Choque de civilizaciones por un ascensor
en Piazza Vittorio
Amara
Lakhous
Traducción
de Francisco Álvarez González
Hoja
de lata
Gijón,
2016
175
páginas
El ojo
de la aguja
El
mundo es un puerto seco en el que desembarcan marineros sin uniforme que
provienen de cualquier lugar del planeta para enlazarse en un nudo con mucha
grasa, por lo que jamás logrará quedar apretado. O el mundo es ese nudo de
millones de colores, casi todos apagados, que podemos mirar a través del ojo de
una aguja, o es Guerra y paz junto a
las obras completas de Proust y la Biblia.
Pero ya nadie lee cuadernos tan voluminosos para intentar comprender el mundo,
por lo que solo nos queda la alternativa de mirar a través del ojo de la aguja
al puerto seco, que puede llamarse, por ejemplo Piazza Vittorio, y tirar de los
hilos del nudo para leerlos por separado. Porque por muy cosmopolita que sea el
mundo, lo que no consigue es ser mestizo. Bajo esa certeza el escritor argelino
Amara Lakhous (Argel, 1970) construye esta novela polifónica. Se trata, sin que
lo sepamos, de una novela negra. La estructura no es la convencional. Existe un
asesinato, sí. Y una serie de gente de lo más diversa que se reúnen en torno al
cadáver. Y tampoco es novedoso que cada capítulo esté narrado por uno de los
personajes. Pero en realidad la novela no versa sobre el asesinato ni la
intriga. La novela versa sobre la piel de grasa que impide el mestizaje. Porque
la mayoría de los protagonistas no son originarios de Roma. Algunos son
italianos, es cierto, pero pocos de la capital.
En
Piazza Vittorio tanto el que proviene de Milán como el que llegó huyendo de
Nápoles son inmigrantes. En diverso grado, pero inmigrantes. Eso quiere decir
que Lakhous va a hablar sobre el extrañamiento del desahuciado. Tal vez con un
toque de humor por momentos, pero de ese humor de calado triste. En realidad,
el poliedro nos presenta una suerte de ciudad paralela que viviera, como la que
creó Ernesto Sábato en Sobre héroes y
tumbas, en el subsuelo de la Roma que es el imperio de la gran belleza, del
turismo y del caos. Y cada uno de sus habitantes obedece a una forma diferente
de emigración, desde el estudiante holandés al refugiado magrebí, que si tienen
algo en común es la sospecha que enunció Sartre y que aquí se expone como una
pregunta: ¿serán los demás el infierno? De ahí que cada capítulo en lugar de
titularse El testimonio de…, pase a
titularse La verdad de… Cada capítulo
es la confesión, el punto de vista de cada uno de los habitantes sobre los
demás, expuestos, suponemos, al inspector de policía. Pero lo que importa es el
autorretrato que hace de sí cada uno de ellos. Desde el honesto bengalí al
fascismo de la dueña de un perrito; desde la vanidad de un profesor
universitario al miedo de la ilegal procedente de Filipinas; desde la bondad de
la cooperante que viaja al Sáhara a la xenofobia cutre de la portera. Al
afrontar esas parejas de seres contrapuestos, Lakhous nos deja, a modo de
moraleja, la distinción entre el inmigrante y el racista, que es que el primero
todavía sonríe. Y esa lección que dicta que los que emigran son hermanos,
compatriotas de los que emigraron en el pasado, que la patria sí viene dictada
por la frontera, pero por la necesidad de cruzarla para sobrevivir, no por el
color con que figura un territorio en un mapa político.
A
todo esto, los dos principales protagonistas de la novela son el fallecido, a
quien apelan el Gladiador, alguien que mea en el ascensor del edificio, y
Amadeo, que se encuentra desaparecido pero que entre sus recuerdos, que él
llama aullidos, confiesa padecer úlcera de memoria. Unos concita el odio de los
vecinos, el otro la simpatía. Y al final aparecerá un detective que tarda medio
minuto en resolver el caso. Hay que agradecer a Lakhous que no nos deje con la
incertidumbre. Pero, por encima de eso, hay que agradecerle que haya sabido
mirar por el ojo de la aguja y merced a lo que sucede en un ascensor, haya
sabido resumir en qué consiste eso que conocemos como humanidad, que es la
dueña del Mundo.
Fuente: Revista de letras
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