lunes, 16 de noviembre de 2020

ECO

 

Eco

Carlos Frontera

Candaya

Barcelona, 2020

141 páginas

 


Tener cerebro es una maldición. Es cierto que, al mismo tiempo, nos facilita las herramientas terapéuticas: el cerebro se defiende de sí mismo, después de que el cerebro se defienda de su propio dueño. Esto da pie a una suerte de bucles en los que se incluye la literatura de la maldición, dentro de la cual se encuadra esta novela de Carlos Frontera (Sevilla, 1973), de quien habíamos podido conocer su habilidad para el relato en la obra anterior, Andar sin ruido. Ahora nos entrega una novela de situación en la que el narrador está harto de observarse a sí mismo, de pensarse, de saberse. Así pues, comienza una serie de pensamientos encadenados en los que es más preocupante lo que siente que lo que relata; los centros de interés van midiendo nuestro aguante a medida que avanzamos en la lectura: de un postoperatorio pasaremos a las cucarachas; de las cucarachas a los domingos y los síndromes del domingo; luego a la difícil costumbre de cortarse las uñas y, por supuesto, al padre -o al Padre- y las ganas de quemar al padre y, en consecuencia, a la familia y la farsa de la familia, aproximándose a esa figura en el ambiente de una generación.

Al narrador no le quedará otra salida que volverse cínico contra sí. Pero sus limitaciones le impiden ser lo bastante despierto y lo bastante arriesgado como para compartir carácter con, por ejemplo, el narrador de La caída, de Albert Camus. Es cierto que vuelve una y otra vez a su sueño y a despertarse del sueño, como quien se cae con demasiada frecuencia en el charco de sus temores, pero el desenfado es otro componente que flota en la atmósfera de la novela, que así nos permite mirarla con la intensidad que veamos conveniente: “A lo máximo que aspiro es a cierta placidez, a un estado neutro al menos, la ambición de no sentir nada.

“Me falta ser otro.”

Dicho de otra manera, se retrata como alguien que ha elegido mal los itinerarios. Y se empeña en sugestionarse para estar triste, como si la tristeza fuera el orden natural del alma en un mundo que no cesa de ofrecer paradojas y parodias de sí mismo, algunas, ciertamente, tristes. Pero parodias al fin. Hasta tal punto llega uno a escrutar a este individuo que no sabe si para él -y, tal vez, para el autor- carácter e identidad son la misma cosa. No importa. Lo que importa es que encuentra en el sueño del trekking de los Annapurna una vía de escape, un deseo. Aunque, eso sí, uno debe ser muy prudente con los deseos, pues ya sabemos los riesgos que se corren si se llevan a cabo.

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