La educación del
estoico
Fernando Pessoa
Traducción de R. Vilagrasa
Acantilado
Barcelona, 2005
98 páginas
12 euros
La incontestable ternura del suicidio
Si no hubiera existido Pessoa,
tampoco lo hubiera hecho Bernardo Soares, el autor del Libro del desasosiego, ni este Barón de Teive, que tantas cosas
tiene en común con Soares, como demuestra Richard Zenith en el excelente
epílogo que titula, no sin ironía “Post Mortem”. Y es que el libro reúne,
califica y organiza, los apuntes escritos por Pessoa para otro de sus yoes,
unos escritos que definen al heterónimo conocido como Barón de Teive,
dispuestos, supuestamente, para aparecer a modo de manuscrito encontrado tras
el suicidio del ser que Pessoa había estado creando. Lo más increíble de
Pessoa, en este caso, es la capacidad de su soplo para crear vida. Si ninguna
de sus versiones humanas nos deja indiferente (la que menos, a mi juicio, la
del exquisito Bernardo Soares), esta coquetea con nuestra sensibilidad en un
dificilísimo ejercicio que lleva la melancolía al extremo –“El dolor ajeno
provocó en mí otros dolores: el de verlo, el de ver que era irreparable, y el
de saber que, sabiendo que es irreparable, empobrece incluso la inútil nobleza
de querer repararlo”-, pero sin conocer la nostalgia –“Como nada he hecho en mi
vida, nada tengo que recordar con añoranza”, “me había vuelto objetivo para
conmigo. Pero no alcanzaba a distinguir si con esto me había encontrado o me
había perdido”-.
Pessoa no sólo da vida al ser, al
narrador, al pensador, sino que elabora un libro especular, en el que Teive se
va viendo reflejado: “No he servido para ninguna de las dos maneras de gozar:
ni para el placer de lo real, ni para el placer de lo imaginado”. A lo que cabe
añadir el buen trabajo del editor, ordenando estos párrafos, tan cortos como
intensos, de manera que cobre sentido el despliegue sorpresivo de cada una de
las páginas: comienza presentándose, emocionalmente, el narrador, para a
continuación explicarnos por qué escribe; se define lo mejor que puede a través
de una o dos cualidades y una o dos reacciones, antes de comenzar a explicarnos
los principios de su suicidio; habla un poco de su infancia, de las cosas que
le faltan en su pasado, los huecos de la memoria sentimental, y lo que ha ido
suponiendo su educación en este aspecto, hasta confesar su fragilidad ante el
sexo; entonces comienza a preguntarse en qué se ha convertido, reflexiona sobre
su obra, entretejiendo estos pensamientos con meditaciones sobre el hombre y la
literatura, hasta abocar, de nuevo, en la razón de su muerte voluntaria: “He
alcanzado, creo, la plenitud en el empleo de la razón”, como demuestra en las
conclusiones: “Hijo, más vale estar a la sombra de un árbol que conocer la
verdad, porque la sombra del árbol es verdadera mientras el conocimiento dura,
y el conocimiento de la verdad es falso en el conocimiento mismo… el verdor de
las hojas puedes enseñarlo a los demás, y nunca podrás enseñar a los demás un
gran pensamiento”. “Si el vencido es el que muere, y el vencedor, quien mata,
con esto, confesándome vencido, me declaro vencedor”, arguye para cerrar, sin
posibilidad de réplica, su decisión.
Así es como provoca un
desasosiego sutil y muy estético, gracias a la perfección que Teive confiesa
buscar en su escritura, y que alcanza Pessoa en su prosa. Y así este personaje
incrédulo, al que no le importa contradecirse en la página siguiente, que ataca
los tópicos del pensamiento –“El hecho de que sufro… Sólo demuestra que existe
el mal en el mundo, cosa que no supone un gran descubrimiento y que a nadie se
le ha ocurrido negar todavía”-, nos lega, desde el principio, una bellísima y
triste sensación existencial, tan próxima a nosotros como esto: “He comprendido
la saciedad de la nada, la plenitud de ninguna cosa. Lo que me llevará al
suicidio es un impulso como el que nos lleva a acostarnos pronto”.
Fuente: Culturas/Tribuna
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