martes, 9 de agosto de 2022

EL VIAJE DE CHIHIRO

 

El viaje de Chihiro

 



Tal vez sea la categoría más asombrosa, entendiendo por asombroso algo lleno de entusiasmo, que un lector pueda elaborar: la de los libros que tras su lectura piensa que hubiera deseado escribir él mismo. En mi espacio personal enmarco muy pocos así, y los conservo en las mejores estanterías de la memoria, donde están siempre expuestos, siempre listos para regresar al primer plano de los pensamientos sentimentales. Por ahí anda Pedro Páramo, El desierto de los tártaros, Helena o el mar del verano y, por supuesto y siempre, Mientras agonizo. Como espectador de cine, resulta más complicado pensar en esos términos, pues una película es una obra plural y tal vez no sabría decir si me hubiera gustado escribir el guion, dirigir o, sencillamente, idear Sin perdón, Plácido o Una historia verdadera. Con El viaje de Chihiro me sucede todo ello a la vez: ojalá la hubiera imaginado, ojalá la hubiera puesto en escena, la hubiera dibujado, la hubiera producido, ojalá hubiera sido el director de arte y el guionista. Ojalá fuera mi criatura. La única forma que tengo de integrarla en mi vida es volver a verla. Y es mucho. Así participo de ella con credulidad y, por tanto, con entusiasmo: ¿cómo puede ser malo el mundo si ha permitido la creación de un Bildungsroman como El viaje de Chihiro?

Como relato de iniciación, sorprende el ambiente: lo que lleva a madurar no es el enfrentamiento al mundo de los adultos, ni la supervivencia social, ni siquiera la aventura para la que su cuerpo se supone que no está capacitado, pues el viaje de iniciación tiene lugar, como no habíamos visto nunca, en un mundo que suele atribuirse como propio de los niños: el mundo de la fantasía. Hay fantasmas, monstruos, seres raros, magos, dragones… Uno crece desde el mundo de la infancia, no desde los presupuestos que imponen sus mayores.

El viaje comienza con una familia compuesta por unos padres y su hija, que abandonan la ciudad para irse a vivir cerca de los bosques. Allí, en uno de los escasos rincones donde pervive o se permite pervivir al bosque y a los seres del bosque que se alejan de los hombres, comienza lo que se supone que es extraño. Decimos se supone porque enfrentarse a duendes y hadas, a trols y fuegos fatuos, no entra en los criterios de lo cotidiano del urbanita. Sí fue parte de la vida de los pastores durante siglos: en el bosque había fenómenos y ruidos inexplicables. Nada más empezar, nuestra protagonista debe integrarse en el mundo de la imaginación: “Tienes que comer algo de este mundo, sino desaparecerás”, le advierte el que será su salvaguarda. Luego convive con los ocho millones de dioses que acuden de noche al hotel de aguas termales. Pero ¿quiénes son esos dioses? ¿Qué se supone que son los dioses en una cultura tan alejada? Hablamos de seres deformes, algunos horribles, otros graciosos, que se mueven como un banco de medusas. En la mitología japonesa los dioses representan elementos naturales: agua, fuego, luna, viento, etc. De hecho, serán los que representen al río quienes cobren un protagonismo más especial en una reivindicación ecológica que aquí se oculta, pero que en La princesa Mononoke, otras de las grandes películas del estudio Ghibli, saltaba a primer plano.

Nuestra protagonista, la niña Chihiro, enseguida es aceptada con ternura por los seres más humildes que habitan entre los sirvientes del hotel. Y se irá ganando el afecto de los demás mostrando que no rendirse significa no rendir la sonrisa, la generosidad, la buena disposición, sentir el valor de los demás para sostener el valor propio. Hay un detalle que me hace recordar, cada vez que la veo, a Los libros de Terramar, la trilogía de magos y dragones de Ursula K. Leguin que leí con diecisiete años: la importancia que se concede al nombre verdadero, a no olvidarlo, a conocer el nombre de los demás. Nombrar es conocimiento: sé quién eres, sé quién eres en verdad. Cada vez que reviso esta película siento la misma forma de felicidad que sentí en la adolescencia leyendo aquellos libros de fantasía. La felicidad es imposible definir, a no ser que seamos capaces de poner nombre verdadero a lo que sale del corazón. Y para eso todavía no se ha creado un lenguaje.