El cementerio de los reyes
menores
Zoran Malkoč
Zoran Malkoč
Rayo
Verde
Barcelona,
2016
216
páginas
Sobre
un lugar que solo existe en el mapa de la prosa, Zoran Malkoč (Nova Graiska, 1967), nos lleva a conocer
a hombres que se caracterizan por ser bestias. Ni siquiera animales, ya que la
condición animal implica cierta comprensión en la actitud de supervivencia, del
pez grande que se come al chico. Aquí los personajes se entregan a la sangre
oxidada del mundo después del Apocalipsis. Cruel, brutal, devastador, demente,
más allá de lo oscuro y de lo digerible, desalmado y desnortado, ese es el
mundo no-humano que propone Malkoč, quien, por otra parte, pertenece a la
categoría de los escritores geniales. Una vez que uno acepta ese pacto de almas
perdidas, si es que alguna vez existieron, de cáscaras humanas que se mueven
entre perros y gallinas y sangre y la noche, la gran invención de Malkoč es él mismo. Un universo propio, un
universo divergente que cobra sentido como denuncia elevada a lo infinito del
horror de la guerra. Existe un yo narrador, alguien que navega entre los
acontecimientos para relatárnoslos con una familiaridad pasmosa: si el mundo
existe y es este, ¿por qué la necesidad de narrarlo? ¿A qué se debe el crear
ese feísmo que deja a los cuadros de Francis Bacon en meros juguetes del
absurdo, en tonterías infantiles? Porque, por otra parte, lo que narra lo hace
como si fueran hechos de segunda mano. Es decir, como si se tratara de hábitos,
de acontecimientos que se han venido sucediendo. Y no nos muestra ninguna
salida. No existe ese rayo de sol que por un momento ilumine un escombro para
descubrirnos algo de belleza entre el polvo y la suciedad. La distopía es
asombrosa, porque el futuro que le espera a la humanidad o es salvaje o no es.
Es un mundo donde se sigue arrasando con los flecos de humanidad que queden,
aunque ya no quede nada que arrasar, ninguna dignidad.
Una
vez expuesto el ambiente y la suerte de actos que distinguen la invención de Malkoč, debemos decir que domina el relato a la
perfección. Su estrategia narrativa es perfecta, asomando lo justo para crear
intriga, y su imaginación equivale, en el mundo literario actual, al caudal del
Amazonas en el mundo de las aguas dulces. Desborda. Oculta siempre la razón que
mueve a los personajes, generando un extrañamiento que apuesta muy alto. Es
onírico, pero dentro de un espectro de realismo sucio, bélico o colateral a lo
bélico y por tanto posible. Por eso provoca miedo: porque lo que nos muestra es
creíble. Rateros, drogas, destinos sórdidos, disparates, cambios bruscos de
rutas vitales, hipnosis. Pero también mucho alcohol y un sexo que nada tiene de
celebración de los cuerpos. Las vidas idénticas a las de los perros, y las
vidas de los perros peores que las de las cucarachas. Expresidiarios, peleas
constantes, muestras de fiereza, una potencia de exhibición al alcance de muy
pocos en la redacción de los relatos. Todo eso ofrece Malkoč en ese mundo en el que si permaneces
demasiado tiempo, y dos segundos son demasiado tiempo, o das hostias o recibes
una paliza. Aquí la única buena voluntad de los matones es la de ayudarte en el
suicidio después de obligarte a comer gusanos vivos si eres vegano. Pues su
intención es demostrar que la brutalidad de la guerra es algo irrebatible, que
genera unos hábitos obscenos en el sentido más literal del término: algo que
solo debería suceder fuera de escena. Los sociópatas de baja estofa regalan
muerte. El dominio de la demencia, de lo escabroso, del sadismo y de la rutina
de la guerra, nos lleva a cuestionarnos frente a qué tipo de autor nos
hallamos. La respuesta solo puede ser una: Malkoč ha dominado al demonio gracias a la
literatura. Sus personajes insensibles, capaces de encontrar la diversión en
ver cómo se destrozan entre sí las que fueron hermosas criaturas de un zoo, por
ejemplo, representan una maldad que él llega a conocer. Y el conocimiento le da
dominio sobre ella. Eso es lo que hace que este libro sea magistral, el hecho
de que su autor sea tan profundamente sincero. Y la sinceridad es un valor al
alza desde que el primer hombre inventó la primera narración.
Fuente: Culturamas
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