lunes, 30 de diciembre de 2019

LA NATURALEZA DEL SILENCIO


La naturaleza del silencio
Suso Mourelo
La línea del horizonte
Madrid, 2019
216 páginas

“Si fuera capaz, querría escribir solo aire.”
La frase es la mejor declaración de intenciones que refleja el libro que tenemos entre manos. Se trata de un lamento contra la contradicción de escribir, con unas palabras que leídas en voz alta rompen el silencio, y mantenerse en observación, a la espera, ser en tanto que uno atiende y no que uno actúa. Ser en tanto que uno se ve afectado por lo que percibe, con todos los sentidos a la vez, con la mirada tan fina como la piel, con el olfato tan delicado como el oído. Suso Mourelo (Madrid, 1964) busca su “tiempo de intimidad y complicidad con el silencio” practicando aquello que empaña su temperamento y que conocemos como literatura: se sincera a través de las palabras. Ha viajado a cuatro aldeas en diferentes puntos de España -Pirineos, Cáceres, Jaén, León-, y en cada lugar ha escrito un dietario sentimental del que nos llegan las palabras, las expresiones, las sensaciones, destiladísimas. La condición del destino es que tuviera menos de cien habitantes y un bar, es decir, que en pocas semanas pudieras conocer a todos los habitantes, e intimar con ellos en el lugar de encuentro donde se ponen las conciencias sobre el tapete de la mesa.
El libro está escrito en pura escala humana, sin sobresaltos, sin superlativos, a pesar de toda la admiración que contiene. Mourelo vaga cuando es caminante, y también cuando ejerce la meditación. Y en ambas funciones nos deja con las preguntas a flor de labios, porque vivir no es encerrarse en respuestas, esas que solo son firmes cuando uno se ancla a los lugares comunes. De hecho, si uno rastrea las afinidades de este texto, se encontrará con grandes autores que han hilvanado su obra en ese terreno; por aquí respira Pessoa y se elogia a Thoreau, se sigue la senda de John Berger y se siente la inspiración de Tournier, se cita a Juan Gelman y, como no puede ser menos en el caso de Mourelo, que habita buena parte de sus días y sus noches en Japón, se refleja el mismo tipo de lirismo que aparece en las obras de Kawabata o en los poemas de Matsuo Basho. Tal vez engañe en entorno rural y queramos confundir este libro con la ruta que abrió Cela en su Viaje a la Alcarria, y que otros autores españoles han seguido. Pero Mourelo, a diferencia de ellos, es habitante, no visitante, o al menos ejerce todo su poder de fascinación en tratar de serlo. Se trata de alguien cuyo espíritu inquieto puede situarlo al borde de la neurosis, pues uno tiene la sensación, mientras lee sus emociones, de que está a punto de romperse emocionalmente. Pero se ancla a la literatura como el escalador a la cuerda que le salva del vacío.
Sus escapadas a la soledad son queridas, en todos los sentidos del término, pretenden sosiego, a pesar de los embates de un destino que no dominaremos, y se presentan como una resolución a la vehemencia, aunque, eso sí, una vehemencia con demasiada ternura como para cuestionarnos que se trate de alguna rara versión de la misma. Mourelo es un gran observador y un buen memorialista, de hecho, es un observador y un memorialista diletante. Y nos regala esa sensación que necesitamos en espacios urbanos, la que nos enseña que el tiempo no tiene por qué transcurrir tan deprisa. Hay algo crepuscular y algo de esperanza en estos tránsitos por las aldeas. Hay bastante lirismo, pero también una épica destinada a quienes peregrinan por estos paisajes, sobre todo a quienes han peregrinado allí para siempre. Oye a los demás y luego escucha su silencio, confiesa, y confiesa que para él eso es sentir, antes de recordarnos las enseñanzas del maestro: “Thoreau dejó escrito que Walden pretendía ser un texto medicinal, una ayuda para encontrar lo verdadero y la felicidad”. Gracias por esta nueva dosis, por volver a alterarnos la memoria.

miércoles, 25 de diciembre de 2019

HEIDA


Heiða
Steinunn Sigurdardótir
Traducción de Enrique Bernardéz
Capitán Swing
Madrid, 2019
319 páginas

Uno debe acostumbrarse a vivir con el miedo de los demás, porque resulta inevitable vivir con el propio, ese que no reconocemos, ese que creemos que es sensatez, ese que justificamos, ese que, a la hora de la verdad, nos impide arrojarnos a los brazos de lo que nos haría felices. Si hay una cualidad que caracteriza a la gente, esa es la cobardía. Al valiente termina por aislársele, porque lo más cómodo es subirse al carro de la corriente común. La hipótesis no es nueva y está en la pieza literaria más digna de la historia: El traje nuevo del emperador. ¿Qué sucedió con el niño que comenzó a gritar la denuncia? Es más probable que recibiera un castigo al llegar a casa que una medalla por parte de los representantes del pueblo. Si es que el pueblo quería que alguien les representara. A pesar de ello, seguimos queriendo que existan esos niños, aunque solo sea como ficción.
Pero esos niños existen, marginados y en lugares apartados, donde no molesten, lejos del desfile de lo cotidiano, de los tópicos, de la cobardía a la que llamamos cordura. Heiða es una mujer que pertenece a esa estirpe, alguien potente, rompedor, alguien que renueva la intención de ser humano, alguien que nos reconcilia con la idea de que es posible vivir sin miedo. Heiða es una mujer islandesa que vive en una granja, defiende el territorio contra el acoso de las empresas energéticas, labra la tierra, ama a sus perros, reconoce las cuatro estaciones y comparte momentos con intensidad. Es una persona a la que los elementos no la han favorecido, excepto, dirían los cobardes, por haber sido agraciada con el don de la belleza, y que hace una demostración de resiliencia en cada movimiento, que ejecuta con una elegancia nórdica y natural. Al menos eso es lo que se deduce de este libro, escrito por la periodista Steinunn Sigurdardótir, tras múltiples encuentros con la protagonista. La estrategia de escritura es la desaparición, dejando que sea la voz de Heiða la que se vaya expresando, y que lo haga de una forma nada artificial, de ahí esa fragmentación, tan fácil de reconocer como la propia de la memoria.
Heiða comenzará desmitificando la infancia como patria romántica y terminará por desmitificar el mito del Beatus Ille, a pesar de lo cual se reconoce tanto en su pasado, con el que está mejor reconciliada que cualquiera que haya pasado cinco años en el diván vienés, y no quiere separarse de su contacto rural, de su contacto naturalista. Pues dentro del movimiento ecologista, ella es más naturalista que conservacionista, es decir, cree que es posible la convivencia del hombre con el paisaje. Y así vamos asistiendo, poco a poco, a la construcción de una dignidad, de una abnegación, de una pureza, incluso cuando confiesa sentirse como un barco a la deriva en un mar de dudas. Y esa es una cualidad que tienen los pocos valientes, pues los cobardes, que son los que creemos sensatos, los que creemos cuerdos, jamás reconocerían que la incertidumbre es parte inevitable de saber vivir: ellos lo tienen todo muy claro, ellos se salvan y justifican su salvación, caiga quien caiga. Heiða no. Heiða es otra maestra vital, otra hija del niño que nos descubrió que el emperador está desnudo.


jueves, 19 de diciembre de 2019

SAVAGE COAST


Savage Coast
Muriel Rukeyser
Traducción de Milo Krmpotic
Rata Books
Barcelona, 2019
394 páginas

En las primeras páginas de La cartuja de Parma, el protagonista, Fabrizio del Dongo, se pierde en la batalla de Waterloo, hasta el punto de ignorar si se encuentra en el epicentro del caos o en la periferia. La sensación que consigue transmitir Stendhal es la fragmentación para el individuo, en contra de todo lo que dictan los libros de historia y los mapas de estrategias militares, a lo que cabe añadir la postergación perpetua: ¿habrá tenido lugar la verdadera batalla y cada uno de los que participan en ella desconoce hasta qué punto fue batalla? ¿Cuándo asistiré y participaré del combate? ¿Cómo será el combate? Pero la suma de impresiones individuales no bastará para definir, como se define en los mapas militares y en los libros de historia, cada riesgo asumido en cada batalla. Algo semejante sucede en este Savage Coast (cuya traducción sería Costa Brava, aunque el editor, con acierto ha optado por mantener el título original), en la que la protagonista se acerca a la Guerra Civil española para no conseguir entender qué está sucediendo. El efecto de ignorar si ya están en marcha las batallas y las represalias se produce por la distancia desde la que asiste a la información, encontrándose, sin embargo, en medio del fragor de un hecho que cambia el rumbo de las historias personales.
Helen, que es el alter ego de la autora, Muriel Rukeyser, viaja a Barcelona con intención de asistir a la Olimpiada Popular que se organiza en paralelo a la oficial, la que tiene lugar en Alemania, a modo de compensación y protesta por el régimen nazi. La Olimpiada en cuestión no tendrá lugar, como no tiene lugar la visita al castillo de K., el agrimensor que protagoniza la novela de Kafka que lleva ese título, El castillo. Dado el carácter autobiográfico que subyace a la novela, no parece haber un planteamiento en el que se busque una acción redonda, un esquema circular, una sucesión de hechos que se vayan cerrando. La intención, más bien, es la de reflejar que la vida consiste en una sucesión de hechos que se nos presentan a trozos, incompletos, sin fraguar. Porque la vida es lo que va sucediendo mientras esperamos a que venga ese relato de nuestra vida que le dará una estructura de Western y consiga que, al final, los fragmentos cobren sentido. Pero nada tiene otro sentido que no sea el mero suceso y estos transcurren a toda velocidad, alterando constantemente los minutos de la protagonista, que ve pasar su vida colmándose de miedos: el miedo a quedarse sola y el miedo a quedarse encerrada, aunque esté rodeada de gente y aunque se encuentre mirando el paisaje a través de la ventanilla del tren. La realidad social son instantes y esta obra nos regala muchos que sirven como documento, al margen del viaje al interior de la protagonista o, lo que en este caso es lo mismo, de la confesión íntima y abierta de Muriel Rukeyser, que consigue no desgarrarse frente al acoso que el terror ejerce sobre su capacidad de compasión.

martes, 17 de diciembre de 2019

DESIERTO SONORO


Desierto sonoro
Valeria Luiselli
Traducción de Daniel Saldaña París y Valeria Luiselli
Sexto Piso
Madrid, 2019
450 páginas

En el año 1212 miles de niños se embarcan en Niza en dirección a Tierra Santa, con intención de protagonizar una quinta cruzada y recuperar, a sangre y fuego, el territorio para la cristiandad. Entre las leyendas de las apariciones de Jesucristo y el exilio de campesinos pobres, los motivos de este hecho quedan vagando en hipótesis sin resolver, pero el viaje ha quedado grabado como uno de los episodios más siniestros de la historia. Sobre los lomos de este mal, el de la tortura infantil de los niños desheredados de sus raíces, Valeria Luiselli (Ciudad de México, 1983) construye la parte más interesante de esta novela, de este Desierto sonoro, que ha sido tan celebrada y cuyo éxito confiamos en que siga batiendo las librerías.
El verdadero espíritu del libro se puede identificar en una de las confesiones de la narradora al principio de la obra: “Esa noche fue nuestra fundación: fue la noche en que nuestro caos se convirtió en cosmos”. Para organizar el caos y el cosmos (que ya en sí es un sistema caótico, pues no hay equilibrio sideral que no surja tras el capricho de los accidentes) de la familia protagonista, Luiselli idea un viaje, es decir, una huida. Los protagonistas conforman una familia sin lazos de sangre cerrados: un padre y un hijo que conviven con una madre y una hija. Se trata de un matrimonio en una suerte de crisis bastante natural, sin dramas, y unos niños en los que destaca la curiosidad y la intriga, como subidos al coche sin fuerza y sin explicaciones convenientes. En teoría, durante el viaje se grabará un documental a basa de sonidos. Este dato resulta chocante, una paradoja social, en un mundo en que lo visual se impone también e incluso entre lo audiovisual.
El viaje se divide en etapas, pero sobre todo en impresiones. La narradora va desgranando cada paso con una extraña combinación de parsimonia y premura, como si supiera que tiene que llegar al destino, pero desconoce la esencia de ese sitio en el que terminará dando con sus huesos. Y mientras tanto, mientras se vive el viaje en el que la comunicación entre los miembros de la familia no es nada compacta, en el que la familia va improvisando el falso orden cósmico de su caos, se insertan referencias a los viajes más humillantes, más desgarradores: los exiliados, los inmigrantes, los refugiados y los indios americanos en el momento de su exterminio. Cobran protagonismo El tren de la bestia, sobre el que niños se suben para cruzar el territorio mexicano con intención de llegar, muertos de hambre y cubiertos de polvo, a la frontera con Estados Unidos. Y cobra protagonismo algún libro como El señor de las moscas, cuya intención es la denuncia y se vale de almas infantiles para resultar más contundente.
Como hemos comentado, tal vez sea esta la parte más intensa de la novela, un texto escrito a partir de lecturas excepto cuando hace referencia a esa parte de la realidad social: el cosmos de la sociedad civilizada aparenta orden al generarse un equilibrio, funcional y de puro espejismo, compensando la desolación de los peores viajes que tienen lugar en el mundo contemporáneo. Podríamos estar hablando de una novela de carretera y en buena medida como tal se ha leído. De ser así, su espíritu no es tan potente como pensamos que podría haber sido, pues la imaginación no alcanza a sacudirnos y se nota que pertenece al nuevo género del siglo XXI, ese en el que la literatura se cimenta sobre la literatura, en lugar de sobre las experiencias, propias y ajenas, que nos aturden en la vida. Pero la región de denuncia que va conviviendo con el texto, nos mantiene a salvo durante la lectura, nos recuerda que estamos leyendo una novela cuyo fin va más allá de una distracción. De ahí que esta voz, casi neutral como registro y casi lírica para impactar, se sostenga con éxito a lo largo de tantas páginas.

jueves, 12 de diciembre de 2019

HÉROES DE LA ANTÁRTIDA


Héroes de la Antártida
Javier Cacho
Fórcola
Madrid, 2019
355 páginas

¿Existe la literatura geográfica? Javier Cacho (Madrid, 1952) está empeñado en demostrar que la geografía no es una ciencia, o al menos no lo es en el mismo sentido en el que se nos inculcan las ciencias en las academias. Todos sabemos que la literatura histórica refleja los efectos de la historia, pero no la reseña puramente, como se reseña en los libros de texto. Y Javier Cacho nos acerca a una visión semejante en literatura geográfica. Es cierto que hay historia, sobre todo en esta última entrega, en sus Héroes de la Antártida, pero la lectura de los relatos es de un corte de viaje, de aventura, de valor, en función de las condiciones y los descubrimientos de una tierra hostil, fría, dura y magnética. Para Javier Cacho los lugares extremos, los polos geográficos, son a la vez el Edén y el Antiedén, que se puede asemejar al infierno, pero, a diferencia de éste, hay almas capaces de adorarlo.
El libro nos aproxima a la historia de los navegantes y exploradores que se acercaron hasta el continente de la Antártida en una época en la que se desconocía su existencia, en una época en la que todavía se pensaba que más allá de los límites de los mapas conocidos podía haber abismos y dragones. Los abismos resultaron ser farallones blancos, algunos de cien metros de altura, y los dragones una fauna en la que destacaban las focas y las ballenas. Ambos animales, su caza y su explotación, marcaron décadas, condicionaron viajes y supusieron destinos de miles de almas que, ahora se nos antoja que a la desesperada, marcharon a buscar fortuna en aguas tormentosas. Pero antes de llegar a algo que podríamos llamar exploración comercial, y que supone alguno de los capítulos más emotivos del libro por la implicación ecológica que nos maldice al mirar por encima del hombro, Javier Cacho nos habla de los que se atrevían a abrir fronteras, a encender la luz para explorar el final del túnel. Y mientras leemos estas aventuras, con sus desdichas y sus reconocimientos escondidos, no podemos dejar de preguntarnos qué motivación utilizaban como combustible los exploradores. El libro no intenta explicarnos la consistencia de espíritu, la condición humana o los demonios que se apoderaban de estos héroes. En ese sentido, Javier Cacho acierta al mantener un carácter de registro, exhaustivo, didáctico, noble, respetuoso, en lugar de adentrarse en lo que muchos llamaríamos locura desde el calor del sofá. Pero la sucesión de peligros y andanzas nos da lugar a pensar en una necesidad que se nos escapa.
Se trata de la misma necesidad que empuja a subir a los ocho mil metros, a sumergirse en la Fosa de las Marianas, a navegar en kayak todos los afluentes del Amazonas. Se trata de ese motor humano que eleva la curiosidad, sin cual seríamos poco más o menos otro patrón animal. Se llama curiosidad y se lee rebeldía, porque el libro contiene toda la dureza que es capaz de soportar el ser humano, y también todos los dramas a los que se llega a exponer de una forma que no sabemos si llamar voluntaria o que surge de algún lugar de las entrañas, y con idéntica naturalidad que surgen las manzanas en los manzanos. Nos sorprende, eso sí, los cambios que ha experimentado la humanidad en cuanto al sentido del paso del tiempo. Entonces una expedición de tres años se afrontaba con una naturalidad similar a la que ahora nos supone atravesar un fin de semana. Solo es un dato, pero vamos comprobando cómo un solo acto, arrojado, salvaje, duradero, bastaba para justificar toda una vida, en contra de nuestro presente, en el que no podemos dejar de rellenas los minutos con cambios constantes de atención. Aunque solo sea por esa conclusión, merece la pena leer este Héroes de la Antártida.
Luego está la pregunta, porque se trata de una obra que abre más cuestiones de las que cierra, acerca de si deberíamos estar hablando de leyendas que no han tenido su reconocimiento, de mitos sin fraguar. Es posible que no seamos capaces de gestionar el género de este ensayo, si es geografía, historia o biografía, como no sabemos si debemos leerlo como leemos un mito o una leyenda, pero lo que es indudable es que hay épica. Y en una época en la que lo cotidiano nos aturde, en que lo gris desciende a plomo sobre nuestras cabezas, la épica es algo más que una tabla de salvación: es una necesidad, un motivo. Es el equivalente al Edén.

Fuente: La línea del horizonte

miércoles, 11 de diciembre de 2019

LA CHICA SALVAJE


La chica salvaje
Delia Owens
Traducción de Lorenzo F. Díaz
Ático de los libros
Barcelona, 2019
380 páginas

El espacio fronterizo lo marca la ausencia de líneas de frontera. Se trata de un territorio en el que los habitantes pueden construir sus propias leyes o, lo que viene a ser más exacto, la carencia de quien mantenga las que existen permite la existencia de lo inverosímil. En un territorio como el contemporáneo, mapeado en Google y al acceso de cualquiera que tenga un Smartphone en el bolsillo, el territorio fronterizo es casi inexistente. Incluso los espeleólogos tiran del sistema cuando se encuentran a varios metros de profundidad. De ahí que Delia Owens (Georgia,1949) haya necesitado echar la narración varios años atrás para que resulte creíble. O al menos creíble dentro del marco más general de los Estados Unidos. Es así como revisita el mito del niño salvaje, que es, en este caso, el mito del niño abandonado. Tiene que ver con Robinson, por el plan de supervivencia en la naturaleza, pero tiene mucho más que ver con la imposición de una soledad contra, precisamente, la naturaleza.
La protagonista de esta novela se ve obligada a descubrir las herramientas que la mantendrán viva tanto en las marismas y los bosques, en los límites entre el agua y la tierra, como en el contacto humano. Éste último resulta medidísimo y extraño, algo así como un bombardeo en el corazón de la inocencia, pues la protagonista estará sometida a la escasa educación sentimental que puede generarse en un entorno sin otras personas. De ahí que sus impulsos se controlen sin mando a distancia, sin los mismos límites que a los demás nos enseñaron a levantar frente a situaciones delicadas. Kya, que es como se llama, pese a todo ello consigue mantener cierta entereza, aunque confunda el amor verdadero y la pasión auténtica, porque entrará en una edad, la adolescencia, en la que el empuje de las emociones arrasa con cualquier iniciativa que se geste en la cabeza.
La novela navega entre el realismo social impuesto por la figura de una niña abandonada, -un padre maltratador, una madre ausente- y la cierta intriga que resulta de un asesinato irresoluble. Owens utiliza el tiempo con elasticidad, llevándonos de los años cincuenta a los sesenta, y a los setenta, en unos viajes de ida y vuelta, de manera que no resulta complicado reconstruir el hilo lineal de tiempo. La novela está redactada con cortesía para el lector, sin complicaciones sintácticas, para ayudar a centrarse en la trama. Aunque lo que de verdad importe sean los temas referidos a la condición humana: cómo alguien se ve obligado a forjarse un presente siendo manejable, estando sujeto a la voluntad de quien se le acerca, teniendo que confiar en que no exista maldad en las personas. Pero la maldad existe, y no cualquier compañía es mejor que la atronadora soledad. Los prejuicios sociales y la vinculación de doble sentido -sana y enfermiza- con la naturaleza, también están presentes en esta obra que nos advierte sobre la facilidad con que se puede derribar la inocencia.

miércoles, 4 de diciembre de 2019

EL CIELO BAJO EL SUELO


El cielo bajo el suelo
Fernando Ángel Moreno y Gabriel Díaz
El Transbordador
Málaga, 2019
396 páginas

La heroica ciudad dormía la siesta.
La frase con que se inicia La Regenta sirve para justificar una buena parte del espíritu de El cielo bajo el suelo: “La exhausta ciudad se sabía incapaz de dormir”, escriben los autores. Y las primeras intenciones que uno reconoce en esta novela son las urbanas; da la sensación de ser un intento de retratar una ciudad tal y como se viene retratando habitualmente, es decir, reuniendo a un grupo de gente de diverso pelaje alrededor de un cadáver. Pero una verdadera novela urbana no es una descripción de patologías sociales a través de unos personajes, aunque Clarín lo consiguiera en buena medida, sería, más bien, una trama o un conflicto montado sobre la principal característica de las grandes urbes: que la gente no se conoce. En ese sentido, la novela negra se aproxima al entregar al lector la intriga, pues a los personajes no terminamos de conocerlos hasta el final de la obra.
Pero esta novela también contiene un espíritu histórico. La acción se desarrolla durante los años setenta, recién cuajada la Revolución de los Claveles. En ese sentido es una obra de época, un retrato minucioso de una etapa casi reciente, pero que se nos va antojando algo melancólica, como alejada por los demasiados recuerdos que se acumularon en esta última etapa del Antropoceno, que corre demasiado deprisa. El trabajo de dirección de arte, de ambientación, es minucioso y efectivo. Los autores practican la observación de alto octanaje, aunque sea mirando en dirección al pasado, de modo que, tampoco habrá que negarlo, la novela tiene tintes costumbristas. Hasta el punto de preguntarnos si no esconderá cierta denuncia del (disculpen la expresión) carpetovetonismo. Tanta gente elogiando series como Cuéntame, han hecho saltar los resortes de la imaginación de los autores, porque no cualquier tiempo pasado fue necesariamente tan mejor. Sería un poco atrevido tildar de ironía a este espíritu, porque se trataría de una ironía sin complejos y sin maldad, una ironía que no hace daño.
Sin embargo, a medida que uno va adentrándose en la novela, nos damos cuenta de que la acumulación de fantasía va provocando más y más intensidad en los sucesos, aunque estos se demoren, ocasionalmente, en episodios no tan significativos. Nos referimos a episodios significativos queriendo decir aquellos en los que los personajes ganan intensidad, definición, y quedan marcados los vínculos entre ellos, que están sin resolver. Para ello los autores se valen de un detonante terrible, la muerte de un bebé, y de una forma de fantasía que incomoda: qué está a este lado y al otro de la realidad, si es posible el trasvase a través de la membrana de la muerte y si la realidad, esa que definen con detalles certeros, es lo que parece. A mayores, la estructura de la novela está fragmentada, porque la realidad no tiene guion ni continuidad de ningún tipo, no es una historia cerrada, un relato redondo. Cierto esoterismo va subiendo de volumen a medida que avanza la acción, a la par que no cesan los detalles intertextuales, una conciencia de encontrarse a los dos lados de la creación que no cesa en los autores: saben que deben poner su empeño creativo en la historia que tienen entre manos, pero también en el proceso de crear una historia. Y el resultado es un mundo que se asemeja al nuestro -o al que fue el nuestro-, pero que nos inquieta por lo que puede diferenciarse de lo que vemos a nuestro alrededor.