domingo, 31 de marzo de 2019

SIGUIENDO A MOBY DICK


Siguiendo a Moby Dick
Owen Chase, J.N. Reynolds, Emili Olcina (editor)
Laertes
2018
221 páginas

Sabíamos, gracias a obras como En el corazón del mar, de Nathaniel Philbrick, que existió al menos una gran ballena blanca. Sabíamos que antes de que Moby Dick se instalara en el corazón de la humanidad como una leyenda que encoge los latidos, por su capacidad para representar el mal hasta en la dimensión de las desconocidas profundidades de los océanos, entre los marinos se daba la obsesión y se prodigaba la muerte. La lucha contra los monstruos de las aguas, una lucha inmensamente desigual, estaba relacionada con la codicia, codicia por la riqueza que guardaban dentro de la piel, sí, pero también codicia por una especie de ardor guerrero que, entendían, era algo natural, algo innato en el hombre, en el varón, en el cazador. El capitán Ahab sería una caricatura del mismo de no encontrárnoslo en un entorno aterrador, en una historia en la que sabemos que se impuso la muerte, la violencia del mal.
En esta recopilación de textos, a cargo de Emili Olcina, queda reflejada la obsesión y las consecuencias de la obsesión, cuyo imperativo será sembrar más dudas, más misterio, más terror. En realidad, Olcina selecciona dos textos, suficientes como para aturdirnos con los reportajes de la gran ballena blanca que asesinaba hombres, que destrozaba barcos por su fuerza, sí, pero también por su inteligencia. El primero de los relatos, expuestos en orden cronológico, pertenece a uno de los supervivientes del Essex, el barco que protagoniza los primeros meses de En el corazón del mar. No se trata de ninguna ficción, sino de una narración sobre el naufragio. Que el mismo lo haya provocado una leyenda, un ser que no debería de existir, no hace sino aumentar el verdadero tema del naufragio: la lucha por no perder la cordura. Hay un interés acérrimo en el diario, un interés por los actos que llevaran a una determinación por ir abandonando lo que nos hace humanos. Pero también un interés por la representación del naufragio como metáfora. En buena medida, todos estamos abandonados a los caprichos de un océano, todos naufragamos, todos estamos al borde de la locura y no existe otro tema que no sea mantenernos en pie con dignidad. Apenas hemos creado inventos que nos ayuden a no caer en la violencia de la antropofagia o la crueldad, normas de convivencia que nos ayuden, como las que marcan los semáforos, o una química que nos relaje, como la del Alprazolam. En el caso extremo de un verdadero naufragio, la locura terminará por desatarse, por ser lo que, junto al maltrecho bote, mantenga vivo un día más a alguno de los que la padecen.
El segundo texto nos habla de una leyenda a flor de agua: Mocha Dyck, una bestia que conocieron algunos arponeros, en las aguas del Pacífico, de la que surge el nombre de la criatura de Melville. En este caso el protagonismo de la acción es la caza y será el fracaso. Lo que transmite el relato de uno de los hombres de abordo, el primer oficial, es la maldición de los límites del ser humano: ni nuestras fuerzas son suficientes como para acabar con la bestia, ni nuestro gran invento, el barco, soportará la furia del demonio. En el océano somos un mero turista, por mucho que nos disfracemos con armamento, sujetos a las leyes de una naturaleza que puede presentar batalla y que, sabemos, en caso de cólera tiene todas las posibilidades de ganar. Tiene todas las posibilidades de acabar con nosotros. El relato, como varios de Conrad, está narrado de manera oral, como si uno de los que lo escucharan registrara las palabras que reflejan la batalla, y funciona tan bien como los del genial autor polaco.
El conjunto es un libro que nos explica Moby Dick, pero no lo interpreta en el aspecto moral o artístico. El resultado nos habla de las razones por las que la obra de Melville se ha convertido en una de las grandes novelas de la historia: la existencia real de todos los males que Melville supo recoger y convocar a la hora de escribir una obra en la que todas las páginas nos hablan del infierno.

sábado, 30 de marzo de 2019

FISIOGNÓMICA


Fisiognómica
Pseudo Aristóteles
Traducción de Jorge Cano Cuenca
Mármara
Madrid, 2019
71 páginas

Este breve texto, atribuido sin rigor a un tal Aristóteles que bien pudiera ser el famoso filósofo, es un apunte en el que se desglosa el refrán que dicta que los ojos son el espejo del alma. Teniendo en cuenta que los animales tienen alma y que el ser humano contiene en sí un temperamento animal, se inicia un desglose de características físicas con sus correspondientes atributos de personalidad: “de qué clase de elementos se toman las señales (…): la fisiognomía opera a partir de los movimientos, las posturas corporales, los colores, los signos de carácter que se muestran en el rostro, los cabellos, la tersura de la piel, la voz, la corpulencia, las partes del cuerpo y la forma del cuerpo entero”. Dicho de otra manera, será imposible ocultarse al ojo del fisiognomista. Estamos desnudos, irrevocablemente, y eso que nos creíamos libres.
El autor, se apunta en el prólogo de Jorge Cano, es un “firme defensor de la idea de que las afecciones del ánimo alteran simultáneamente el cuerpo y el alma y que el cambio del cuerpo conlleva una transformación en la condición anímica y de que el eidos corporal -las características físicas- está indisolublemente vinculado a unos rasgos temperamentales”. La idea de que la inteligencia no es única prerrogativa del cerebro se impone: pensamos con todo el cuerpo, con todas sus células, pero somos mucho más que la suma de estos pensamientos que en ocasiones llamamos emociones: miedo, ternura, sensibilidad. De esta manera el autor crea una suerte de arquetipos, a los que únicamente faltaría añadir aquellos rasgos que se vinculan con los gustos, con la manera de vestir, por ejemplo, con la manera de lucirse o esconderse: “En los seres humanos, la selección de signos es la siguiente. Quienes tienen pies fuertes, grandes, articulados y nervudos son también de ánimo vigoroso: esto es aplicable al género masculino. Quienes tienen los pies pequeños, estrechos y poco articulados, resultan más gratos a la vista que fornidos y son más débiles anímicamente: esto es aplicable al género femenino. Los dedos de los pies curvos son propios de desvergonzados; también los que tienen las uñas curvas: esto es atribuible a las aves que tienen las garras corvas. Unos dedos de los pies apretados son propios de asustadizos: así sucede con las codornices de los pantanos que tienen las patas estrechas”.
Este es el tono que mantiene el ensayo, un intento de descubrir la naturaleza humana vinculando al hombre con la naturaleza, un intento que concluirá diciendo que los ojos y el entorno de los ojos son las características donde se muestra mejor aquello que subyace, los lugares que suministran los rasgos más claros y “en los que se aprecia la más plena evidencia de entendimiento”. Si es que la persona con la que hablamos nos mira a los ojos y muestra estar entendiéndonos. Porque resultará difícil la fisiognomía aquí propuesta frente a la gente de pensamiento único y con una monomanía en vigor. A estas alturas, fallecido hace tiempo Freud, esta lectura viene a ser refrescante, una incitación a revivir la capacidad de observación.

viernes, 29 de marzo de 2019

ANNAPURNA, LA OTRA VERDAD


Annapurna, la otra verdad.
David Roberts
Traducción de Neus Gimeno Gimeno
Tushita
Barcelona, 2018
270 páginas


Cuando David Roberts (1943) se propone narrar la historia de la primera ascensión con éxito a una cumbre de más de ocho mil metros, sus sospechas ya le han llevado a una conclusión: Maurice Herzog, autor de Annapurna, primer ocho mil, miente. No solo miente, sino que lo hace con premeditación, con una estrategia planificada desde que se gestó la expedición. Y no se limita a faltar a la verdad, sino que además lo hace por culpa de un espíritu iluminado. Según las intuiciones de Roberts, Herzog se imprime a sí mismo la convicción de un Mesías y esa imagen será la que le lance al estrellato, la que le mantendrá con vida, con una buena vida, hasta que le llegue la muerte. David Roberts es un periodista y alpinista especializado en resolver casos abiertos. Ya habíamos leído Grandes engaños de la exploración. Pero también es un autor que ofrece sus capacidades a gente como Alex Honnold para intentar transmitir los fundamentos emocionales de su pasión, como comprobamos en Solo en la pared. Este libro se publicó en el año 2000 y desde entonces las aguas se han calmado bastante. Parece haberse llegado a un consenso sobre el mito de la expedición al Annapurna, en el que Herzog, efectivamente, no es el tipo tan grande, el tipo que jamás comete errores, el tipo que decide, el líder carismático, el que pacifica y pone tanto músculo como los demás, que se retrata a sí mismo en su libro. Pero tampoco es un don nadie. Aquella expedición holló la cima del Annapurna gracias a él, a su convicción, a su resolución y a sus capacidades físicas. Si bien su aportación fue imprescindible, también lo fue la de los otros miembros de la expedición, a saber: Gaston Rebuffat, Lionel Terray y Louis Lachenal, sobre todo.
El libro es un tributo a estos tres grandes guías alpinos. Es cierto, sí, que se cuestiona la verdad oficial, sobre todo al leer un párrafo como este: “En 1998, Foutharkey, uno de los pocos sherpas de la expedición que aún seguía con vida, vino a París. La prensa acudió al evento y Herzog, que no lo había visto en cuarenta y ocho años, le saludó brevemente. Justo después, Bernard George, que estaba filmando un documental del Annapurna, entrevistó al sherpa. Con la ayuda de un intérprete y en vos muy baja, Foutharkey comparó la opinión que su pueblo tenía de Herzog con la de Sir Edmund Hillary, quien después del Everest se dedicó a construir escuelas y hospitales para los sherpas: “Hillary es un héroe nacional en Nepal mientras que Herzog no creo que lo sea… Estuve cargando a este hombre a cuestas, hasta que empecé a notar que tenía sangre en la boca, y hoy solo tiene cinco minutos para mí. No me lo puedo creer””.
Se trata de un párrafo concluyente. No se refiere a terceros testimonios ni a interpretaciones, no es parte de la investigación documental, sino el parecer de un testigo y, lo que es más, de un testigo pobre, de un testigo que no pretendía pasar a la historia, pues hasta desconoce en qué consiste la historia. Aunque a lo largo del libro Roberts encuentra diferentes versiones y muchas dudas, es aquí donde derriba el mito de Herzog. Y lo hace casi sin darse cuenta. El libro, por lo demás, es una reconstrucción de las leyendas de Rebuffat, Terray y Lachenal, los tres alpinistas que fueron sus faros, sucesivamente, en su formación humana. Roberts comienza reseñando sus pasados, su construcción, su formación y su desparpajo. Los ubica en el nacimiento no ya del alpinismo modernos, sino del amor purísimo a la actividad al aire libre. Posteriormente entramos en la expedición, en las decisiones cuestionables que se tomaron justo antes de subirse al avión, como la firma de un contrato por el que Herzog conservaba la exclusiva del relato, hasta el regreso a Delhi, trabado por el ansia de Herzog de protagonizar alguna fotografía. Durante la exposición del ascenso, Roberts no niega los valores y virtudes de Herzog, pero su intención es sobreponer a los tres grandes y darles el relieve del que el propio Herzog duda en algún momento de su libro. Lachenal se vuelve más astuto de lo que se nos dibujaba, Terray un hombre con contradicciones además de una fuerza de la naturaleza, Rebuffat un romántico insuperable.
Roberts se entrevista con los familiares y hasta descubre manuscritos inéditos de los tres, que le sirven para atar cabos. Su trabajo es encomiable, pero es mucho más encomiable su amor por los amigos del Annapurna. Una vez cerrado el capítulo de la expedición, y mientras narra el proceso en que destina viajes y tiempo a investigar, Roberts les acompaña en sus logros posteriores: la resiliencia de Lachenal, el buen espíritu deportivo de Rebuffat, los logros de Terray como jefe de expedición. En tiempos revueltos, siguen perteneciendo a esa estirpe de los hombres, tan escasa, que llevan la antorcha cuando nos adentramos en la caverna. Ese es el resumen del espíritu de este libro: frente a alguien que quiso deslumbrar, la luz que emitieron, que emiten, los tres amigos, es esa tan escasa, tan poco habitual, que aparta las tinieblas. Es el tipo de luz que más necesitamos. Por eso estamos agradecidos al esfuerzo que ha hecho David Roberts.


miércoles, 27 de marzo de 2019

INSÓLITAS


Insólitas
VV.AA.
Páginas de espuma
Madrid, 2019
490 páginas

En la introducción de este libro, esta gran idea que es Insólitas, se nos comenta que “lo interesante es que lo insólito desenmascara la naturaleza relativa y arbitraria del sistema social, se oponen al orden institucional y expresa los impulsos de que deberían ser reprimidos desde la perspectiva de lo normativo”. Lo más interesante de la lectura de estos relatos es la indagación que se hace en cuál es el sustrato de ese sistema social, en qué consisten las bases de la farsa en la que vivimos o que hemos creado, o que han creado otros por nosotros. Porque el sistema social, a fin de cuentas, no deja de ser una obra a beneficio de los que deciden, que son los más ricos, los más fuertes y, casi siempre, los más malos. En la mayoría de las voces destaca la reducción del sistema social al ámbito privado, al más humano, a lo próximo, a lo que podemos reconocer, a esa fábula que acostumbramos a llamar familia. Por las páginas de esta antología desfilan hermanos, padres, madres, primos y hogares, muchos hogares, que son el continente donde se encierra la realidad, la imaginación y hasta la fantasía, pues las intenciones de esta última son, con frecuencia, utilizar un recurso para salir de la pesadilla tradicional.
Lo que ocurre, en algunos de estos casos, es que las pesadillas son, a su vez, gestores de nuevas pesadillas. La fantasía tiene sus riesgos, y uno de ellos es que no somos dueños de nuestro destino. Sí de la voluntad, pero una voluntad individual, a pesar del mensaje que se nos lanza continuamente sobre el sueño americano, desde La Cenicienta hasta las películas de Marvel, apenas puede mellar lo que han decidido por nosotros. El destino está ligado, demasiado ligado, a la naturaleza relativa y arbitraria del sistema social, y a medida que uno va descubriendo, que uno va leyendo, se cuestiona si esa arbitrariedad funciona con el mismo caos para los que sufren el relato, nosotros, que para los que construyen el relato, los fuertes, los ricos, los malos. La maldad, es tradición, forma parte inequívoca del relato fantástico. Para ello los narradores, también estas narradoras, se acercan a la humanidad más desvalida, dejando claro cuál es la intención de denuncia: al niño, a la mujer, al discapacitado. O a la niña, que es doblemente víctima, por sufrir a los adultos y por sufrir el patriarcado, y que si de esto somos conscientes en la realidad, la debilidad se agudizará aún más cuando las hipérboles transformen esa realidad en una fantasía que bebe de lo real. En alguno de los relatos beberán hasta del realismo social, en otros de ese género que acostumbra a predecir la ruta torcida que hemos elegido, ese género que llamamos ciencia ficción.
Todos los géneros caben en estas veintisiete historias, desde la fábula hasta la pesadilla, desde la mitomanía hasta el erotismo, desde la mitología hasta el terror psicológico. Se trata de un mapa de la lengua que nos une, en el que cada relato suena con una música diferente, procurando, mérito de las antólogas, que cada música se corresponda a la historia que se está contando. Los relatos están escritos desde diferentes oídos, incluyendo los clásicos y los que se adaptan a nuevos temas. Aunque todos ellos nos mencionan, al fondo, alguna de las diferentes formas de neurosis que existen: no hay lesiones en el sistema nervioso, pero se presentan alteraciones emocionales tanto en los protagonistas como en el lector: histerias, fobias, trastornos obsesivos, depresiones, hipocondrías, melancolías… Todo un panorama de enfermedades, curables, eso sí, aunque sea gracias a la literatura, que se significan por la distancia entre la civilización y el individuo, por la distancia entre el alma y el sistema social, el orden institucional. Lo fantástico delata los riesgos de lo que somos frente a lo que estamos viviendo. De ahí la necesidad de afrontarlo con imaginación, de ahí la necesidad de tener una serie de puntos de fuga por los que librarnos, aunque sea momentáneamente, de aquello que nos muerde los tobillos. Con la fantasía nos movemos, pero podemos regresar al sitio de partida en un parpadeo. Huimos y nos escondemos sin que el bienestar de los demás peligre. De ahí que los buenos hombres buenos, las buenas mujeres buenas, ejerzan este oficio, en lugar de tratar de sumarse a los más fuertes, a los más ricos, a los más malos a la hora de escribir el destino, que no deja de ser una estupidez, pues el futuro, lo saben desde hace siglos los monjes budistas, no existe.


domingo, 24 de marzo de 2019

LA ASCENSIÓN AL MONT VENTOUX


La ascensión al Mont Ventoux
Francesco Petrarca
Traducción de Íñigo Ruiz Arzalluz
La línea del horizonte
Madrid, 2019
77 páginas

Se recupera este hermoso texto de Petrarca, esta carta a su padre en la que el clásico italiano vuelve a desnudarse, a mostrar cuál es el color del alma o, al menos, a mostrarnos quién es la persona que desearía ser. Petrarca decide emprender la ruta hasta la cima del Mont Ventoux, al sur de Francia, con ánimo de contemplar el mundo desde la cima. Este espíritu de contemplación es idéntico al de los sabios católicos de la época, al de las meditaciones de Santa Teresa o San Juan de la Cruz, y se corresponde, como dice Eduardo Martínez de Pisón en un prólogo completísimo, a “un modo de declaración de lo que podía sentir y pensar una persona excepcional subiendo a una montaña en su propio siglo, con sus contradicciones”. Petrarca, recordemos, era geógrafo, pero era, por encima de todo, un hombre que identificaba lo espiritual con lo religioso, la sensibilidad con la inteligencia, unos principios de los cuales solo cabe decantar una cosa: la poesía.
Petrarca asciende en busca de la resonancia de su alma, un objetivo que empequeñece a la visión desde la cima, pues no hay mayor cima que conocerse a uno mismo, que encontrarse con uno mismo y con su dios. Al principio, como todo alpinista, se debate a la hora de cómo emprender la ascensión: la soledad es muy atractiva y la mayoría de los compañeros posibles cojean de algún pie que la enturbiaría. Emprende la ruta acompañado de su hermano menor, ese al que uno admira y desea parecerse, y lo narra en unas líneas que constituyen una declaración literaria, la de la condición humana. Cuando, a mitad de camino y coincidiendo con el encuentro con un pastor, optan por reducir el equipaje, nos enfrentamos a un principio del montañismo y, al mismo tiempo, a un principio de la vida espiritual. Ese vivir con lo justo, con lo apenas necesario, refleja la conciencia de este texto, que es epistolar y que es parábola. Martínez de Pisón reconstruye las etapas de la ascensión -la decisión, el esfuerzo, la culminación, la renuncia, el relato-, que Petrarca desgrana en continuidad, con ese talento para la belleza que le ha hecho ser partícipe activo de la historia. Estamos frente a un texto delicioso, un texto sobre cómo deberíamos estar haciendo y compartiendo alma.

viernes, 22 de marzo de 2019

LA CIUDAD PERDIDA DEL DIOS MONO


La ciudad perdida del Dios Mono
Douglas Preston
Traducción de Hugo López Araiza Bravo
Literatura Random House
Barcelona, 2018
385 páginas


Que en el siglo XXI quede un rincón sin explorar no es ya un hallazgo, sino una osadía. ¿Cómo es posible que un rincón del planeta se haya escapado a Google Maps? Y, sin embargo, existen rutas por las que el hombre de hoy, remitiéndonos a ese concepto con un inevitable prejuicio colonial, no ha pisado. Sin embargo, es posible que sin haberlos pisado los haya conocido hasta en tres dimensiones gracias a las técnicas actuales de cartografía: son lugares que se hayan en el centro de Sáhara o de la Antártida. Lo que sería más complicado de entender es que se nos haya escapado, a la ambición del colono y a la de la economía, un territorio en un pequeño país como es Honduras. Pensábamos que en esas regiones no quedaba nada sin detallar, nada más grande, al menos, que una cancha de tenis. Las leyendas, por tanto, ya habían sufrido una de las dos maldiciones posibles: la verificación o el olvido. Desde este segundo pozo se rescata la que atañe a una Ciudad del Dios Mono, una gran ciudad de una civilización que no era maya, que fue autónoma y que debió fallecer como fallecieron las que describe Jared Diamond en su libro Colapso, por exceso de éxito o por exceso de fracaso.
Douglas Preston (Massachusets, 1956) se embarca en una expedición liderada por un antropólogo convencido de la veracidad de la leyenda. Pero no será el primero. Los capítulos iniciales del libro están dedicados a los pioneros en esa empresa. O a los supuestos pioneros, pues Preston nos narra las vidas de algunos pendencieros, de gente que se aprovechó del dinero que les llovió para sufragar una expedición y dedicarse a una vida ajena a la ciencia, ajena a la aventura, o al menos a la aventura programada. También nos habla de la historia de Honduras, o de esa región de Honduras, Mosquitia, aunque aquí apenas cabe mencionar hipótesis, hipótesis que Preston convierte en narración. Esta estrategia estructural de Preston nos permite avanzar con facilidad en una lectura lineal, evitando tener que hacer referencias, cambios temporales, cuando comience la narración de su viaje. Nos habla de personas con obsesiones, pero sin esquinas. Sus propósitos obedecen a un intento de hacer el mundo más grande o de terminar de explicarlo, al tiempo que a recordarnos la necesidad de los relatos, la misma que hemos tenido desde que el mono se bajó del árbol y articuló la primera palabra.
Desde que aterrizan en la región, Preston y sus compañeros se dan cuenta de que han llegado a un territorio inhumano. La selva y los habitantes de la selva harán de cualquier movimiento, e incluso de la inmovilidad, una exhibición en la que clavar los dientes. La aventura estará en poder salir adelante en un entorno hostil: tener que fregarse en desinfectante dos veces al día o revisar cada pisada para no alertar a las serpientes, unido al hecho de la dificultad para orientarse, marcarán la pauta de una investigación que, por otra parte, cuenta con tecnología de última generación para verificar las posibilidades de encontrar ruinas, de descubrir una civilización desaparecida. La supervivencia de los protagonistas toma tanta relevancia como el éxito antropológico, entomológico o botánico. Preston no cesa de preguntarse por la suerte de colonos que son ellos, y por la incertidumbre de la condena que dejarán a su paso: el saqueo y el turismo.
Pero todo ello se trasladará al fondo del armario cuando descubre que padece leishmaniasis, una enfermedad horrible, en la que se combinan parásitos y virus devorando lo que esconde la piel. El relato pasará a tratar sobre la estupidez de los servicios médicos occidentales, incapaces de diagnosticar la enfermedad en él y en varios de los compañeros de expedición, y casi inhábiles para dar con el mejor tratamiento. No deja de ser una advertencia, no por conocida menos válida, sobre la venganza de la naturaleza: podemos dominar la que vemos, pero no la microscópica. Cuanto más minúsculo es el animal, más peligroso resulta. Nos recuerda así el riesgo de la arrogancia, en este libro escrito con los mismos mimbres con que se escriben los reportajes de National Geographic.

CAMBIAR DE IDEA


Cambiar de idea
Aixa de la Cruz
Caballo de Troya
Barcelona, 2019
139 páginas



La literatura testimonial, a la que pertenece Cambiar de idea, de Aixa de la Cruz (Bilbao, 1988), esa que liquida de un plumazo la esencia sentimental de la autoficción, ha dedicado la mayoría de sus líneas a los sentimientos. Tal vez también a la inteligencia, si es que es posible separar una cosa de otra. Pero en raras ocasiones rinde tributo al cuerpo, y apenas somos unos seres de hidrógeno, hermanos de los monos bororo, esos chimpancés de Camerún que son capaces de llorar cuando uno de los miembros de su tribu sufre una desdicha. Hemos sido capaces de inventar un buen puñado de formas artísticas gracias a la revolución del dedo gordo y a la evolución de la empatía, hasta alcanzar formas de compasión que se han traducido en los frescos de Miguel Ángel, la poesía de Walt Whitman, las primeras películas de Zang Yimou o las fotografías de Sebastiao Salgado. En pura literatura destinada a tocar las fibras de nuestro interior, destacan obras como Ebrio de enfermedad, de Anatole Broyard, El año del pensamiento mágico, de Joan Didion, o Esta salvaje oscuridad, de Harold Brodsky. Pero no es necesaria una enfermedad terminal o un duelo a toda potencia para estremecer con unos párrafos extraordinarios. Aixa de la Cruz lo demuestra con una contundencia depuradísima, en un juego de espejos en el que el cuerpo refleja sentimientos y los sentimientos reflejan cuerpo.
El valor de la literatura queda expresado por la propia autora en uno de los muchos momentos de lucidez: “Escribimos para dejar constancia de quiénes éramos hace un instante, cuando nos sentamos frente al procesador de textos, y como no tenemos pistas, fabulamos”. Fabulamos, sí, pero lanzamos la caña al interior de nuestra memoria y, según las tesis de Aixa, la memoria no es potestad del cerebro: todas las células del cuerpo conservan un registro de lo que somos, de lo que luchamos por lo que creemos ser, por el deseo y hasta por la realidad. De hecho, la primera pregunta que surge al empezar a leer el libro es si lo que sentimos se corresponde a lo que deberíamos sentir. Y la única certeza que nos presenta esta obra, que contiene mucho de cambio, mucho de Bildugsroman, es que el aprendizaje va unido al dolor. Y existen muchas formas de apego entre uno y otro. Tal vez demasiadas. Recordemos aquí la que se refleja en Cita con la cumbre, de Juanjo San Sebastián, una historia de amistad, duelo y aprendizaje que no nos dejará igual a como estábamos al empezar a leer la obra.
En Cambiar de idea se nos refiere una y otra vez al cuerpo como depósito y procesador, como contenido y líder de la revuela en la educación sentimental. Desde el principio sabemos que la protagonista, la propia autora, es consciente de que hacerse adulto es un escollo en el crecimiento. Uno desearía padecer el síndrome de Peter Pan, pero no le queda más remedio que ir creciendo y así, de vez en cuando, tiene que atreverse a vivir un mundo alternativo en el que se desnuda, literariamente, al sexo o a las drogas. El libro es, a la hora de la verdad, una narración de síntomas, síntomas de malestar, síntomas de descubrimientos, síntomas de placer, síntomas de irritación, cualquier síntoma que nos recuerde la cantidad de veces que damos cabezazos contra las paredes, cualquier síntoma que nos refiera, con todas las emociones que uno puede conjurar, el paso de dormir a estar despierto. Aixa lo explica muy bien cuando relata su etapa en México y su educación sentimental en este país. Y así, con el alma, que es una parte del cuerpo cuya ubicación desconocemos, vagando entre la culpa y la idea de ser víctima, rehuyendo de una forma admirable de la autocompasión, Aixa de la Cruz trata de explicarse, de poner orden, cuando las moléculas de hidrógeno que forman nuestro cuerpo no dejan de explicarse en el caos. Pero gracias a esa disputa ha escrito el que es, hasta la fecha, el mejor de sus libros.

martes, 19 de marzo de 2019

UNA ODISEA


Una Odisea
Daniel Mendelsohn
Traducción de Ramón Buenaventura
Seix Barral
Barcelona, 2019
410 páginas

Esta obra, que sin duda será uno de los mejores libros publicados en nuestro país este año, trata sobre el descubrimiento del padre, que conlleva también el descubrimiento del hijo. Trata sobre la fragilidad de las ideas consumadas y los movimientos eternos en los vínculos con la gente que queremos. Trata sobre la imposibilidad de cerrar una interpretación y las versiones abiertas de las relaciones familiares. Trata sobre la amistad, que es lo más humano y lo más sagrado, a pesar de utilizar como hilo conductor La Odisea, el texto de Homero en el que los dioses actúan como tales, como seres capaces de milagros, en contraste con aquellos dioses que conocimos en La Ilíada, sujetos a las mismas pasiones y a las mismas debilidades que los humanos. Este es un libro en el que la enseñanza y el aprendizaje están en continuo movimiento, viajan de ida y vuelta, de bulbo raquídeo a bulbo raquídeo, de corazón a corazón: “En realidad, uno nunca sabe adónde nos llevará la enseñanza; quién la escuchara y, en ciertos casos, quién será el que enseñe”.
La obra se nos presenta como literatura testimonial: Daniel Mendelsohn (Nueva York, 1960) es un profesor de literatura clásica y literatura comparada que se dispone a dar un seminario sobre el viaje de Odiseo, sobre el regreso a Ítaca. A dicho seminario asistirá su padre, un hombre de ochenta años, matemático, que contrasta en sus formas e interpretaciones con las de los jóvenes estudiantes. Frente a las clases abierta, en diálogo, sugiriendo, divergiendo a la hora de interpretar el texto griego a partir de lecturas, de pura literatura, el padre refresca toda la teoría de la interpretación literaria poniendo sobre el tapete su propia vida. Nada es digno de ser considerado si no se tiene en cuenta la condición humana, de ahí, por ejemplo, que en contra de todos los estudios filológicos y literarios, el padre considere a Odiseo un cobarde. Para basar sus opiniones en algo, recurre a su propio pasado. Nos hemos olvidado de los vínculos entre la narración y la vida, y Mendelsohn, el padre y junto a él su hijo que le rinde aquí un hermoso homenaje, abre el campo a la experiencia y cree en las certezas. Al fin y al cabo, se trata de un matemático.
Mientras se va reseñando, a varias voces y con múltiples connotaciones, La Odisea, se desgrana el último viaje que hicieron padre e hijo: un crucero por la ruta de Ulises, desde Troya hasta Ítaca. Una experiencia que el autor guarda con mucha ternura en la memoria, como los descubrimientos que va haciendo de su padre, el actual y lo que construyó al actual: su pasado. La novela es de aprendizaje, de múltiples aprendizajes: el de Telémaco, el de Odieso, el de Daniel Mendelsohn e incluso el de Jay Mendelsohn, su padre, quien irá sorprendiéndonos a cada página y creará unas relaciones con los otros alumnos que nos irán conduciendo a uno de esos finales en los que el autor ha puesto sobre la mesa todo lo que es, todo el cariño que ha vertido y seguirá vertiendo. La erudición se contagia de lo mundano y lo mundano va haciéndose mayor a través de las experiencias narradas: se aprende a interpretar lo que antes recibíamos de buen grado como una aventura. De este modo, el viaje se transforma en la metáfora de la vida, el viaje del guerrero y el viaje de retorno, el viaje hacia el hogar y la amada y el último viaje, el viaje compartido, el compañero de viaje y todos los episodios que hemos vivido y que nos han obligado a volver a nacer, todas las llegadas que no fueron más que espejismos en una ruta que no tiene más sentido que el que Kavafis nos enseña, precisamente, en su poema Ítaca, al que también se hace referencia: Itaca te brindó tan hermoso viaje. / Sin ella no habrías emprendido el camino. / Pero no tiene ya nada que darte. / Aunque la halles pobre, / Itaca no te ha engañado. / Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia, / entenderás ya qué significan las Itacas.
“El viaje es más importante que el destino”, resume Mendelsohn. “No es extraño que no pueda soportar el hecho de que los dioses intervengan a favor de Odieso”, piensa el autor cuando a mitad de libro reconoce de dónde viene esa extraña sabiduría del padre, “Si necesitar dioses, no puedes decir que lo has hecho tú. Si necesitas dioses, es que haces trampa. Y si algo sabíamos de mi padre era eso, lo que más lo definía; él nunca hacía trampas ni mentía”. Ese es el punto de partida de este libro, de este hermoso viaje, esta sensible e inteligentísima narración, por los océanos de esto que, a falta de otro nombre, llamaremos la intención de vivir, el hecho de estar vivo. Un libro fabuloso.

domingo, 17 de marzo de 2019

SAINT JACK


Saint Jack
Paul Theroux
Traducción de Manuel Sáenz de Heredia
Navona
Barcelona, 2019
336 páginas

¿Cómo se puede ser un colono si no se tiene ánimo de colonizar? El hecho de residir en un país extranjero de forma voluntaria, un país al que se ha aterrizado desde Estados Unidos, ya le transforma a uno en un ser neocolonial. No importa el motivo por el que decidió vivir allí: negocios, turismo (sobre todo turismo), amor o mero vagabundeo. La marca de la gran potencia mundial justifica la mirada de los otros, los habitantes originales o de quienes alcanzan ese remoto lugar por uno u otro motivo. No digamos, a mayores, si esa razón es la de una guerra como la de Vietnam. Los soldados, aturdidos del ruido de la metralla, de los disparos desde lugares desconocidos, de su propio fuego de napalm, del resultado del gas naranja que fabricaba Monsanto, disfrutarán de tres o cuatro días de descanso en Singapur, la única ciudad desarrollada, en condiciones occidentales, es decir, coloniales, de todo el sudeste asiático. Al menos en aquella fecha.
Allí es donde se ha instalado Jack, el protagonista de esta novela, que Paul Theroux (Massachussets, 1941) escribe gracias a su inmensa capacidad de observación. El lector ya ha podido disfrutar de ella en sus libros de viajes, algunos de los mejores de la historia, y en esa obra maestra que se titula La costa de los mosquitos, una novela que debería convertirse en un clásico. Aquí despliega todo un paisaje humano en el que de los contactos brotan roces, tensiones, chispas, mordiscos, carcajadas. La vida de los asiáticos y la de los extranjeros parece estar separada por una capa impermeable. Pero Jack, alguien cuyo objetivo en la vida es ser buena persona, tiene que tratar con gente de variado pelaje. Al fin y al cabo, su entrega, el método por el que gana dinero, es el comercio entre cuerpos. Se encarga de poner en contacto a los que aterrizan o desembarcan con un grupo de chicas del lugar para que disfruten del sexo. La novela va desgranando la idea de que ser está en relación con suceder. Uno es el fruto de sus actos, algo que no parece incomodar a quien ve su mundo desde el punto de vista de un comerciante, aunque sea un comerciante de sexo.
Pero sí hay algo que le mantiene alerta: la crisis de la mediana edad. La novela comienza cuando Jack está a punto de cumplir cuarenta años y transcurre a lo largo de una década, un tiempo que parece congelado. Como cualquiera de nosotros, Jack conserva la esencia de la vida en instantáneas del pasado. De hecho, la sensación que transmite es que se trata de alguien que huye o se esconde, si es que en una narración son cosas diferentes. ¿De qué o de quién? La obra, abierta, admite hipótesis. Por utilizar un lugar común, diremos que tiene miedo a morir, tal vez a vivir y al último acto de la vida, de ahí que esté obsesionado con sentirse vivo, de ahí su fragilidad interior, las flexiones y extensiones de algo que, a falta de una palabra mejor, llamaremos alma.
Como el propio Theroux, Jack observa a la humanidad, la diversifica un tanto en función del género, y considera que todo el mundo está a la espera. Así nos pasamos las décadas, esperando como si pretendiéramos no ser otra cosa que espectadores de la parusía, el instante de liberación final que vaticinan tantas religiones. Y durante ese tiempo, convive con los soldados americanos que batallan en Vietnam, sufre un secuestro por parte de una mafia china y sale a comprobar si es cierto que el mundo se lo come a uno, porque Jack no pretende comerse al mundo. Y si uno no ataca, la vida te dará un buen revolcón. Pero Jack sí va consiguiendo algo a medida que avanzan las páginas: elimina los falsos pudores que los colonos y los neocolonos propagamos bajo el estandarte de la civilización.

jueves, 14 de marzo de 2019

Presentación EVA EN LOS MUNDOS


“Hacer alma”, decía Jung, “es nuestra única forma de salvarnos”.

No pasa de ser una intuición, y por lo tanto una suerte de nebulosa, esa idea de que existe un amor más allá de la muerte, esa intuición que sugiere que uno no termina de desaparecer en tanto sobreviva el recuerdo del amor que uno ha dado y que le han dado. Se trata de la forma más sencilla, más universal, más asequible, más mundana, la mejor a ciencia cierta, de hacer alma. La idea está en el mejor soneto de Quevedo, ese que termina rezando: “serán ceniza, mas tendrán sentido, / polvo serán, mas polvo enamorado”. Y también en la fiesta de los muertos que con tanta envidia vemos celebrar a los mexicanos. Para quien la desconozca y no pueda viajar al país para celebrarla, les recuerdo el reflejo de la misma que atraviesa la película de Pixar ‘Coco’.

Hacer alma es, por tanto, una forma de traer las sentencias de la ilusión al polvo de la Tierra. El amor, que no existe, dice también Jung, que es una abstracción, dice Jung, pero que, sin embargo, existe el hecho de amar y ser amado, sigue diciendo Jung, el amor no puede desaparecer solo por el estúpido hecho de que uno se muera. No hemos conseguido resolver la duda que nos genera no saber a dónde se va el amor. Pero sabemos, o para ser exactos, queremos saber, que va a alguna parte, que no puede transformarse en nada. Recuerdo que NADA proviene de la expresión latina nulla res nata, cuya traducción literal es ‘ninguna cosa nacida’. Morimos y lo que queda para uno es lo mismo que había antes de nacer: nada. Pero para los demás sobrevive una llamada, la sensación, que no sé si llamar esperanza, de que en algún lugar alguien les acogerá cuando dejemos de ser la materia de la que estamos hechos.

El poeta francés Christian Bobin lo expresa en los siguientes términos:
"Estoy más lejos en el tiempo, pero sigo en el mismo camino. Cada mañana arroja a mis pies los despojos de los perros de la muerte. ¿Cuántas estaciones aún para que el combate siga siéndome favorable? Pienso en esa única vez en que el defensor de mis colores morderá el polvo, cuando se pongan en marcha las bases inmateriales de la carne y tenga que afrontar al jinete negro: mi único recurso, entonces, será lanzarle a los ojos ese puñado de amor apasionado que siempre encerraron mis manos. Esa mirada lenta al niño, al cielo, al vacío."

La intuición, la nebulosa que nos recorre y que puede ser muy acertada, me habla de una última etapa del amor: ese que uno siente hacia el desconocido o, incluso, hacia la multitud desconocida. Ese que azota cuando vemos al pequeño Aylán yaciendo en la playa griega, ese que maldicen algunos críticos cinematográficos cuando atacan a una película como ‘Cafarnaún’. Solo puede atreverse a calificar este relato de pornografía emocional quien no haya paseado por una Villa Miseria, quien no haya conocido los mercados del corazón de África, quien no se perdiera en los barrios de Bombay: lo que cuenta la película no es un truco cinematográfico, es una de las realidades, una de las peores, pero no es inexistente. Es uno de esos relatos que habrían hecho trizas el corazón de Svletana Aleksiévich, de Carmen de Burgos, De Helen Garner, de Rebecca West, de Joan Didion. Uno de esos relatos universales, sin tiempo, que es tanto como decir que pertenece a todos los tiempos, a todas las tristezas.

De alguna manera, nacer y crecer lejos de los centros donde se generan lo que en francés se llama “ideas recibidas”, los lugares comunes, ideas recibidas incluso en el panorama de la supuesta lucha contra la injusticia, permite el desarrollo de un pensamiento más creativo y, no sé si es un atrevimiento decirlo, más libre. Si nos atenemos a argumentos históricos, el hecho de ser mujer ya ha situado a buena parte de la mitad de los seres humanos en esa periferia desde la que verter pensamientos más creativos en la lucha contra la injusticia. Hay que advertir, en estos tiempos en que llueven ladrillos de canto, que dichos centros de poder tienen cada día menos luz, están más dispersos y se van apegando más y más a las pasiones como forma de manipulación. La reciente película ‘Brexit: the Uncivil War’ lo expone de manera contundente. Recordemos: una especie de sociópata muy astuto se hace cargo de una campaña en la que solo termina por importar una palabra: Back: Take Back Control, recuperemos el control, como si alguna vez hubiera estado en nuestro poder, en la capacidad de decidir de la gente.

Pero sin rendirnos, confiamos en esta periferia desprovista de inercias, de lógicas impuestas por el neoliberalismo y eso que llamamos sistema, y de las aspiraciones de lo dominante. Se trata de nadar contra el destino sabiendo que es una guerra perdida, pues este, ya lo hemos aprendido, no es otra cosa que la victoria de los poderosos, de quienes tienen el control, de quienes nos envían las ideas que recibimos. Los que nos dedicamos a la literatura sabemos que las aportaciones de los intrusos, de estas intrusas que nos reúnen, son tan mal avenidas como el aire libre lo era entre los protagonistas de ‘El imperio de los sentidos’, ese retrato de la locura en el que el sexo sustituye a la compañía, esa pareja que no pretendía sino olerse mal para excitar a su amado, que era también un contrincante.

No es frecuente hallarse frente a alguien no domesticado. Nos creemos libres, creemos estar haciendo alma, y nos limitamos a seguir unos rituales. La osadía es un atributo en declive, entre otras razones porque los centros de poder lo han colocado junto a la ignorancia, y descalifican sin piedad a la ignorancia. La sorpresa surge con lo insólito, y lo insólito es hermano de la ignorancia. Ahí está, por ejemplo, la virtud de reconocer la increíble capacidad de no entender nada, y por tanto discurrir desde una forma que no habíamos previsto, que no se podía imaginar, o que al menos no la veíamos venir quienes asentamos nuestro culo y nuestra cabeza en ideas recibidas. Sean bienvenidas las personas no adiestradas, la gente de pensamiento que, a falta de otra palabra, uno llama contraintuitivo, de pensamiento contra la experiencia o lo que creemos que dicta la experiencia, ese soliloquio de un solo compás, de un único sonido, de una única verdad o de una única mentira, capaz de hacer que ambas, verdad y mentira, sean la misma cosa. La rebelión, aunque no sea intencionada, sigue siendo fundamental en el avance del relato.

He mencionado la película ‘Cafarnaún’, siamesa de los libros de Svletana Alekxiévich o los diarios de vagabunda de Hayashi Fumiko, donde expresa lo que no pudo decir siendo testigo de la violación de Nanking. Hablo de la película ‘Brexit’ y recuerdo algunos artículos de Joan Didion y de Janet Malcolm contra el imperio de los rituales, contra el Derecho mutilado o torcido, contra los lugares comunes. Menciono ‘Coco’ y se me pasan por la cabeza las emociones de los cuadros rústicos y tiernos de Edna O’Brien y, por supuesto, la poesía de Marina Tsvetaieva, que posee una ingenuidad a prueba de la Revolución de octubre de 1917, como se comprueba en sus diarios y su correspondencia. Helen Garner traduce la injusticia a un grado en el que nosotros nos implicamos emocional e intelectualmente; Rebecca West sorprende por el análisis contraintuitivo de un territorio fragmentado en el que se cultivó buena parte del guiso que es Europa; Carmen de Burgos, Annemarie Scwarzenbach o Sofía Casanova hicieron de su biografía una obra maestra de la literatura y del pensamiento no domesticado… escritoras todas ellas en la periferia, en lo insólito, en la osadía. Gente con la increíble capacidad de reconocer que no están entendiendo nada.

Durante la lectura de su obra, uno se da cuenta de que poseen una gran virtud: cuidar la rebelión, sí, pero sin añadir demasiada presión moral a quienes, como a ellas, ya les muerden los tobillos otras presiones: económicas, laborales y de civilización. Porque saben que si a los que no eligen el destino se les presiona demasiado a “ser morales” y alguien con autoridad pública los liberara de golpe de esa carga de trabajo, la culpa reprimida y el consecuente alivio psicológico se pueden transformar en agresividad social o sociopolítica: en racismo, en machismo, en xenofobia, en ultranacionalismo. En cualquier soporte falsamente ideológico que sustituya al humanismo.

La pregunta que me hago ahora es, en consecuencia, ¿qué diablos es el humanismo? La respuesta es la afirmación de Jung: hacer alma, la única forma de salvación. En la película ‘A Private War’, el biopic sobre la reportera de guerra Marie Colvin, el director del periódico para el que ella trabaja, le ruega que no abandone su labor como periodista que da testimonio del fracaso de la humanidad, una tarea que creará alma, pero a costa de que la suya le duela horrores. El argumento del director del periódico es incontestable: “Si tú pierdes la convicción, ¿qué nos queda a los demás?”.

Nos queda la cobardía, que en este caso es lo genuinamente nuestro, una de las pocas cosas que poseemos si nos dejan desnudos. Por eso necesitamos de estas voces, de este amor que entregan a los desconocidos, que somos, ahora, nosotros; ese amor que sobrevive a la muerte, el recuerdo de lo que uno ha dado y le han dado. Ese amor que contiene rabia, sí, porque cuando nos fallaron todas las demás tablas de náufrago, nos queda la rabia para mantenernos a flote. La rabia que empujaba a Marie Colvin a vivir para nosotros lo que nosotros no nos atrevíamos a vivir. Recuerdo, por último, que en la película Marie Colvin muestra en más de una ocasión quién es su escritora de cabecera: Martha Gellhorn. Y confieso, no sin pudor, que aprendí a escribir perfiles de las lecturas de Leila Guerriero.

Me gustaría, para terminar, decir que ojalá este libro sirviera para que los demás caigan en el insólito y osado pecado de leer a nuestras hijas de Eva.


miércoles, 13 de marzo de 2019

EL VERANO EN QUE MI MADRE TUVO LOS OJOS VERDES


El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes
Tatiana Tìbuleac
Traducción de Marian Ochoa de Eribe
Impedimenta
Madrid, 2019
250 páginas

“Incluso así, de todos los recuerdos-preciosos que me llevo invariablemente conmigo a la espera de un buen día -después de escapar de este borrador de vida que llevo ahora- se conviertan de nuevo en realidad, solo uno es el corazón. Solo uno tiene el poder de disolver lo negro, el moho y la desesperación.
“El girasol.”
Pero su madre, la madre del narrador, le llevó a un campo de girasoles para anunciarle que un cáncer estaba devorándola por dentro. Cuando el narrador está a punto de confesar que le puede salvar la poesía, resulta que ésta también pertenece al mundo en defunción, a un mundo que va, poco a poco, perdiendo colores, formas, alegría. Si es que alguna vez la tuvo. Pues los colores son propios de una infancia que al narrador se le ha negado. No pudo ser niño por culpa de una muerte, la de su hermana; no podrá ser adolescente por culpa de otra muerte, la de su madre, los momentos en los que se centra la novela. Y, dado que la obra se narra desde el futuro, no podrá ser adulto a causa de otra muerte que navega por los bajos fondos de una novela triste, en lucha contra el nihilismo que, al parecer, sería la tabla de salvación, porque ninguna otra, ninguna emocional, le ha sido facilitada. Ni siquiera el perdón, que intenta ser el tema de la obra.
La novela entra dentro de un círculo existencialista, aunque con voz propia. La obsesión por la madre, por una suerte de psicoanálisis sobre la figura de la madre, nos recuerda, aunque sea en la distancia, a El extranjero. La estructura en capítulos cortos, algunos de una sola línea y referidos a los ojos de la madre de la familia Bundren que va a ser enterrada por su marido y sus hijos en Mientras agonizo. Un cierto autodesprecio, que se combate con una forma de narrar tan visceral como contundente, nos remite a lo mejor de Agota Kristoff, y también a una actualización del narrador de La náusea. Como en cualquiera de las obras antes mencionadas, en esta se abren muchas preguntas, se establece una relación de amor y odio con la poesía de la derrota. La novela nos refiere, como en el teatro clásico, la injusticia de haber nacido y la pregunta sobre a qué se debe esta falta de justicia.
La búsqueda de la posibilidad de amar, ese resquicio que le salve, entre tanto desamor, apenas consigue que se vayan apartando las nubes, que son el tema real de la novela. Pero no lo suficiente como para que regrese el sol. El tiempo apenas sirve para mitigar rencores y el psicoanálisis que practica el narrador, poniendo en negro sobre blanco la historia de la relación con su madre y con las ausencias, la imposibilidad incluso de haber pasado por una etapa edípica, ni siquiera le reconcilia con el relato. De ahí que la novela posea tanta potencia como las de Kristoff, Faulkner, Camus. Hay que tener en cuenta que ese anhelo por regresar al útero materno y nacer de nuevo, en condiciones, realizado, bien hecho, produce un efecto rebote que el narrador lanza, en forma de furia, contra el mundo. Cuando alguien maldice haber tenido una infancia, se provoca un extrañamiento que no se resuelve sin fango: “Se rio largo rato, con ternura, como yo descubriría años después que se ríen las madres con los chistes estúpidos de sus hijos inútiles, pero amados”.
Inmigrante polaco, el narrador no puede apartarse de los cruces con la muerte o la desaparición. También con el deseo de desaparición de un energúmeno, que es la figura paterna, la supuesta referencia de la que se intenta desprender como uno se desprendería de la brea pegada al cráneo. Con todos estos ingredientes, y alguno más, Tatiana Tìbuleac (Moldavia, 1978) nos consigue confundir: este sería un libro imponente si se tratara de literatura testimonial. Pero, ¿qué más da si es invención o pasado?, se trata de una obra creíble, real. Se trata de una autora que escribe con el lápiz de la sinceridad.


LA REINA DE DIAMANTES

 La reina de diamantes
Bennasar, Llort, Macip, Moreno
Delito
Barcelona, 2019
189 páginas

El suspense consiste en hacerse cargo de que no sabemos qué va a ocurrir dentro de un segundo, y mucho menos dentro de veinticuatro horas. Un día hay vida y al siguiente no. Un día emprendes, con valor, una empresa, y al día siguiente te das el batacazo por culpa de un catarro. Un día estás harto de vivir y al siguiente nadas en la gloria entre brazos de un amante. Los narradores de suspense han sabido aprovechar la incertidumbre para contarnos historias que van girando, en cada capítulo, en cada secuencia, con un nuevo imprevisto. El hecho es que cada uno de los personajes, como cada una de las personas en la vida real, intenta forjarse el destino, una forja que suele ser incompatible con la que pretenden los demás. Todos defienden sus intereses, que es tanto como decirnos que todos practicamos una u otra forma de egoísmo en uno u otro grado de afectación. Lo que ocurre en novela o cine negro es que ese egoísmo se lleva al extremo: poco importa no la suerte de los demás, sino hasta su vida.
La reina de diamantes es un thriller con sus dosis de intriga, en el que se retratan las condiciones del género. Cuatro autores se relevan en la obra, pero todos mantienen la misma tensión y, podría decirse, casi hasta la misma voz narrativa, la dura, la seca, la directa, la propia de un mundo de hampones en un barrio catalán: barriobajeros sin otra formación que no sea la de las calles, inmigrantes doloridos dispuestos a empuñar un arma, prostitutas y mujeres que utilizan su sexo para conseguir sus objetivos, torpes individuos que explotan negocios nocturnos y no saben elegir amistades, una historia de decadencia que aproxima a alguien al abismo y antes de dar el salto opta por hacer una última pirueta, sabiendo que pone en riesgo su vida. Así se van trenzando los cuatro puntos de vista que componen la novela, que pretende retratar no ya al mundo de la prostitución, las drogas y la violencia nocturna, sino a las obras que, a su vez, retratan el mundo de la prostitución, las drogas y la violencia nocturna.
La novela funciona a toda pastilla, sin alardes estilísticos, que es tanto como decir con un buen estilo, pues en nuestro país acostumbramos a llamar estilo al exceso de estilo. Cuando la acción en sí está a punto de desfallecer, el relato da una nueva vuelta de tuerca y nos engancha el suspense. El thriller está servido, pues nadie tiene reparos en comportarse con la brutalidad de un asesino si llegara a ser necesario.
Junto con Lemmings, esta novela es la presentación de la editorial Delito en el territorio en que se habla castellano. El proyecto empieza con buen pie y mejor tono. El lector tendrá que celebrarlo.