viernes, 3 de diciembre de 2021

TAN ALTO EL SILENCIO (2)

Tan alto el silencio

Ricardo Martínez Llorca

Punto de vista

Madrid, 2021

200 páginas


Por Juan Luis Conde



Texto leído en la presentación de la obra.

Buenas tardes.

Cualquier motivo es bueno siempre para volver a Salamanca, pero el pretexto por el que hoy me encuentro entre ustedes es, además, una satisfacción y un auténtico honor.

Presentar la primera novela de Ricardo Martínez Llorca, que podía haberse convertido en una de esas pejigueras que la vida te pone por delante en razón primero de un paisanaje y segundo de coincidir con el mismo editor, y que uno tendría que salvar disimulando el compromiso lo mejor que puede, se ha transformado en una ocasión especial que no me gustaría por nada de este mundo haberme perdido.

La publicación de Tan alto el silencio bien puede ser una fiesta para todos los paisanos del autor, pero es, ante todo, una fiesta para los buenos lectores sea cual sea su procedencia.

Basta leer las primera citas y lemas (de René Char, de Celaya, de Spinoza), basta casi con el título, para aceptar la paradoja de que, a pesar de que habla de lo alto de las cumbres, el autor de esta novela va a lo hondo, va a las profundidades: por actitud y por tema dista de una cierta mirada generacional que triunfa en este país tanto como el Everest o la fosa de las Marianas distan de la línea de playa.

Por si alguna duda quedaba, cuando se entre en el texto propiamente dicho se topa uno de bruces con dos frases iniciales: "Yo pensaba que mi hermano era inmortal. Nunca sabré por qué, o nunca querré saberlo".

"Morir" y "saber": la muerte y el conocimiento-esos son los dos temas desde el principio. Dos temas grandes, serios, profundos... para hablar de los cuales hace falta un atuendo poco acorde con los diseños de pasarela.

Y es que tan pronto como nos damos cuenta cabal de qué va esto, sentimos un escalofrío: lo que tenemos delante es, dicho con una crudeza que tal vez a algunos pueda parecer excesiva, una autopsia -una autopsia emocional y moral, una autopsia que se desarrolla intensa y precisa como una liturgia, y en la que (y esta es la fuente del estremecimiento) colabora el cadáver.


Donde hubo una vida hay una muerte y estamos mirando dentro.

Esa intervención a la que el narrador o forense se entrega con fervorosa minucia, y por la que tiene que avanzar enjugándose de cuando en cuando las lágrimas, permitirá al lector descubrir por qué, cómo y de qué condición es esa pasión que (desde el punto de vista de cualquier persona decente) se presenta como una chaladura: el amor por la escalada de alto riesgo; nos enseña, remetido entre los pliegues más profundos de un organismo, su pulsión autodestructiva (la "suave necesidad interna de morir", según las ya no sabe uno si decir propias palabras del narrador o diagnóstico del forense).

La pureza de su origen es lo que nos hace sospechar sobre cuál de los dos puntos de vista está en definitiva más comprometido con la vida: si esas actividades de "tarados" (como dicen unos senderistas ataviados a la última y que como en ciertos movimientos de Mientras agonizo, vienen a ofrecer una mirada exterior sobre un cuadro que se comenta siempre desde dentro) -si esas chifladuras, digo, no son más respetables que toda la respetabilidad que merezca el "sentido común", por otra parte tan hortera.

Hay una reversión en el auténtico "sentido del miedo": el espanto que manifiesta este hombre común a la vista de un rápel es correspondido sobradamente por esos muchachos (franceses casi todos) dispuestos a arriesgar la vida en el ventisquero, pero con horror a la paternidad al sedentarismo -una gente para quienes lo inconcebible y sobrecogedor (hasta cierto punto el papel de un héroe incomprensible) es el probo funcionario-padre-oficinista como cualquiera de nosotros, dispuesto a repetir el mismo acto de rutina, sumisión y seguridad día tras día hasta que el fin tenga a bien llegar.

Es verdad que esa lenta operación que ya no necesita anestesia nos reserva alguna sorpresa para el final (por ejemplo, ese golpe irónico de que el muerto no se murió de lo que debería haberse muerto, sino precisamente cuando el fin tuvo a bien llegar). Pero que nadie piense que le he chafado la novela por contar el final: a la segunda línea el lector ya sabe de qué va todo: a partir de ahí sólo queda leer y conmoverse. Nada de suspense, nadad de intriga o thrilling de ninguna especie. Tan ajena de las novelas a la moda por su lejanía de la superficie, lo está también por su desprecio a lo argumental.

Tan alto el silencio es una novela antiargumental, que no pretende seducir la curiosidad con una historia alucinante y enrevesada que da mil vueltas para confundir, despistar o atolondrar al lector.

Lo que la novela, en cuanto texto, se propone, es construir con palabras la montaña y sus emociones. Y para ello se sirve de un lenguaje que siempre quiere elevar la narración, arrugarla y afilarla como si se tratase de la propia superficie de la tierra.

Para erigir ese paisaje hace falta fuerza, potencia, carácter. Destacar una por una la solidez de sus imágenes, la fortuna artística de su trabajo en ese sentido, nos llevaría demasiado tiempo (un tiempo que, a fin de cuentas, nunca podría sustituir el que cada uno de los presentes está invitado a pasar degustando la lectura).

Se discutirá si es una novela lírica o épica o elegíaca, pero se estará siempre de acuerdo en que hay poesía.

Al servicio también de su labor de construcción está una estructura libérrima, un planteamiento que da envidia por su simplicidad y expresividad: el mero contagio basta para expandir narrativamente, igual que avanza una humedad en cuanto el agua toca el yeso.

El autor es libre, en fin, no porque su tarea sea provocar gratuitamente erecciones o dolores de cabeza en sus lectores, sino porque (a diferencia de quienes creen que, literariamente, cualquier causa vale) Ricardo Martínez Llorca sabe que lo primero es elegir bien la causa y que, entonces sí, al servicio de esa causa, todo puede valer.

No me queda más que felicitar a Ricardo y darle la enhorabuena por ser tan atinado y honesto con la literatura, y las gracias por habernos regalado una novela no sé si inolvidable, pero que seguro no querremos olvidar.

Muchas gracias

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