Sesenta relatos
Dino Buzzati
Traducción de Mercedes Corral
Acantilado
Barcelona, 2006
616 páginas
28 euros
Los mensajeros y el tiempo
El relato con que se abre esta
recopilación hecha por el propio Buzzati, Los
siete mensajeros, forma parte, con certeza, del Olimpo de las grandes
narraciones en distancia corta. Allí se ha encontrado con alguna obra de
Borges, de Paul Bowles, de Maupassant, de Rulfo, y con casi todos los cuentos
de Kafka y Chéjov. Gran parte de la poesía contenida que expresa este autor de
escritura tan desnuda, y que culminaría en El
desierto de los tártaros, la novela que a casi todos nos hubiera gustado
escribir, aparecen ya en la historia de estos mensajeros condenados a prolongar
su misión hasta más allá del tiempo conocido, que es el de la vida de quien les
encarga traer y llevar noticias que le vinculen con su familia. El problema,
como en El desierto…, pero invertido
respecto a la novela, es un conflicto con el espacio, que aquí se prolonga al
desconocer la distancia de las fronteras. Aunque si seguimos leyendo los
relatos de Buzzati, nos damos cuenta del protagonismo que tiene el tiempo en
manos de este narrador tan especial. Da la impresión de que este hombre que
narra, el autor, preso del conflicto con esa materia deleznable que es el
tiempo, pretenda no vengarse, pero sí tomarse una revancha jugando con él a su
antojo, manipulándolo con elasticidad, permitiéndose unas fisuras aleatorias
bien diferentes a la marcha de las agujas del reloj; y así la balanza se
compensa, pues ya el tiempo no es dueño del hombre. El otro parámetro del
marco, el espacio, la geografía, nos acerca a una combinación del Kafka más
delirante con el clásico recurso de los cuentos de hadas (a saber: en un reino
muy lejano…), sin obviar, cuando lo necesita, la Italia que le tocó vivir,
la ciudad que aborrece, como queda expresado en su rencor hacia los coches, y
su predilección por la naturaleza, donde los fantasmas se integran con
sencillez y franqueza.
Estas fábulas o parábolas, estas
piezas breves que no siempre toman la forma de un relato, estas puras
narraciones en las que se gesta un mundo imaginario por el que vaga la
creatividad de Buzzati con absoluta libertad, nos hacen viajar a un territorio
con reglas propias, en el que lo fantástico convive con el pesimismo
amortiguado por un humor nada jocoso. El desenfado, la ironía fruto de la
reflexión sobre la condición humana en nuestra única Tierra, quedan patentes en
su visión de la trascendencia religiosa como una creación no poética del
hombre. Hay, por otra parte, un contenido que va compitiendo con este nivel de
lectura y que provoca cierta desazón, y es esa reacciones, esa pesadumbre poco
explícita, que surge del miedo; al igual que Bowles, Buzzati parece creer que
es esta sensación el motor del mundo, si bien lo que en Bowles es desasosiego,
por desconocer el porqué de las cosas, en Buzzati es un impulso hacia la
ilusión, pues las situaciones desbordan al individuo en lo que aparenta ser
otro tiempo, casi mítico, casi onírico, pero con posibilidades de llegar a su
conocimiento o, por expresarlo mejor, a su comprensión a través de la poesía,
es decir, de la sensibilidad. Definitivamente, el mundo de Buzzati no es un
mundo para intelectuales insensibles, para analistas literarios o filosóficos.
Es un mundo para mortales. Por eso constantemente sus protagonistas se ven en
la tesitura de reconciliar los dos mundos… si es que la vida más allá de la
vida existe, causa por la que él no toma partido.
Por lo demás, uno puede
entretenerse en sacar partido a las lecturas metafóricas de cada pieza: en El asalto al gran convoy se pregunta si
morir es mejor que envejecer; Siete pisos
es una historia demoledora sobre la estupidez humana; también lo es Y sin embargo, llaman a la puerta, donde
además se nos explica cómo aprender a odiar; La capa reclama la cortesía como valor humano que hasta la Muerte debe conservar; en La muerte del dragón arremete contra la
presunción gratuita que extermina la naturaleza y la cultura del pueblo; el
dilema entre definir una superstición como una convención social justificada,
se trata en Una cosa que empieza por ele;
El viejo jabalí es una especulación
sobre lo tonta que es la teología; y en Miedo
en la Scala
nos explica que sospechar genera más miedo que saber; para contarnos que acaso
no merezca la pena vivir siendo adulto, recurre a los aristócratas en El burgués hechizado; de nuevo el
desconocimiento como causa de miedo fantasmal aparece en Una gota; La canción de guerra nos recuerda que el dueño de la
tristeza es el soldado que matará o morirá; los secretos de la gente como
garantes del temor aparecen de nuevo en El
perro que ha visto a Dios; en Algo
había pasado, como en tantas otras de las piezas, se trata el tema del
destino; que el ser humano puede ser derrotado por la faceta más desagradable
de la naturaleza, aparece expresado en Los
ratones; Cita con Einstein trata acerca del lúgubre peso del pasado; la
pregunta ¿quién acepta en su casa el espíritu de un amigo muerto?, da pie al
relato Los amigos; De hidrógeno es
una advertencia contra las armas, que me destruirán a mí; El hombre que quiso curarse plantea el problema de que ganar la
inventada batalla con Dios es perderla en este mundo; el maravilloso El alud nos seduce por la manipulación
del misterio del tiempo; en El platillo
se posó, ve el fervor religioso a través del entendimiento de un
extraterrestre; La inauguración de una
carretera va alejando el destino del protagonista, porque vivir es vivir y
no alcanzar una meta; Las murallas de
Anagoor nos intriga porque nunca sabremos si al otro lado está el bien o el
mal; sitúa el ser que hay más allá en el interior de las líneas telefónicas en Huelga de teléfonos; Las precauciones
inútiles retoma la estupidez como algo intrínseco a la naturaleza humana; Una carta de amor versa sobre el frenesí
cotidiano, que va contrayendo el tiempo hasta hacernos olvidar que estuvimos
enamorados; Grandeza del hombre es
una preciosa paradoja circular; y El
acorazado Tod…, bueno, qué se puede esperar de un relato que se sitúa en el
inmenso mar tras la más inmensa de las guerras.
Pero hay más, muchos más. No
siempre magistrales, como lo son los que abren y cierran el volumen. Pero
siempre interesantes. Siempre dignos de visitar, porque visitamos las obras de
un maestro. El maestro de la alegoría.
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