Caminos nocturnos
Gaito Gazdánov
Traducción de James y Marian Womack
Sajalín
Barcelona, 2010
293 páginas
El espíritu de Praga
Ivan Klíma
Traducción de Fernando de Castro y Dolors Udina
Acantilado
Barcelona, 2010
264 páginas
Volando bajo sobre el exilio
“Y el tiempo
no tenía poder sobre estas cosas, o la forma en que permanecían en mí, y
podrían haber sido las únicas cosas a las que pudiera agarrarme en un mundo que
desaparecía y cambiaba constantemente, que crecía con el paso del tiempo,
convirtiendo en desiertos sin fin ciudades y países enteros, así como un número
imposible de personas a las que nunca volveré a ver”. Esta afirmación, que bien
podría haber figurado en las tripas de un párrafo de Proust, pertenece al
escritor ruso Gaito Gazdánov, un autor que en lugar de escoger el melancólico
paso del tiempo como eje vertebrador de sus novelas, pese a partir de una
memoria tan dolorida como la del autor de En
busca del tiempo perdido, se decanta por una suerte de existencialismo al
no concebir dentro de él únicamente el pasado; entre sus preocupaciones está el
destino y las tragedias ridículas e incomprensibles que acompañarán en el
futuro a las que figuran, en falso régimen autobiográfico, a las descritas en
esta extraordinaria novela que se titula Caminos
nocturnos.
Esta extraña
novela está presidida por la frase de Rilke que enuncia uno de sus personajes:
“Los sentimientos son lo único sobre lo que sabes algo”. Cabe preguntarse,
entonces, ¿por qué escribir si uno no puede escribir sentimientos? La respuesta
se encuentra en la dignidad de la vida. Gazdánov, que fue algo trotamundos en
el exilio, repasa algunos de los episodios de su vida que más le marcaron y
fabula con ellos. Para conseguir el efecto deseado, conocer los sentimientos y
valorar si estos son suficientes para justificar toda una vida, crea un
narrador atípico, un narrador al que cabría encumbrar junto a las voces de
Mersault o del protagonista de La Nausea : se trata de
un taxista nocturno que recorre las calles de París; un abstemio que sólo bebe
leche en los locales donde se acumulan las aves nocturnas cargadas de bacterias
o de alcohol; un chófer sin sentido de la orientación; un hombre muy culto en
un mundo cargadísimo de la locura de ir improvisando la vida; alguien con un
sentido ético muy pronunciado, grosero cuando es conveniente, al que le gusta
rodearse de los miembros decadentes del club de la noche que conservan un
sentido moral o ese sucedáneo de sentido moral que es carecer de malicia; un
individuo obsesionado con las miradas y con la lectura de las miradas; alguien
que es, en definitiva, un anarquista que pisa las aceras a la luz de las
farolas. Durante buena parte de la lectura de la obra, esta voz tan bien
construida lleva al lector a cuestionarse qué hace ahí un tipo como éste, rodeado
de borrachos con los bolsillos agujereados y prostitutas que han recurrido
demasiadas veces a los antibióticos. La respuesta cabe encontrarla en la
indagación sobre la dignidad a la que somete todo aquello que, como eslabones
de una cadena, va presenciando, una indagación a la que le ha empujado el
exilio. Pues es su condición de exiliado, la que comparte con varios de los
personajes de la obra, la que impera, la que le obliga a preguntarse qué pistas
sobre el destino le da la memoria, la que le hace identificar el grado de
espiritualidad de la gente con la que se cruza. Hasta que llega a la
conclusión, visible casi desde la primera página, de que no entender nada,
siendo espectador de la rutina de la noche en la ciudad, es una forma de
sabiduría: “Al igual que en momentos de mi pasado, no podía contemplar más que
durante cortos espacios de tiempo y desde fuera aquel ambiente en el que me
veía obligado a existir, como si no fuera yo quien vivía todo aquello”.
Si no es él
quien asiste a su propia vida, entonces, ¿de quién se trata? ¿Quién es la
persona que asiste a las catacumbas de la condición humana desde el asiento del
conductor de un taxi? Ese extrañamiento coloca a la obra, por momentos, al filo
de un surrealismo existencial, pero retorciendo de tal forma los tópicos de la
vida nocturna, que no pueden hacerse más creíbles a nuestros ojos. Así, la realidad se muestra como lo que es, algo
absurdo, por desgracia. Es ese ser otro, o sentirse otro, lo que le ayuda a
colocarse del lado de los perdedores, a identificarse con las viejas
prostitutas de segunda mano y no con los clientes que las visitan: “y sus
miradas de extrañeza me parecían cubiertas por una pátina transparente e
impenetrable, característica de las personas que no están acostumbradas a pensar”.
Debemos
agradecer a la editorial Sajalín que haya encontrado, para nosotros, la que tal
vez sea una de las mejores novelas publicadas este año.
Existen, sin
embargo, otras formas de exilio. Si en Caminos
nocturnos la fórmula a la que se recurre es la más tradicional, la del
hombre alejado de su tierra, en los artículos de Ivan Klíma reunidos en El espíritu de Praga, este se rige por
el complejo mecanismo del hombre que no reconoce su lugar, pese a permanecer el
misma ubicación todo el tiempo. Y así tampoco es capaz de reconocer su tiempo.
Permanecer exiliado en el propio hogar es una de las formas más difíciles de
vivir. Y Klíma la sortea de la mejor manera posible, la misma que sirve para
vencer a la cobardía: luchando por mantener la dignidad.
Poco importa
que los textos hayan surgido de un paseo por Praga, de un recorrido por la ruta
de la memoria, de una reflexión sobre el oficio de escribir o como combate
contra una sociedad desalmada; poco importa que hablen de tradiciones, derechos
humanos, libertades o multitud de preguntas y respuestas, pues en todos ellos
se transmite el espíritu de un artista, de alguien que, finalmente, se dedica a
construirse a sí mismo a través de su obra, explicarse, para lo cual se da a
explicarse a los demás. De ahí, tal vez, ese tono de despedida permanente que
mantiene la escritura de Klíma. Y también la conclusión a la que le lleva haber
vivido, la importancia de conocerse, de respetarse, de ser capaz de perdonarse
uno mismo lo que ha sido para poder perdonar incluso las peores maldiciones de
la historia. Como las que a él le tocó vivir durante cincuenta años, los de la
guerra, la postguerra y la atmósfera rancia generada por la invasión soviética
y su posterior vida como país satélite del régimen llamado comunista.
La
sensibilidad de Klíma queda patente en su preocupación por la deshumanización
por la calidad de la vida, por la potencia de la felicidad que en algún sitio
debe existir pero no es patente a su alrededor. Y sus miedos se trasmiten
mediante la angustia vital de saberse hecho de tiempo, esa materia deleznable,
como la calificó Borges. A todo lo cual responde con la fe que mantiene en la
cultura y en la gente, con el compromiso del intelectual. Y, sobre todo, con
una idea de respeto que parece traída desde lo más profundo de una religión
asiática. Todo esto le permite indagar, porque el consuelo viene del
conocimiento, de alcanzar a entender lo que ha pasado, de establecer un debate
interior que, al igual que el narrador de Caminos
nocturnos, certifica que el debate interior es una versión de la sabiduría,
acaso la más consistente. Porque Klíma es un hombre sin absolutos, alguien para
quien no aparenta haber criterios como “lo mejor” o “lo peor”.
En sus
reflexiones, con frecuencia procede a identificar los avatares del alma
individual con los del alma colectiva, al igual que hiciera, por ejemplo, un
psicoanalista como Erich Fromm en El
miedo a la libertad. Y es en estas ocasiones cuando su escritura cobra
mayor interés, cuando la moral pasa a ser una voz interior compartida tan
potente como la que nos impone uno u otro temperamento. De ahí que la
inclinación que toma el mundo, la globalización que permitió liberar a su país
de un supuesto yugo, no termine de convencerle dado que lo ve empujado en
dirección a eso que llaman democracia, un tipo de régimen demasiado uniforme. Y
también obligue a la gente a ceder al pensamiento único, un mal que no se
despega del totalitarismo que barrió sus días y sus noches.
Este libro es
una demostración de que en una columna de periódico cabe algo más que un juego
de conceptos, algo más que el ingenio. Cabe sacar a la luz un trozo de vida.
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