viernes, 27 de noviembre de 2020

UN PEQUEÑO DEMONIO

 

Un pequeño demonio

Fiódor Sologub

Traducción de Manuel Abella

Mármara

Madrid, 2020

481 páginas

 


Pueblo chico, infierno grande. El refrán popular hace referencia a una serie de miserias que se practican, o se viven en la práctica, en las aldeas: la intromisión en la existencia de los demás, el hábito de mascullar maldiciones contra los otros, la manía de ponerse verdes, la fea idea de considerar que hay enemigos siempre al acecho y ser uno mismo enemigo, el cotilleo, el marcaje, la mala saña colgada contra el vecino porque en algún lugar hay que colgarla. Esta vida de provincias aparece retratada en Un pequeño demonio, explicándonos que se trata de una forma de vivir por inercia y sin encanto: “A los hombres no nos hace falta la belleza”, le dice el protagonista a otro personaje, “en cambio a usted, continuó dirigiéndose a Marta, las pecas no le sientan bien. Nadie se querrá casar con usted. Debería lavarse el rostro con salmuera de pepinillos”.

Escrita con la estrategia del folletín, la novela surge de un personaje lleno de complejos, que se está envalentonando a sí mismo constantemente, dándose el protagonismo que, a fin de cuentas, todos creemos tener, pues todos somos el centro de nuestro propio mundo. Pero este personaje se toma tan en serio sus pequeñas aspiraciones -un ascenso, el matrimonio-, que se convierte en una caricatura. Resulta muy sencillo, y muy frecuente, que se salga de quicio y se olvide, como en la muestra anterior, hasta de la cortesía más elemental. No cesa de ver en cada mujer a una pretendiente, y a la figura femenina como una fuente de una maldad provinciana. Pero el amor no existe, no tiene cabida en sus aspiraciones, porque para él sólo existe la apariencia. No es extraño que hacia la mitad de la novela comience a aparecer la sabandija que da título a la obra, un ser que se presenta en los momentos de duda, que son la gran maldición que sufre quien no tiene la autoestima bien cimentada, alguien para quien la codicia se impone con un atributo cutre, vulgar, ramplón.

El matrimonio aparecerá idealizado hasta el sarcasmo entre unos personajes que comienzan por regirse como arquetipos: tienen mucho de construcción social. De hecho, obedeciendo a la literatura propia del siglo XIX, pues está escrita a caballo entre éste y el siguiente, las descripciones físicas nos hablan ya de la calidad moral de cada uno de ellos, son algo más que el rostro, son la versión del carácter. Aunque la trama se va desarrollando como si se tratara de una comedia de enredo, estamos frente a algo mucho más grave, mucho más contundente. Fiódor Sologub (San Petersburgo, 1863 – 1927) no se quedará en el costumbrismo, sin renunciar a darle ese aspecto a la obra, pues nos habla del deseo de ser la salvación de uno mismo y que ese ser que creamos, esa ficción, sea, a su vez, el salvador, el ancla y el faro, de los demás. El protagonista está deseando deslumbrar y se convertirá en un objeto de burla por sus propios méritos: “No tengo por qué ponerme a leer libros prohibidos. Yo no leo nunca. Yo soy un patriota”.

“Según sucede a menudo -especialmente en nuestra época-, el destino de la belleza es ser pisoteada y vilipendiada”, comenta el narrador omnisciente, trasunto del propio Sologub, en una de las muchas observaciones que denuncian la realidad que en buena medida nos toca vivir. Porque el punto fuerte de esta novela, que se apunta muchos puntos fuertes, es transmitir la capacidad de observación social y psicológica del autor. De ahí que se convierta, necesariamente, en un clásico.

martes, 24 de noviembre de 2020

KITCH

 

Kitch

Anthony Joseph

Traducción de Ben Clark

Entreambos

Barcelona, 2020

377 páginas

 


Llega una edad en la que uno deja de cumplir años. A partir de entonces, sólo se cumplen estados de ánimo. La forma de mantenerse a flote será luchar por no olvidar los sueños azules que te hicieron fuerte. Anthony Joseph (Puerto España, Trinidad y Tobago, 1966) elige a alguien que cumple esta máxima para narrarnos su historia, una vida muy musical. Lord Kitchener se consagró al ritmo del calipso y nosotros asistimos a su biografía desde la mirada de quienes compartieron sus días, y sus noches, con el protagonista. Joseph salta de un narrador a otro para ir componiendo una vida relatada en pequeños fragmentos, porque así es como funciona la memoria: nadie se acuerda de los sucesos en un continuo, sino mediante saltos temporales, mediante la repetición de los momentos a través de pantallas mentales y, sobre todo, del lenguaje. Un lenguaje que en este caso busca la musicalidad, bien reproducida por Ben Clark, cuya muestra mejor es el inicio de la obra, una descripción del paraje caribeño de Trinidad y Tobago que nos transporta con todo el cuerpo a las islas. Las enumeraciones serán uno de los puntos fuertes de la literatura de Joseph, una potente y sazonada herramienta de descripción.

A la suma de las varias voces, se añaden momentos de narración exterior, incluso la reproducción de alguna entrevista o algún recorte de prensa. Todo ello porque forma parte de esa inmersión en la vida del músico, acompañando a los testigos en una cadena de puntos de vista que nos remite a las técnicas documentales en las que los amigos, los conocidos, los compañeros, van hablando sobre el protagonista en la medida en que lo conocieron. Se nos ocurre pensar, salvando las distancias, en Zelig, de Woody Allen, como técnica narrativa semejante, pues en ambos la invención se impone por encima del retrato. Y en ambos se habla de una época, de una evolución. En este caso, de un mundo en marcha, cambiante, una etapa, entre los años cuarenta y los setenta, en la que las antiguas colonias van entregándose a la independencia con más o menos fortuna. Es un momento en el que muchas culturas necesitan aferrarse a la idiosincrasia para resistir ante el abismo de la economía que se abre a sus pies. Y una de las fuentes de dicha idiosincrasia será, precisamente, la música, aunque adopte el formato algo ingenuo del calipso. En ese sentido, la ingenuidad está poniendo suelo bajo los pies, mientras vemos reflejado el racismo, la xenofobia y el colonialismo como decorado sobre el que se mueve nuestro protagonista.

Tartamudo y vividor, pobre de nacimiento y mujeriego, con una descomunal confianza en sí mismo, Lord Kitchener protagoniza una biografía que revoluciona un género, el de la novela de iniciación. El libro es una suerte de Bildungsroman sin fraguar, es decir, una demostración de que la vida se nos presenta como tal, como una novela de iniciación, cuando eres un crío y cuando envejeces, y en todas las etapas que suceden en ese tiempo. No olvidar los sueños, ni cuando te exilias a Inglaterra ni cuando regresas a Trinidad y Tobago, será el sustrato que nos ayudará a no caer en la demencia.

miércoles, 18 de noviembre de 2020

VIDA ECONÓMICA DE TOMI SÁNCHEZ

 

Vida económica de Tomi Sánchez

Javier Sáez de Ibarra

La Navaja Suiza

Madrid, 2020

413 páginas

 


La mayor dificultad de vivir es ser dueño de la propia vida. Hay un malestar en nuestra condición, algo que tal vez los mejores terapeutas consigan integrar, que es la de ir sintiendo, a cada paso que se da, que es la vida la que decide por uno. Se inventó el término destino para intentar conciliarnos, se elaboró la psicología de la resignación, se recurrió a la fe y a los dioses, se imploró la bondad y, en los últimos años y gracias a la influencia de las religiones orientales, se habla de aceptación. Pero, mientras tanto, la literatura occidental creó el existencialismo, esa pregunta esencial acerca de si merece la pena seguir adelante en estas condiciones. El punto existencialista de esta novela, Vida económica de Tomi Sánchez, está bastante escondido y no parece ser la gran intención de su autor. Se impone el uso libre de la sintaxis y el tono irónico, poco misericorde, crítico con la sociedad que hemos construido o que hemos heredado, si es que entramos en el debate del destino y lo enfocamos desde el pasado.

Pero el protagonista flota en ese espectro de no poder elegir lo que va enhebrando la vida. Está sujeto a unos vaivenes de lo más extraños, una extrañeza en la que él también participa -basta con comprobar los nombres con que bautiza a sus hijos-. Esa ruptura del realismo nos despega de un suelo naturalista y nos atrae por estar asistiendo a la creación de un mundo propio, un lugar que no conocíamos y, por lo tanto, leer expuesto a las sorpresas. Aunque dichas sorpresas no cesan de salir al paso, resultan de lo más cercanas: todo se impone desde criterios economicistas, desde intereses creados, desde los principios de ‘tonto el último’ o ‘sálvese quien pueda’, desde el lugar común de ‘ese no es mi trabajo’ o ‘yo me limito a hacer lo que me mandan’. A pesar de ello, a pesar de todos los estorbos que van surgiendo a cada inhalación, Tomi Sánchez sigue en esa lucha que consiste en no considerar que la vida propia es un desastre y que, de hecho, la vida propia no son las circunstancias. Ni siquiera esa con la que comienza el libro, en la que pierde un brazo, y da pie a un tono narrativo en el que no nos resultarán extrañas ni siquiera asignaturas como el Sofismo que cursan sus hijos en educación secundaria.

Las ilusiones algo románticas del personaje van apareciendo como fantasmas, al antojo de una estructura temporal compleja y un mundo perecedero, demasiado perecedero y con demasiada conciencia de perecedero. Lo peor no es que la vida decida por uno, lo peor es que la vida decide al capricho del momento, sin un plan previo. Y eso va limando los principios de dignidad que creíamos haber edificado en los pulmones.

 

lunes, 16 de noviembre de 2020

ECO

 

Eco

Carlos Frontera

Candaya

Barcelona, 2020

141 páginas

 


Tener cerebro es una maldición. Es cierto que, al mismo tiempo, nos facilita las herramientas terapéuticas: el cerebro se defiende de sí mismo, después de que el cerebro se defienda de su propio dueño. Esto da pie a una suerte de bucles en los que se incluye la literatura de la maldición, dentro de la cual se encuadra esta novela de Carlos Frontera (Sevilla, 1973), de quien habíamos podido conocer su habilidad para el relato en la obra anterior, Andar sin ruido. Ahora nos entrega una novela de situación en la que el narrador está harto de observarse a sí mismo, de pensarse, de saberse. Así pues, comienza una serie de pensamientos encadenados en los que es más preocupante lo que siente que lo que relata; los centros de interés van midiendo nuestro aguante a medida que avanzamos en la lectura: de un postoperatorio pasaremos a las cucarachas; de las cucarachas a los domingos y los síndromes del domingo; luego a la difícil costumbre de cortarse las uñas y, por supuesto, al padre -o al Padre- y las ganas de quemar al padre y, en consecuencia, a la familia y la farsa de la familia, aproximándose a esa figura en el ambiente de una generación.

Al narrador no le quedará otra salida que volverse cínico contra sí. Pero sus limitaciones le impiden ser lo bastante despierto y lo bastante arriesgado como para compartir carácter con, por ejemplo, el narrador de La caída, de Albert Camus. Es cierto que vuelve una y otra vez a su sueño y a despertarse del sueño, como quien se cae con demasiada frecuencia en el charco de sus temores, pero el desenfado es otro componente que flota en la atmósfera de la novela, que así nos permite mirarla con la intensidad que veamos conveniente: “A lo máximo que aspiro es a cierta placidez, a un estado neutro al menos, la ambición de no sentir nada.

“Me falta ser otro.”

Dicho de otra manera, se retrata como alguien que ha elegido mal los itinerarios. Y se empeña en sugestionarse para estar triste, como si la tristeza fuera el orden natural del alma en un mundo que no cesa de ofrecer paradojas y parodias de sí mismo, algunas, ciertamente, tristes. Pero parodias al fin. Hasta tal punto llega uno a escrutar a este individuo que no sabe si para él -y, tal vez, para el autor- carácter e identidad son la misma cosa. No importa. Lo que importa es que encuentra en el sueño del trekking de los Annapurna una vía de escape, un deseo. Aunque, eso sí, uno debe ser muy prudente con los deseos, pues ya sabemos los riesgos que se corren si se llevan a cabo.

jueves, 12 de noviembre de 2020

TODO EN SU SITIO

 

Todo en su sitio

Oliver Sacks

Traducción de Damiá Alou

Anagrama

Barcelona, 2020

303 páginas

 


Sumergirse en el agua sigue poseyendo todo lo simbólico de un bautizo: nadar supone estrenarse, estar dispuesto a inaugurar una nueva vida, volver a salir del líquido amniótico, renacer. Así comienza esta recopilación de ensayos de Oliver Sacks (Londres, 1933 – Nueva York, 2015), con una reflexión sobre el agua en la que se iguala el ejercicio en su interior con la meditación. En los siguientes textos Sacks nos irá refiriendo en qué consisten sus increíbles ganas de conocer, dónde se gestaron, cuál es la génesis de su erudición: su pasión por los museos, por la química, por el arte y la ciencia y los puentes entre el arte y la ciencia, esa especie de árbol con sus animales simbiontes, el amor por el talento en cualquiera de sus vertientes, el descubrimiento de la música que está siempre retornando y el descubrimiento de las alucinaciones auditivas, y, claro está, lo que es propio del gran neurólogo al que hemos seguido durante tantos años con tanta pasión: el elemento humano en medicina, que es el espíritu que subyace bajo cada párrafo, bajo ese estilo sencillo y directo, bajo ese anhelo de comunicación universal, esa intención de hablar con todos y para todos.

En sus recuerdos deliciosos estarán todos estos elementos, pero iremos desvelando, poco a poco, algunas de las facetas humanas que se desplegarán a lo largo de su obra, la científica, la del médico y la literaria: por ejemplo la motivación como leña con la que alimentar la hoguera de la sabiduría, y también la voluntad como motor para hacer crecer al hombre: “Pero la ciencia es toda ella una empresa humana, un desarrollo humano, orgánico, en evolución, con arranques y paradas repentinas, y también con extrañas desviaciones. Surge de su pasado pero nunca lo deja atrás, al igual que nunca dejamos atrás nuestra infancia”.

Desde el humanismo al que atribuimos esa forma de entender la medicina que la aleja de la alopatía y la aproxima a la amistad, entramos en el segundo bloque en que se dividen los ensayos, el dedicado a historias clínicas, a personas concretas. A través de su experiencia, describiendo síndromes y enfermedades, entramos en un mundo de sueños y el significado de los sueños, de sucedáneos de muerte y de resurrecciones, de paradojas en las que se confronta a la filosofía y a la ciencia, de vacíos, de experiencias con el tiempo, experiencias en las que el tiempo es una materia dúctil, de exageraciones que rozan lo inverosímil, de dudas, muchas dudas, de genios en los que la locura y la lucidez se confunden. Los temas constantes de la obra de Sacks reaparecen con toda su empatía: la identidad y su pérdida o su atribución, la esencia de lo que somos, la perpetua ignorancia y el desvelamiento, las versiones de la realidad, y la seducción de la enfermedad, a través de la cual se puede revelar el mundo, la vida, el universo.

“Pero igual que ocurre con el Everest, también existe una profunda emoción en la exploración científica que pretende probar una hipótesis. La búsqueda de la isla mágica nos demuestra que la ciencia está lejos de ser pura frialdad y cálculo, tal como imagina mucha gente, y que también está impregnada de pasión, ambición y romanticismo”.

Así confiesa que la vida sigue, que no ha sido capaz de separar ciencia de pasión ni pasión de amor, y que la capacidad de amar nos distingue de las plantas, aunque sobre las plantas también se proyecte: como sobre los helechos. Y también sobre los arenques, la ciencia ficción, los libros (de nuevo) y los jardines.

viernes, 6 de noviembre de 2020

UNA CALLE SIN NOMBRE

 

Una calle sin nombre

Kapka Kassabova

Traducción de Ernesto Rubio

La Caja Books

Madrid, 2020

330 páginas

 

 


Resiliencia supone descartar el vaso medio vacío, pero mantenerlo en la memoria para jamás olvidar de dónde venimos. Para superar la tristeza de un pasado en el que no pudimos apenas intervenir, porque la infancia es un refugio a la vez que un lugar en el que fuimos espectadores hace falta mucha dosis de resiliencia, entendiéndola como arte. Kapka Kassabova (Sofía, 1973) ejecuta en este libro, Una calle sin nombre, un ejercicio artístico que es terapia para ella, y una entrega de literatura extraordinaria para nosotros. Kassabova viaja dos veces a Bulgaria, la primera con la memoria y la segunda con el espíritu de la reconciliación flotando en los pulmones. En la primera parte de la obra, nos ofrece una sesión de memoria en la que la educación sentimental pasa por no terminar de entender las emociones: la vida era gris, sí, pero la infancia es el paraíso donde habita el amor que no se hace preguntas. La relación que va haciendo de esa Sofía, la capital de Bulgaria, en época dictatorial -un adjetivo que no utiliza nunca- es una secuencia de las formas que adopta la decadencia: las afecciones humanas, las políticas o las económicas. La impresión que vamos teniendo es que Kassabova pasó la infancia en un desguace, enfrentándose a “los crueles deberes de la realidad”.

Mira al pasado con amor, a pesar de la tristeza. Pero la tristeza no es lo mismo que la depresión: la depresión es la música de un violín desafinado, mientras que la tristeza es un adagio. Reconocemos una versión gris de la infelicidad, al mismo tiempo que se nos van mostrando grietas por las que entra la luz a través de los muros que acotan la infancia, la educación sentimental. En cierta medida, la educación que ha ido haciendo de ella una persona al margen. Kassabova terminará por salir del país para dar con sus huesos en Nueva Zelanda. Desde allí, sintiéndose una persona con dos patrias o sin patria definida, regresará a Bulgaria para resolver el enigma acerca de qué fue de aquello que la formó en la infancia y que afectaba a toda la familia:

»Elegí ver la emigración y el nomadismo como una forma de escape, no como una pérdida. ¿No tener un hogar? Eso no supone ningún problema, el mundo entero es una ostra. “¿De dónde eres?”, preguntan. “¿Acaso importa?”, contesto.

»Pero sí importa. »

Lo normal es sentirse más vinculado al pasado que al presente. Pero esa duda transformará en alma el viaje que Kassabova emprenderá para encontrar cómo las raíces se han transformado en maleza o en árbol. En la segunda parte, la crónica del viaje, escrita con un estilo muy elegante, los paisajes y las personas van cobrando más y más protagonismo. La autora elige ser testigo, ofrecer testimonio de un país que también está más vinculado al pasado que al presente, pero ya se ido tiñendo de otros colores. Ahora, en Sofía, junto a uno de los edificios que nos remiten un poco a lo siniestro, se ha construido un McDonald’s. Ahora, también, puede detenerse a contemplar el arte bizantino o a charlar sobre los viejos y los nuevos tiempos con los taxistas, con los turcos, con los aldeanos. Al tiempo que va reconociendo en qué se ha convertido el país, que navega con el ancla todavía sin terminar de elevarse, reconoce cuánto le debe a su formación el haber vivido. Puede que no se tratara de la infancia idílica a la que nos amarramos en tiempos de naufragio, pero pudo ser una infancia.

Pero, ¿cuál es la cualidad esencial que va descubriendo en la nueva Bulgaria? El tema del libro es el orgullo. Y este orgullo puede expresarse en algo que uno llamaría nación, si supiera cómo terminar de definir el concepto. Pero Kassabova ve el nacionalismo como una especie de broma, “las estrellas de la grandeza social imaginaria”, dice. Bulgaria es un sitio donde el capitalismo también va imponiendo su ley.

»-Olvídate de todo ese rollo de libertad y perfección -murmulla Rado-. Esto es o beneficio o muerte. »

Bulgaria es un puente por el que han atravesado infinitas culturas, al tiempo que un lugar en el que la infancia de Kassabova ya no podría tener lugar. Es un lugar encantado a la par que maldito, y en esa tesitura, en esa dualidad, en ese trastorno bipolar es en el que se mueve la gran literatura que va desarrollándose a lo largo de la obra. El comentario que lo define es expresión de una mujer de la limpieza, una emigrante, una nómada contemporánea, en un hotel de Estambul, hablando de su marido:

»No sé, echa mucho de menos aquello, sus amigos, el pueblo. No se acaba de acostumbrar a esto… Dice que quiere jubilarse allí, en el mar Negro. Yo le digo que se olvide de Bulgaria, pero es muy testarudo. Dice que allí están todos los recuerdos. »

 

Fuente: La línea del horizonte

miércoles, 4 de noviembre de 2020

LA ARENA DEL DESIERTO

 

La arena del desierto

Lotte Lentes

Traducción de Irene de la Torre

Lengua de Trapo

Madrid, 2020

75 páginas

 


¿Qué oculta el protagonista de un atentado suicida? La idea, terrible, de que al final es alguien convencido de estar luchando por una causa justa, no cesa de flotar alrededor de lo cruel. Se trata de alguien convencido de estar contribuyendo a un mundo mejor, de alguien que sí entiende que el fin y los medios son cosas diferentes y que lo segundo debe estar en función de lo primero. Se trata de creer en valores absolutos y estar convencido de que sólo los propios son una razón por la que merece la pena vivir o entregar la vida. Estas dudas las han expresado antes autores de prestigio, y hoy vienen a acompañar a esta novela breve, escrita por una joven autora. Lotte Lentes (Alemania, 1990) conoce de primera mano un suceso, un intento fallido de atentado de un muchacho, miembro del Estado Islámico, y reconstruye cómo debieron ser los días en que la formación del terrorista da lugar a una mente que vemos como endiablada, pero que él entiende como purísima. Y lo hace sin odio, sin tomar partido. De hecho, el ejercicio de empatía que ejecuta Lentes es memorable: lo que le vaya sucediendo al muchacho tendrá, a la fuerza, que afectarle. No es insensible, más bien al contrario, se trata de un espíritu abierto, de alguien que siente un vacío que debe ser llenado.

¿Qué le van ofreciendo los miembros del Estado Islámico que conoce en Siria? Le muestran una Tierra Prometida, y este tipo de promesas sustituyen a las certezas: nos ponen un suelo en el que pisar, construyen a nuestro alrededor unos muros que nos protegerán de los vientos y nos ofrecerán refugio, un techo en instantes de tormenta. Lentes escruta cómo funciona la mente de alguien a quien le afecta demasiado la situación, y al mismo tiempo que intenta comprender al muchacho construye el relato con una sencillez que da envidia. En cualquier momento ha podido producirse el punto de contaminación, como marca Aixa de la Cruz en el prólogo, y, sin embargo, este resulta más creíble como secuencia, como una acumulación lene y como la necesaria resolución al malestar de baja intensidad que sufrimos constantemente. La obra funciona a la perfección por una candidez y pretendida, por un talento de una autora que sabe que un impulso es una buena manera de saber que uno tiene algo importante que contar, pero que será el pulso lo que la lleve a contarlo con firmeza, con anhelo a la par que con seguridad.

martes, 3 de noviembre de 2020

LAS CIUDADES EVANESCENTES

 

Las ciudades evanescentes

Ramón Lobo

Península

Barcelona, 2020

188 páginas

 


Las posibilidades de engañarse a uno mismo son infinitas y, además, son bastante baratas. No existe diferencia entre estar enamorado y creerse enamorado -como nos demostró la locura de Alonso Quijano-, es cierto, pero también caemos con frecuencia en eso que los psicólogos llaman disonancia congnitiva, una alteración del pensamiento, de la razón, que nos permite la supervivencia y la mejor consideración de uno mismo. La oferta social, que es tanto como decir la oferta del mercado, nos guía hacia la acumulación de bienes que no necesitamos. Pero no solo bienes, pues las apps de los teléfonos móviles no se pueden considerar parte de un ajuar o de un tesoro. Y mientras acumulamos lo que no necesitamos ni usaremos jamás, o usaremos tan sólo para perder minutos creyendo que entretenerse es darle chispa a la vida, entregarse a la pasión, dejamos de disfrutar de lo que nos rodea.

Sobre este tipo de humus nos hemos construido o destruido, todavía ignoramos bien qué y cómo, durante una etapa de confinamiento, durante una etapa en la que hemos reconocido que descubrir es descubrir el horror. De eso trata estas ciudades evanescentes, que Ramón Lobo (Lagunillas, Venezuela, 1955) nos entrega a modo de carta de consuelo, a modo de explicación. Es fácil irse reconociendo en las reflexiones que va desarrollando, sobre todo en la soledad -la de la casa, la de la calle, la del anciano-, mientras asistimos a un ejercicio de socioperiodismo cuyo objetivo es alcanzar cierto grado de serenidad, mirar con calma. Al fin y al cabo, Lobo pretende, como la inmensa mayoría de nosotros la inmensa mayoría del tiempo, alcanzar el descanso. Con ese horizonte en el objetivo va desarrollando un dietario sobre el periodo de confinamiento que es, a la vez, una denuncia de la ciudad líquida, una denuncia de la sociedad entregada a los mercaderes. El capitalismo financiero ha destrozado los atisbos de humanidad y ahora nos encontramos con que debemos flotar en un líquido que no es armónico. Y nos vemos con el agua al cuello. De ahí que el malestar vaya alcanzando cimas incontrolables. Ojalá fuera uno de esos malestares que imprime la naturaleza, de esos que se asemejan a lo triste, pero no, con lo que Ramón Lobo lidia se podría conocer como desconexión humana.

Es cierto que se desenvuelve en un tipo de pensamiento acorde a la gente, como pensado en la divulgación, pero también que esa facilidad nos lleva de la mano a la empatía. Si nos reconocemos en el mundo low-cost que describe es porque guardamos unos gramos de espíritu crítico, aunque sólo sea el mismo espíritu que llevó a Jesucristo a arrojar a los mercaderes fuera del templo en un acto violento que seguimos considerando justo. Pero el low-cost que vamos encontrando afecta también al alma. Hemos desarrollado un espíritu barato, en el que se confunde popularidad con aceptación. Con tanta falsedad por delante, el esfuerzo para reconocer la dignidad en cada uno de nuestros pechos ha resultado algo así como trazar surcos en el agua. No somos seres éticos y si nos dejamos llevar por textos como éste, podremos tener todavía esperanza. Tal vez sí nos quepa la ocasión de volver a serlo, siempre y cuando abandonemos, de entrada, el lenguaje bélico propio de una sociedad capitalista, ese que tanto daño ha ocasionado en tiempos de crisis, y comencemos a considerar que debería existir una bolsa de valores éticos por encima del IBEX 35.