda a entender que existe también el descanso, que es la presencia constante, algo lenitiva y metáfora que nos indica que existe otra posibilidad de vida, más natural, de parques y jardines.

Entraremos en el mundo de Hayden a través de unos personajes que nos muestran lo que uno va dejando de vivir, más que lo que uno vive. En los primeros relatos, adultos pasean con niños para ofrecernos el contraste entre lo que es y lo que desearíamos que pudiera haber sido. Porque los niños redimensionan el mundo adulto, nos muestran, en paralelo a la realidad, las opciones de futuro, cuando ya no existe posibilidad de contemplar el futuro como una opción. Y, sin embargo, estamos en un proyecto, que podríamos llamar vida para no dejarlo en mera existencia, en el que se impone la necesidad del movimiento. Los acontecimientos se suceden, aunque no tengan objetivo, sin remisión, y nosotros nos vemos obligados a subir a la ola, o a perecer bajo ella. No hay muchas más alternativas. ¿Sabemos lo que significa y lo que nos aporta cada ser, cada objeto con el que coincidimos en nuestros días vivos? ¿Sabemos relacionarnos con todos ellos, con los árboles, con los críos, con los vecinos, con los familiares, con los desconocidos, con la calle y con el tiempo? Para ello debemos reinventarnos constantemente. El problema de reinventarse es que como esto tiene un final, uno no cesa de preguntarse para qué se reinventa, para qué ese esfuerzo. Y a medida que envejece, siente cómo se esclerotiza hasta la voluntad. Pero hay que salir adelante:

-¿Una flor?

-El liquen.

-No es una flor.

-Sobreviven

Hayden registra y nos registra. Registra las costumbres desde los ojos de quien comulga queriendo ser ajeno. Es esa región ambigua del relato, esa forma de entender, lo que otorga a los cuentos un extrañamiento que nos atrapa: no hace falta dejar volar la fantasía para darnos cuenta de que el mundo también es ajeno. Cualquier tarde con cualquier ocupación, cualquier tarde de cualquier persona, puede ser algo a lo que nos gustaría renunciar, precisamente por lo fácil que es reconocernos en ella. Hayden retrata el mundo así, a través de lo que sucede a su alrededor. Colocando el horizonte muy cerca, nos acerca a casi todas las personas, sin importar lo lejos que se encuentren.

miércoles, 15 de diciembre de 2021

LOS DÍAS CON FELICE

 

Los días con Felice

Fabio Andina

Traducción de Álida Ares

Punto de vista

Madrid, 2021

218 páginas

 


Lo contrario a la amistad es el museo de cera.

En el museo de cera unas figuras de tipos famosos exhiben un gesto sin vida, exhiben la parte obscena de la muerte: el cuerpo podría no desaparecer, pero desaparecen los sentimientos. Ahora bien, ¿qué es la amistad? ¿Cuál es su esencia, su sentido, su función? De esto trata esta novela, Los días con Felice, que Fabio Andina (Lugano, Suiza, 1972) escribió con el mismo cuidado con el que deberíamos tratar a los seres mágicos de los bosques. Que no existan los elfos en este mundo aprisionado por la dureza de la realidad, no quiere decir que no debamos cuidar lo que cuidaban ellos.

Felice es un anciano al que admira el narrador de esta historia. Aquí ya exploramos la primera condición de la amistad, que es un grado de admiración humana: a los amigos los queremos porque nos gustaría ser como ellos, pero con un sano orgullo que no nos impide seguir siendo quienes somos. El narrador acompañará a Felice durante este período en el que cualquier otra vida podría pensar que ha entrado en decadencia y dejarse llevar por la misma. Pero Felice no se dedica a sentarse a ver la televisión suspirando por los años perdidos. Vive en las montañas suizas y comparte sus días con ellas: nada en el lago, camina bajo la lluvia, conoce la naturaleza. A pesar de los noventa años, mantiene una vitalidad envidiable. Es un modelo de vida pura, o al menos eso es lo que intenta transmitirnos el narrador. Pero hay un ámbito incómodo detrás, que Fabio Andina ha tenido en cuenta, sin duda, que se refiere a la soledad. Felice, como los demás personajes que irán apareciendo, compartiendo vivencias con él, es una persona solitaria. No sabemos cuánto hay de elección en esa soledad y cuánto de elección de la vida, que es más dueña de nuestro destino de lo que nos gustaría. En cualquier caso, los personajes solitarios han aprendido a acompañarse entre ellos. Eso también es amistad.

La vida que nos retrata la novela está simplificada. Es decir, está simplificada frente a la vida que nos hemos arrojado encima la mayoría de los mortales, con su exceso de neurosis urbana. En el mundo rural -y uno sospecha que esta obra contiene bastante de ese género que se conoce como Nature Writting- la vida resulta más sencilla. Es posible que la obra haya surgido como impulso propio para hacer frente a la locura de la ciudad, como es posible que brotara con intención de componer un gran homenaje a una forma de estar en el mundo de la que quedan muy pocos ejemplos. De hecho, el tono de la novela es elegíaco. El narrador entona desde la observación de su amigo, que es mentor sin intención de ser maestro, y observa el entorno, comentando lo que ve, lo que siente, con una suerte de costumbrismo que, si nos sorprende, será por que se habla de costumbres extintas. No sabemos si Andina se documentó fielmente para elaborar esta obra, o si buena parte de ella broto de la imaginación o en realidad hay mucho de experiencia propia. Pero lo que sí sabemos es que nos transmite un mundo lleno de poesía. Y eso nos aliviará lo bastante como para considerar que este tipo de lecturas son necesarias, porque son lenitivas y son terapéuticas.

jueves, 9 de diciembre de 2021

MIRAD LAS AVES DEL CIELO

 

Mirad las aves del cielo

Stanislaw Lubienski

Traducción de Amelia Serraller

Volcano

Madrid, 2021

210 páginas

 


De los cinco sentidos que poseemos, en realidad el más potente es el tacto.

A él acude las sensaciones de frío o calor, y las más sugerentes impresiones de la ternura. Pero reducidos a un mundo interno, ese al que se acuden con las técnicas de relajación, nos vemos en la tesitura de dar prioridad a lo que somos como entes visuales o auditivos. Vemos y oímos para sentirnos bien, para reconocernos, porque nuestro olfato es muy limitado y el sabor está al servicio de otra causa, demasiado vinculada a la supervivencia. Con la mirada y el oído por herramientas, los naturalistas salen al monte y descubren que todavía hoy por encima de estos escombros de civilización que, paradójicamente, todavía se mantienen en pie, existe el bienestar de un mundo puro.

“Puede que ya no camines por pantanos y bosque, pero el vuelo accidental de un pájaro picapinos siempre atrapará tu mirada”

Eso nos dice Stanislaw Lubienski (Varsovia, 1983) al principio de su libro, que lleva por título una popular alocución bíblica: Mirad las aves del cielo. Las aves no siembran, ni siega, ni recogen en graneros, pero “vuestro padre celestial las alimenta”, pone San Mateo en boca de Jesucristo: “¿No valéis vosotros mucho más que ellas?”. Lubienski aporta a la respuesta una integración de las aves en la vida humana, compartiendo con el lector una impresión en la que se equilibran las emociones, las sensaciones, los sentimientos que nos transmiten, con la certeza de estar frente a bestias, exquisitas, eso sí, pero bestias. En realidad, en ellas proyecta lo mejor de lo que nos hace humanos, que tiene que ver con los mecanismos salvajes que mantenemos en el sustrato. Hemos dicho bestias y hemos dicho salvajes, y algo que podría remitirnos a defender la ley de la selva, por el uso peyorativo que tienen ambos términos en el lenguaje coloquial, se trata, en realidad de un elogio. Es más, en la literatura de Lubienski se trata de una forma de divinizar: versar sobre aves nos habla de lo humano, pero también de lo más excelso que tenemos a nuestro alcance.

Y para ello se recurre a la pintura, a la música, al cine, a la etimología. Pero, sobre todo, a la observación directa, al contacto a través de la mirada y del oído, ese que nos gustaría prolongar con el tacto. Lubienski se relaciona con el sentimiento de libertad a través de las aves, nos expone el aire libre como lucidez y la ciudad como un lugar donde uno puede hallar desahogos: en el vuelo de un ave, en una cáfila de hormigas, en las pequeñas plantas. Y, además, está la inspiración de las migraciones, que son la forma más sencilla y pura de nomadismo que jamás ha existido. Si este libro se nos hace necesario, será porque en su lectura nos reencontramos con la parte buena de nosotros mismos.

 

miércoles, 8 de diciembre de 2021

UN OPTIMISTA EN AMÉRICA

 

Un optimista en América

Italo Calvino

Traducción de Dulce María Zúñiga

Siruela

Madrid, 2021

284 páginas

 


Hay un ejercicio del viajero, el auténtico, ese que sobre cualquier definición surge emocionalmente, por el cual el desconcierto se transforma en admiración.

Para sentir ese desconcierto, cierto es, uno debe reconocer sus prejuicios: quién es, o quién cree que es, o quién es el tipo que viaja con todo el bagaje de lo que le ha formado. Y de la formación surgirá la transformación. Los prejuicios, pues, tienen una función en el viajero que no podríamos haber descubierto de muchas otras maneras: los prejuicios sirven para sorprenderse. Y de esa sorpresa, sobre esa admiración que brota del desconcierto, iremos aprendiendo, creciendo, haciéndonos, si puede ser, un poco mejores. Porque el aprendizaje intelectual, ese que no afectaría a la compasión o a la solidaridad, es un aprendizaje tullido. Uno viaja preguntándose ¿quiénes somos? Y va descubriendo quiénes podemos ser.

En el caso de Italo Calvino (Santiago de las Vegas, 1923 – Siena, 1985) nos encontramos, además, con un viaje que anticipó en lo que nos hemos convertido, al menos en el mundo occidental desarrollado. Calvino recorre Estados Unidos en los años 1959 y 1960, preguntándose un poco si esto, esta sociedad que observa como se observa una película en el cine, es lo que llegaremos a ser. Y nosotros lo leemos, hoy en día, como una premonición cumplida, mientras nos preguntamos si esto, en lo que nos hemos convertido, es realmente lo que más nos gustaría ser. Calvino nos va describiendo los tópicos en el momento en que están naciendo, y leemos un cierto patetismo que nos afecta más de lo que pensábamos que podría hacerlo al recocernos en el texto. Hemos dicho patetismo y debemos aclarar que lo hacemos respetando su etimología: Pathos es emoción y sufrimiento, y el sufijo -ismo indica actividad. Y del empeño Calvino sale beatificado gracias a un humor que ya conocemos, que es de tan baja intensidad como irreductible, el tipo de humor que más agradecemos a diario.

Nos ubicamos en una época en la que uno se preguntaba qué iba a salir de la Unión Soviética –“ese país sin distracciones donde la gente, al no tener a su disposición novelas policiacas ni semanarios de escándalos, lee y relee clásicos hasta en el tranvía”-, y que saldrá de los Estados Unidos –“donde todo es distracción, donde las rotativas no paran de girar para estampar e ilustrar, y, aun así, donde también las máquinas tipográficas pueden imprimir obras culturales, y donde los lectores, contal de tener algo bajo los ojos, hasta son capaces de leerlas”-. Nos sorprende el mestizaje o la heterogeneidad, y nos preguntamos cuál de las dos cualidades es la que realmente se está imponiendo. Comprobamos la obsesión por la tecnología y, como rasgo tal vez más representativo del americano, la autosuficiencia. Entramos por Nueva York –“Ante un mundo humano tan cambiante, ninguna forma de conocimientos y de previsión parece posible, si no está basada en una exhaustiva acumulación de datos, de sondeos estadísticos minuciosos, cada vez más minuciosos, que terminan hundidos y liquidados en un mar de cifras, respuestas y noticias que ya no se pueden relacionar, que ya no significan nada…”-, y nos llegaremos a las ciudades más importantes del país: Chicago, San Francisco, Las Vegas, Nueva Orleans… Iremos haciendo un análisis bastante social, pues la mirada de Calvino atiende a los estratos que impone la economía, con una sensibilidad extranjera, lo cual, en este caso, significa que sólo alguien de fuera puede ver el cuadro completo.

Y esta visión exterior nos acompañará todo el viaje. Calvino no puede evitar cotejar el país que visita con el peso cultural, social, de costumbres y prioridades, en que nadan los habitantes de la vieja Europa. Es cierto que intenta comprender, por encima de todo, y que trata de evitar que su formación y su origen sirvan para hacer ningún tipo de valoración. Pero también es cierto que de vez en cuando debe permitir aflorar ese sustrato, porque no puede negar al lector quién es el viajero al que lee. Ese viajero que siente que está caminando sobre un país en el que se impone el reduccionismo de llevar todo a sus términos más simples:

«Dividiría el reino de la idiotez en dos categorías: la patriótica y la no patriótica. Por idiotez patriótica entiendo también la religiosa, la familiar y toda aquella que se valga de un respeto “sacro” para inhibir en la gente la capacidad de burla. Con no patriótica me refiero a toda aquella idiotez de la que uno puede ironizar y que uno puede criticar, aquella que es válido parodiar y todo lo que pertenece al teatro de lo “profano”.

«La realmente peligrosa es la primera. La tarea del intelectual es luchar sin tregua contra ella y restringir los ámbitos de la negatividad dirigida a fortalecer reverencias “sagradas” de todo tipo. Los niños se encargan de luchar contra la segunda.»

martes, 7 de diciembre de 2021

EFÍMERA 2021

 

Efímera Librería Pop-Up 2021

II Edición de la tienda pop up de editoriales independientes


¿En qué consiste la tienda pop-up literaria 2021?

Efímera Pop-Up store es una librería pop-up de editoriales independientes destinada a satisfacer las necesidades lectoras de aquellas personas que disfrutan con la literatura arriesgada, salvaje y valiente -como sus editores-, es decir, con propuestas desligadas de lo convencional.

Efímera abre sus puertas un único día: el sábado 11 de diciembre de 2021, de 10 a 22 horas, en la travesía Pinos Alta 7 de Madrid. Será, sin duda, el evento literario de la edición independiente de la Navidad. Mas de 30 editoriales que publican narrativa y poesía, participan de esta experiencia con sus catálogos completos.

Pero Efímera Librería pop-up es mucho más que un espacio de venta: los editores presentan sus proyectos directamente a los lectores y se visibiliza el trabajo de editoriales que trabajan de manera independiente.
El evento es una oportunidad de explorar un mercadillo navideño literario sin igual en Madrid y los asistentes pueden encontrar los regalos de Navidad perfectos para los lectores que buscaban los títulos con más personalidad.


Fecha y lugar

11 de diciembre de 2021

Efímera Librería pop-up en la travesía Pinos Alta, 7, Madrid



https://efimeraliteraria.com/efimera-libreria-pop-up-edicion-2021/



viernes, 3 de diciembre de 2021

TAN ALTO EL SILENCIO (2)

Tan alto el silencio

Ricardo Martínez Llorca

Punto de vista

Madrid, 2021

200 páginas


Por Juan Luis Conde



Texto leído en la presentación de la obra.

Buenas tardes.

Cualquier motivo es bueno siempre para volver a Salamanca, pero el pretexto por el que hoy me encuentro entre ustedes es, además, una satisfacción y un auténtico honor.

Presentar la primera novela de Ricardo Martínez Llorca, que podía haberse convertido en una de esas pejigueras que la vida te pone por delante en razón primero de un paisanaje y segundo de coincidir con el mismo editor, y que uno tendría que salvar disimulando el compromiso lo mejor que puede, se ha transformado en una ocasión especial que no me gustaría por nada de este mundo haberme perdido.

La publicación de Tan alto el silencio bien puede ser una fiesta para todos los paisanos del autor, pero es, ante todo, una fiesta para los buenos lectores sea cual sea su procedencia.

Basta leer las primera citas y lemas (de René Char, de Celaya, de Spinoza), basta casi con el título, para aceptar la paradoja de que, a pesar de que habla de lo alto de las cumbres, el autor de esta novela va a lo hondo, va a las profundidades: por actitud y por tema dista de una cierta mirada generacional que triunfa en este país tanto como el Everest o la fosa de las Marianas distan de la línea de playa.

Por si alguna duda quedaba, cuando se entre en el texto propiamente dicho se topa uno de bruces con dos frases iniciales: "Yo pensaba que mi hermano era inmortal. Nunca sabré por qué, o nunca querré saberlo".

"Morir" y "saber": la muerte y el conocimiento-esos son los dos temas desde el principio. Dos temas grandes, serios, profundos... para hablar de los cuales hace falta un atuendo poco acorde con los diseños de pasarela.

Y es que tan pronto como nos damos cuenta cabal de qué va esto, sentimos un escalofrío: lo que tenemos delante es, dicho con una crudeza que tal vez a algunos pueda parecer excesiva, una autopsia -una autopsia emocional y moral, una autopsia que se desarrolla intensa y precisa como una liturgia, y en la que (y esta es la fuente del estremecimiento) colabora el cadáver.


Donde hubo una vida hay una muerte y estamos mirando dentro.

Esa intervención a la que el narrador o forense se entrega con fervorosa minucia, y por la que tiene que avanzar enjugándose de cuando en cuando las lágrimas, permitirá al lector descubrir por qué, cómo y de qué condición es esa pasión que (desde el punto de vista de cualquier persona decente) se presenta como una chaladura: el amor por la escalada de alto riesgo; nos enseña, remetido entre los pliegues más profundos de un organismo, su pulsión autodestructiva (la "suave necesidad interna de morir", según las ya no sabe uno si decir propias palabras del narrador o diagnóstico del forense).

La pureza de su origen es lo que nos hace sospechar sobre cuál de los dos puntos de vista está en definitiva más comprometido con la vida: si esas actividades de "tarados" (como dicen unos senderistas ataviados a la última y que como en ciertos movimientos de Mientras agonizo, vienen a ofrecer una mirada exterior sobre un cuadro que se comenta siempre desde dentro) -si esas chifladuras, digo, no son más respetables que toda la respetabilidad que merezca el "sentido común", por otra parte tan hortera.

Hay una reversión en el auténtico "sentido del miedo": el espanto que manifiesta este hombre común a la vista de un rápel es correspondido sobradamente por esos muchachos (franceses casi todos) dispuestos a arriesgar la vida en el ventisquero, pero con horror a la paternidad al sedentarismo -una gente para quienes lo inconcebible y sobrecogedor (hasta cierto punto el papel de un héroe incomprensible) es el probo funcionario-padre-oficinista como cualquiera de nosotros, dispuesto a repetir el mismo acto de rutina, sumisión y seguridad día tras día hasta que el fin tenga a bien llegar.

Es verdad que esa lenta operación que ya no necesita anestesia nos reserva alguna sorpresa para el final (por ejemplo, ese golpe irónico de que el muerto no se murió de lo que debería haberse muerto, sino precisamente cuando el fin tuvo a bien llegar). Pero que nadie piense que le he chafado la novela por contar el final: a la segunda línea el lector ya sabe de qué va todo: a partir de ahí sólo queda leer y conmoverse. Nada de suspense, nadad de intriga o thrilling de ninguna especie. Tan ajena de las novelas a la moda por su lejanía de la superficie, lo está también por su desprecio a lo argumental.

Tan alto el silencio es una novela antiargumental, que no pretende seducir la curiosidad con una historia alucinante y enrevesada que da mil vueltas para confundir, despistar o atolondrar al lector.

Lo que la novela, en cuanto texto, se propone, es construir con palabras la montaña y sus emociones. Y para ello se sirve de un lenguaje que siempre quiere elevar la narración, arrugarla y afilarla como si se tratase de la propia superficie de la tierra.

Para erigir ese paisaje hace falta fuerza, potencia, carácter. Destacar una por una la solidez de sus imágenes, la fortuna artística de su trabajo en ese sentido, nos llevaría demasiado tiempo (un tiempo que, a fin de cuentas, nunca podría sustituir el que cada uno de los presentes está invitado a pasar degustando la lectura).

Se discutirá si es una novela lírica o épica o elegíaca, pero se estará siempre de acuerdo en que hay poesía.

Al servicio también de su labor de construcción está una estructura libérrima, un planteamiento que da envidia por su simplicidad y expresividad: el mero contagio basta para expandir narrativamente, igual que avanza una humedad en cuanto el agua toca el yeso.

El autor es libre, en fin, no porque su tarea sea provocar gratuitamente erecciones o dolores de cabeza en sus lectores, sino porque (a diferencia de quienes creen que, literariamente, cualquier causa vale) Ricardo Martínez Llorca sabe que lo primero es elegir bien la causa y que, entonces sí, al servicio de esa causa, todo puede valer.

No me queda más que felicitar a Ricardo y darle la enhorabuena por ser tan atinado y honesto con la literatura, y las gracias por habernos regalado una novela no sé si inolvidable, pero que seguro no querremos olvidar.

Muchas gracias

PARISIA

 

Parisia

Damián Cordones

El Transbordador

Málaga, 2021

130 páginas

 


Hubo un tiempo en que los albañiles dejaron de cantar canciones de Juanito Valderrama y las botellas de Anís del Mono comenzaron a no ser tan populares.

Digamos que en este país se abrían caminos hacia el optimismo, mientras los gritos ibéricos -los que cantaban los goles o desafiaban a los machos de otros países- iban perdiendo fuerza. Se intentaba eliminar la penumbra con la misma decisión con la que se intentaba eliminar el hambre, los jóvenes empezaron a pasearse en Vespino y las turistas hacían top-less en las playas. La misa de doce de los domingos tenía una función más social que religiosa, porque la religión ya no conseguía meter miedo: los convencidos de que no había Dios eran tan numerosos como sus seguidores, y éstos comenzaban a sospechar que su fe era, en realidad, una cuestión de hábito.

En esos años, y no por casualidad, ambienta Damián Cordones (Arjnilla, Jaén, 1980) su última novela, Parisia, cuyo título se debe a la urbe que era entonces el ideal de modernidad, el ideal de libertad, el centro del mundo, de la sabiduría, de la inteligencia y de la cultura: París. En un tiempo brevísimo el país tuvo que superar la infancia, la pubertad y la adolescencia, e incluso tratar de superar lo que viene después de la adolescencia para llegar a la senectud, que es esta época mal tallada en la que se recuperan los caprichos de la infancia. Es cierto que hay un trasfondo de crítica a lo carpetovetónico en esta obra, en que los personajes juegan, con un infantilismo total, pero con el poder de los adultos, a no ser más españoles, a emular la época dorada francesa, la era de Luis XVI. Por ahí rondan el cardenal Richelieu e incluso un soldado llamado Napoleón. Estos individuos comenten el delito de delirar y dejarse arrastrar por el delirio. En un lugar del Algarve, huyendo de un país que no quieren ver cambiar, que se niegan a reconocer si se acometen los cambios que predicen, alucinan con la instalación de un reino. Reflotan un balneario y convierten a las piscinas en piscifactorías, se reparten los cargos y se instauran unas leyes que están tan escritas y son tan firmes como las de los juegos que improvisan los niños.

La simulación terminará por comerse a los protagonistas. Dejarán de ser actores para ser marionetas del teatro, marionetas sin manipulador, es decir, desnortadas: no hay otra ruta que no sea la de los caprichos. Y estos llevan al disparate. Narrado en un presente verbal y con frases sencillas, cortas, sin complicaciones, Cordones teje una novela entretenidísima que nos hace cuestionarnos en qué consiste la madurez, la individual y la social, enfrentándonos a lo que nos gustaría haber sido, al mismo tiempo que no abandonamos al niño que nos gustaría seguir siendo. Y lo que parece una comedia terminará por ser, inevitablemente, un drama.       

miércoles, 1 de diciembre de 2021

EL LIBRO DE LA ALMOHADA

 

El libro de la almohada

Sei Shònagon

Traducción de Jesús Carlos Álvarez Crespo

Satori

Gijón, 2021

410 páginas

 


Cuando llueven ladrillos de canto, uno debe plantearse si la alegría de vivir no puede brotar de algún lugar del estercolero en que se le va convirtiendo el interior.

 La salvación no consiste tanto en conseguir el bienestar como en saberse en la lucha contra el desánimo. El hombre ha creado una serie de recursos que nos ayudan, la mayoría de ellos vinculados a alguna de las expresiones del arte: la literatura, el teatro, el cine -ahí estará, siempre, Cantando bajo la lluvia-. Pero también está la naturaleza y la capacidad de observar la naturaleza, que es también una versión artística propia del hombre, y la adaptación de la naturaleza a las dimensiones del hombre, eso que conocemos por jardinería. La alegría de vivir no tiene por qué venir en un envase de euforia como se expresa en la película de Stanley Donen y Gene Kelly, pues existe otra de carácter más apolíneo, de diferente intensidad, que se extiende a lo largo de los demasiados días y las demasiadas noches que nos toca vivir.

A esta suerte de felicidad, de alegría, de descrédito del desánimo pertenece El libro de la almohada o, para ser más exactos, pertenece la lectura que hoy podemos hacer de El libro de la almohada. Llega a ser desconcertante el encanto que refleja, con una sencillez maravillosa, Sei Shònagon, una mujer japonesa que vivió en el siglo X, en el periodo Heian. Y si sostenemos que desconcierta es porque el libro nos confronta con la realidad, con la calle, que se ha transformado en un monstruo de siete cabezas en el que está ausente la sensibilidad conmovedora de nuestra mujer. Shonagon es una noble que va tomando nota de todo lo que pueden abarcar sus sentidos, que están perfectamente dispuestos a estremecerse en un grado que no cesa, es decir, que no es exagerado, pero es constante. Aquí algunos ejemplos, tomados de algunas de las enumeraciones:

“COSAS DESALENTADORAS. Un perro ladrando en pleno día. Una trampa de cañas para capturar peces de invierno que se ha abandonado hasta la primavera. Un kimono de color ciruela y rosa cuando entrada ya la tercera o cuarta luna. Un boyero al que se le ha muerto el buey (…) Un brasero cuadrado y largo un hogar sin fuego encendido. Un erudito con un montón de hijas.”

“COSAS QUE HACEN QUE EL CORAZÓN LATA CON RAPIDEZ. Un gorrión con sus polluelos. Pasar por delante de un sitio donde hay niños pequeños jugando. Encender un incienso excelso y acostarte sola para dormir.”

“COSAS REFINADAS Y ELEGANTES. El sobretodo de una joven noble de color blanco sobre un violeta-gris pálido. Los huevos de ánade. Hielo raspado con un sirope dulce de parra virgen y servido en un cuenco nuevo de metal brillante. Un rosario de cristal de roca. Las flores de la glicinia. La nieve sobre las flores del ciruelo.”

“COSAS PERTURBADORAS. La madre de un bonzo que se retira a la montaña por espacio de doce años. Los vasallos que acompañan a su señor a un lugar desconocido durante una noche sin luna para evitar ser vistos. No hacen fuego, simplemente se sientan en fila y esperan nerviosos en la oscuridad hasta que él vuelva.”

Es posible que se transmita un cierto talante aristocrático en tanta exquisitez, y es muy probable que esa sea la razón por la que Borges adoraba este libro. De hecho, en España no hemos conocido una edición completa hasta hoy, en que Satori ha preparado este volumen que será uno de los mejores regalos que podremos hacer, pues hasta ahora la edición más popular era una incompleta selección de textos elaborada y traducida por el propio Borges.

Pero será esta aristocracia, por otra parte, la que también nos desconcierte. Da la sensación de que la belleza y el amor no están hechas para otra clase que no sea la suya, la noble. Y, tal vez, tampoco la moral o el sentido espiritual con que se puede afrontar la existencia para transformarla en vida. Shònagon nos habla de una sociedad refinada, tierna, ociosa y entregada a los rituales y las ceremonias, una sociedad contemporánea de un occidente oscuro y sucio. Las imágenes que nos transmite esta lectura, comparadas con las imágenes de lo que imaginamos era el siglo X en Europa, nos llevan a pensar en una cultura superior, si por superior entendemos una entrega a la estética y lo que ello supone: mejorar la convivencia y fomentar el respeto. Todo es más lento, e imaginamos que es porque se lo pueden permitir. Pero eso es un prejuicio occidental y del siglo XXI. Shònagon nos recuerda que la velocidad a la que se abre una flor, la velocidad a la que crece un cerezo, sigue siendo posible hoy en día. Ahora bien, de vez en cuando aparecen en el libro los albañiles, los jardineros y hasta las limpiadoras de letrinas. ¿Viven ellos con otro tipo de sobresaltos? ¿Estará reservada para ellos la alegría del sobresalto, como, por ejemplo, la que facilita el alcohol?

Pero no es esa lectura política, social, la que se impone. Está al fondo, sí, pero muy detrás de la belleza de las descripciones, de la sutileza de las relaciones, de la sensibilidad a flor de lectura, de la tranquilidad de los jardines. Ese encuentro, delicioso, hace de esta lectura una experiencia conmovedora. Y que deseemos que ese mundo que describe, el hermoso, delicioso, encantador, es el que queremos para todos.