Infancia
Jona Oberski
Traducción
de Jan Schalekamp
Ediciones
B
Barcelona,
2.005
127
páginas
16,90
euros
El precio de haber nacido
Este es un libro autobiográfico sobre cómo murió una
infancia sin llegar a haber sido. Y, lo más difícil de todo, escrito sin odio.
O al menos sin pretender denunciar el odio, los traumas, los pleitos y las
conclusiones horrorosas de uno de los procesos más infames de la historia de la
humanidad. Se nos dice que el autor, Jona Oberski, sobrevivió entre los cuatro
y los ocho años a un campo de concentración. Cerca de cumplir los cuarenta, se
decide a escribir sobre aquello utilizando como único instrumento documental su
propia memoria. Como no podía ser menos, los protagonistas reales del libro son
los padres, unos seres que durante la infancia forman parte inseparable de
nuestra alma. De ahí que Oberski haya decidido colocar la dedicatoria al final
del libro, y no al principio. Un final sorprendente que no revelaremos y que atañe
al complejo camino que es el seguir vivo.
Oberski no aturde con complejos truculentos, ni
denunciando episodios de violencia extrema ni nada por el estilo. Todo eso
queda al margen de lo registrado. Sí es cierto que el texto provoca angustia,
pero es más bien debida al conocimiento de lo explícito, de lo que está
ocurriendo fuera de lo narrado, que posee el lector. Los límites de los textos
breves que componen esta pequeña novela, son los mismos límites que tienen los
ojos de un niño: los párpados y el alcance al que llega la vista. Unido a este
acierto, está el lenguaje pulcro, de corto aliento, bastante neutral, que de
alguna manera nos remite a la obra de Imre Kertesz, Sin destino, con la cual se complementa de una manera sorprendente:
lo que en Infancia es la inocencia
pueril que justifica el orden flemático del lenguaje, en Sin destino será la pérdida de esa inocencia en la juventud,
sustituida por el cinismo, el motivo de recurrir a una voz indiferente. En
cualquiera de los dos libros, hechos trágicos, como la muerte, son cosas que
sencillamente suceden.
Pero Oberski no obvia, pese a su lenguaje, el
contenido lírico que debe tener una infancia, aunque sea la suya, aunque esté
maltratada, y como todo texto que se precie escrito desde la memoria, desde “la
verdadera patria de un hombre” (así definió a la infancia Rilke), el
descubrimiento del mundo adquiere matices líricos. En este caso definidos a
través de uno de los cinco sentidos: el de la vista. Desde ahí Oberski descubre
qué recibe de sus padres, cómo explicar la presencia de personajes secundarios
o de grupos de personajes que se comportan como un solo ente, o presta atención
a los restos de humanidad que como girones de alma rasgan el espacio del campo
de concentración (expresión que en ningún momento aparece) aquí y allá, y que
son los que sobrevivirán en la memoria del superviviente. El conocimiento
parcial se ve supeditado a su relación con los adultos, cuya única expresión
para transmitirle que están viviendo en guerra, es la costumbre de posponer las
explicaciones, hecho que no es infrecuente en la educación de cualquiera. De
hecho, por algo Oberski narra como si su infancia no hubiese transcurrido
hundido en el horror hasta las rodillas, sino al igual que si su aprendizaje
fundamental fuera el de cualquier otro niño. De ahí que lo mejor de esta obra
sea esa conclusión del aprendizaje, que es que no merece la pena sentir odio.
Oberski nos lega la idea de que su vida se hubiera visto abocada a la
destrucción interior de guiarse por esta fiebre. Sin embargo, no ha podido
dejar de escribir un libro que no cierra heridas, sino que hecha bálsamo y las
acaricia. La lectura de Infancia es
la primera noticia que he tenido que la existencia de Jona Oberski, pero
juraría que se trata de una buena persona.
Fuente: Culturas/Tribuna
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