lunes, 4 de septiembre de 2017

EL COLOSO DE NUEVA YORK

El coloso de Nueva York

Colson Whitehead

Traducción de Cruz Rodríguez Juiz
Mondadori
Barcelona, 2.005
200 páginas
16,50 euros

Un monstruo de trece cabezas


La ciudad donde vivo es un monstruo de trece cabezas. O tal vez de más, de miles, de millones, de tantas como habitantes la pisan –pues a eso se reduce su vida, a pisar las calles, plazas y parques-, o puede que de una única cabeza, la que exhibe las metáforas musculadas con sonido artificial de que tanto gusta el que reside en el monstruo de asfalto, que se llama Colson Whitehead. Si bien, podría lucir el nombre de cualquiera de nosotros, lectores, a los que no deja de interpelar recurriendo a la segunda persona, la misma que en voz inglesa se utiliza para generalizar, para abarcar globalmente al ser humano, al igual que en nuestra lengua se recurre al sujeto uno. “Tu ciudad ha sufrido daños”, dice refiriéndose a los cambios contra los que uno nada puede hacer, pudiendo haber elegido la fórmula de traducción, “la ciudad de uno a sufrido daños”. En este caso, la elección de Cruz Rodríguez al traducir es doblemente correcta, primero por la fórmula de interpelación directa ya mencionada, y en segundo lugar por la asociación con un lenguaje extranjero que cada día compone más la melaza de nuestra vida, y que es la ciudad de Nueva York.
Colson Whitehead escoge trece espacios y tiempos de la megápolis por su especial significado: las entradas porque aparentemente nadie es autóctono, y ese flujo produce una vitalidad que invita al desaliento; el puerto donde desembarcan inmigrantes a lugares cuyos detalles nos remiten al vacío de la existencia; la rutina del día que comienza con no más sentido que el de estar en una ciudad un tanto variopinta; el supuesto oasis que es Central Park, pero que compartirá idénticas miserias a las del hormigón, de ahí que se mantenga el pulso rítmico; la enfermedad que invade al que desciende al metro, cuya percepción funcionará como en un sueño húmedo de fiebre; el fugaz cambio que supone la lluvia, un cambio que implicará que todo ha de seguir igual; caminar por Broadway para sentir que cada nimiedad que opera en tu vida te hace un ser importante, pero sin perder la conciencia de que uno es, mediocremente, otro más; la decadencia de occidente reflejada en las aburridas formas de combatir el aburrimiento, que son la playa y los parques de atracciones; el puente como ruta o vínculo, donde todo lo que sucede está a mitad de camino, entre dos aguas de la vida que se ignora qué definen; el momento más deshumanizado del día, donde Whitehead lleva su técnica prosística hasta el paroxismo; el teatro sin objetivo de los bares nocturnos, que no se distingue en nada del resto de la vida urbana; la encrucijada representada por Times Square, un lugar donde se cortan y cruzan las ideas y las cosas al confundente ritmo que impone el tráfico; el aeropuerto desde el que al despedirse uno toma conciencia de que ha visto pero no conocido.
Preocupado por lo concreto, por no interpretar, no inmiscuirse, dejando que las secuencias enumerativas tengan el mismo rigor que el del ojo que explora, es decir, ninguno, vagando de acá para allá, Whitehead deja al lector el arduo trabajo de construir la estructura de la ciudad, su argumento, su tema. Pero antes nos ha legado una textura en la que el detalle aparenta ser profundo, sugiriendo una vida gobernada por el nihilismo, que se va haciendo más críptica a medida que se adentra en esta novela de situación. Y la situación es que la vida te sucede. Los fragmentos, cada uno de ellos valorado como se valora cada nota en una virtuosa pieza de jazz, diseñan estampas complejas que nos llevan a preguntarnos: si esto es lo que nos rodea, entonces, ¿esto es vivir? Una pega que ponerle, su prosa resulta demasiado grandilocuente, lo cual le hace perder credibilidad por momentos. No parece un acierto pretender escribir como si tras cada frase llegara el punto final.

Fuente: Tribuna/Culturas

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