viernes, 1 de septiembre de 2017

CAMINOS NOCTURNOS, EL ESPÍRITU DE PRAGA

Caminos nocturnos
Gaito Gazdánov
Traducción de James y Marian Womack
Sajalín
Barcelona, 2010
293 páginas

El espíritu de Praga
Ivan Klíma
Traducción de Fernando de Castro y Dolors Udina
Acantilado
Barcelona, 2010
264 páginas

Volando bajo sobre el exilio


“Y el tiempo no tenía poder sobre estas cosas, o la forma en que permanecían en mí, y podrían haber sido las únicas cosas a las que pudiera agarrarme en un mundo que desaparecía y cambiaba constantemente, que crecía con el paso del tiempo, convirtiendo en desiertos sin fin ciudades y países enteros, así como un número imposible de personas a las que nunca volveré a ver”. Esta afirmación, que bien podría haber figurado en las tripas de un párrafo de Proust, pertenece al escritor ruso Gaito Gazdánov, un autor que en lugar de escoger el melancólico paso del tiempo como eje vertebrador de sus novelas, pese a partir de una memoria tan dolorida como la del autor de En busca del tiempo perdido, se decanta por una suerte de existencialismo al no concebir dentro de él únicamente el pasado; entre sus preocupaciones está el destino y las tragedias ridículas e incomprensibles que acompañarán en el futuro a las que figuran, en falso régimen autobiográfico, a las descritas en esta extraordinaria novela que se titula Caminos nocturnos.
Esta extraña novela está presidida por la frase de Rilke que enuncia uno de sus personajes: “Los sentimientos son lo único sobre lo que sabes algo”. Cabe preguntarse, entonces, ¿por qué escribir si uno no puede escribir sentimientos? La respuesta se encuentra en la dignidad de la vida. Gazdánov, que fue algo trotamundos en el exilio, repasa algunos de los episodios de su vida que más le marcaron y fabula con ellos. Para conseguir el efecto deseado, conocer los sentimientos y valorar si estos son suficientes para justificar toda una vida, crea un narrador atípico, un narrador al que cabría encumbrar junto a las voces de Mersault o del protagonista de La Nausea: se trata de un taxista nocturno que recorre las calles de París; un abstemio que sólo bebe leche en los locales donde se acumulan las aves nocturnas cargadas de bacterias o de alcohol; un chófer sin sentido de la orientación; un hombre muy culto en un mundo cargadísimo de la locura de ir improvisando la vida; alguien con un sentido ético muy pronunciado, grosero cuando es conveniente, al que le gusta rodearse de los miembros decadentes del club de la noche que conservan un sentido moral o ese sucedáneo de sentido moral que es carecer de malicia; un individuo obsesionado con las miradas y con la lectura de las miradas; alguien que es, en definitiva, un anarquista que pisa las aceras a la luz de las farolas. Durante buena parte de la lectura de la obra, esta voz tan bien construida lleva al lector a cuestionarse qué hace ahí un tipo como éste, rodeado de borrachos con los bolsillos agujereados y prostitutas que han recurrido demasiadas veces a los antibióticos. La respuesta cabe encontrarla en la indagación sobre la dignidad a la que somete todo aquello que, como eslabones de una cadena, va presenciando, una indagación a la que le ha empujado el exilio. Pues es su condición de exiliado, la que comparte con varios de los personajes de la obra, la que impera, la que le obliga a preguntarse qué pistas sobre el destino le da la memoria, la que le hace identificar el grado de espiritualidad de la gente con la que se cruza. Hasta que llega a la conclusión, visible casi desde la primera página, de que no entender nada, siendo espectador de la rutina de la noche en la ciudad, es una forma de sabiduría: “Al igual que en momentos de mi pasado, no podía contemplar más que durante cortos espacios de tiempo y desde fuera aquel ambiente en el que me veía obligado a existir, como si no fuera yo quien vivía todo aquello”.
Si no es él quien asiste a su propia vida, entonces, ¿de quién se trata? ¿Quién es la persona que asiste a las catacumbas de la condición humana desde el asiento del conductor de un taxi? Ese extrañamiento coloca a la obra, por momentos, al filo de un surrealismo existencial, pero retorciendo de tal forma los tópicos de la vida nocturna, que no pueden hacerse más creíbles a nuestros ojos. Así, la  realidad se muestra como lo que es, algo absurdo, por desgracia. Es ese ser otro, o sentirse otro, lo que le ayuda a colocarse del lado de los perdedores, a identificarse con las viejas prostitutas de segunda mano y no con los clientes que las visitan: “y sus miradas de extrañeza me parecían cubiertas por una pátina transparente e impenetrable, característica de las personas que no están acostumbradas a pensar”.
Debemos agradecer a la editorial Sajalín que haya encontrado, para nosotros, la que tal vez sea una de las mejores novelas publicadas este año.
Existen, sin embargo, otras formas de exilio. Si en Caminos nocturnos la fórmula a la que se recurre es la más tradicional, la del hombre alejado de su tierra, en los artículos de Ivan Klíma reunidos en El espíritu de Praga, este se rige por el complejo mecanismo del hombre que no reconoce su lugar, pese a permanecer el misma ubicación todo el tiempo. Y así tampoco es capaz de reconocer su tiempo. Permanecer exiliado en el propio hogar es una de las formas más difíciles de vivir. Y Klíma la sortea de la mejor manera posible, la misma que sirve para vencer a la cobardía: luchando por mantener la dignidad.
Poco importa que los textos hayan surgido de un paseo por Praga, de un recorrido por la ruta de la memoria, de una reflexión sobre el oficio de escribir o como combate contra una sociedad desalmada; poco importa que hablen de tradiciones, derechos humanos, libertades o multitud de preguntas y respuestas, pues en todos ellos se transmite el espíritu de un artista, de alguien que, finalmente, se dedica a construirse a sí mismo a través de su obra, explicarse, para lo cual se da a explicarse a los demás. De ahí, tal vez, ese tono de despedida permanente que mantiene la escritura de Klíma. Y también la conclusión a la que le lleva haber vivido, la importancia de conocerse, de respetarse, de ser capaz de perdonarse uno mismo lo que ha sido para poder perdonar incluso las peores maldiciones de la historia. Como las que a él le tocó vivir durante cincuenta años, los de la guerra, la postguerra y la atmósfera rancia generada por la invasión soviética y su posterior vida como país satélite del régimen llamado comunista.
La sensibilidad de Klíma queda patente en su preocupación por la deshumanización por la calidad de la vida, por la potencia de la felicidad que en algún sitio debe existir pero no es patente a su alrededor. Y sus miedos se trasmiten mediante la angustia vital de saberse hecho de tiempo, esa materia deleznable, como la calificó Borges. A todo lo cual responde con la fe que mantiene en la cultura y en la gente, con el compromiso del intelectual. Y, sobre todo, con una idea de respeto que parece traída desde lo más profundo de una religión asiática. Todo esto le permite indagar, porque el consuelo viene del conocimiento, de alcanzar a entender lo que ha pasado, de establecer un debate interior que, al igual que el narrador de Caminos nocturnos, certifica que el debate interior es una versión de la sabiduría, acaso la más consistente. Porque Klíma es un hombre sin absolutos, alguien para quien no aparenta haber criterios como “lo mejor” o “lo peor”.
En sus reflexiones, con frecuencia procede a identificar los avatares del alma individual con los del alma colectiva, al igual que hiciera, por ejemplo, un psicoanalista como Erich Fromm en El miedo a la libertad. Y es en estas ocasiones cuando su escritura cobra mayor interés, cuando la moral pasa a ser una voz interior compartida tan potente como la que nos impone uno u otro temperamento. De ahí que la inclinación que toma el mundo, la globalización que permitió liberar a su país de un supuesto yugo, no termine de convencerle dado que lo ve empujado en dirección a eso que llaman democracia, un tipo de régimen demasiado uniforme. Y también obligue a la gente a ceder al pensamiento único, un mal que no se despega del totalitarismo que barrió sus días y sus noches.
Este libro es una demostración de que en una columna de periódico cabe algo más que un juego de conceptos, algo más que el ingenio. Cabe sacar a la luz un trozo de vida.

 Fuente: Quimera

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