Y eso fue lo que pasó
Natalia
Ginzburg
Traducción
de Andrés Barba
Acantilado
Barcelona,
2016
110
páginas
“Natalia
Ginzburg es la última mujer sobre la faz de la tierra, el resto son hombres”.
Así empieza el prólogo de Ítalo Calvino a la segunda novela que publicó Natalia
Ginzburg (Palermo, 1916 – Roma, 1991). Y la novela, por su parte, comienza con
un disparo que una mujer, sobre la que algunos lectores presumen que Ginzburg
desplaza los sentimientos propios de ella, de la última mujer sobre la tierra,
entre los ojos de un tipo. Conociendo cómo acaba la novela, queda por saber si
es un acto heroico o la consecuencia del aburrimiento. Damos por supuesto que
la venganza está fuera de alguien que, como apunta Calvino más adelante, posee
la ternura de creer en los pocos objetos que consigue arrancarle al vacío del
universo, y también en los escasos gestos. Con eso debería bastar. Frente al
tazón de natillas, nada pesa intentar buscar la razón de una vida
pequeñoburguesa y un matrimonio que más que infeliz es pura desidia,
convención, una alteración no mayor que la que supone encender la luz apretando
el interruptor cuando cae la noche. Aunque, en palabras de Ginzburg, es la
noche interior lo que permanece vivo en esta historia, lo que no consigue
modificar el paso del tiempo.
La
verdad es que los temas que trata son universales y eternos. Porque todos
tienen que ver con los miedos, que forman un nido de víboras sobre el que vivir
resulta una fatalidad. Existen muy pocas formas de saltar para alejarnos de ese
nido de víboras, y todas tienen que ver con la pasión. En este caso, la
protagonista comienza confundiendo la pasión con la esperanza, que es más
traicionera: mientras la pasión nos motiva para poner en marcha los mecanismos
de la pura vida, la esperanza nos deja en nuestro sitio confiando en que algo
suceda para enderezarla o darle sentido. Ese algo suele trasladarse al ámbito del
amor, es decir, a encontrar un novio o una novia. Ahí es donde pone la
protagonista la esperanza en la felicidad. Ha llegado a la gran ciudad huyendo
de las miserias de un pueblo pequeño, desconociendo se sabrá estar a la altura
sentimental. Ginzburg nos presenta a una mujer que tiene tanto miedo a lo
abstracto, como es no ser querida, como a lo concreto, que es mostrarse
provinciana. Es una mujer con miedo a ser débil o a parecerlo, y por tanto
encerrada en la jaula de su imaginación.
Un
hombre de mediana edad, de mal físico y enamorado de otra persona, termina por
ocupar ese lugar que debería rellenar todos los agujeros, pues su presencia la
ayuda a sentirse bien. Tras una suerte de encuentros y desencuentros, el
matrimonio termina por tener para ella un sentido básico, el que impone la raíz
de la palabra: ser madre. Ginzburg nos muestra un matrimonio en el que los
protagonistas se colocan las cadenas y se conforman con la situación. Pocas
relaciones de amor son más indeseables. Para dar énfasis a este adjetivo,
introduce un personaje secundario, la mejor amiga de la protagonista, que es
una cabeza loca, pero que jamás pierde el suelo donde pisa. Lo cual acrecienta
la inseguridad de la protagonista. Servido así el menú, nos enfrentamos a una
obra que mezcla lo mejor de las tragedias griegas y de la tradición europea,
representada por Maupassant. Una novela breve que comienza relatándonos el
final, pero en la que lo que pesa es el drama del miedo, ese abismo que
destruye tantas y tantas expresiones de cariño.
Fuente: Quimera
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