viernes, 22 de marzo de 2019

CAMBIAR DE IDEA


Cambiar de idea
Aixa de la Cruz
Caballo de Troya
Barcelona, 2019
139 páginas



La literatura testimonial, a la que pertenece Cambiar de idea, de Aixa de la Cruz (Bilbao, 1988), esa que liquida de un plumazo la esencia sentimental de la autoficción, ha dedicado la mayoría de sus líneas a los sentimientos. Tal vez también a la inteligencia, si es que es posible separar una cosa de otra. Pero en raras ocasiones rinde tributo al cuerpo, y apenas somos unos seres de hidrógeno, hermanos de los monos bororo, esos chimpancés de Camerún que son capaces de llorar cuando uno de los miembros de su tribu sufre una desdicha. Hemos sido capaces de inventar un buen puñado de formas artísticas gracias a la revolución del dedo gordo y a la evolución de la empatía, hasta alcanzar formas de compasión que se han traducido en los frescos de Miguel Ángel, la poesía de Walt Whitman, las primeras películas de Zang Yimou o las fotografías de Sebastiao Salgado. En pura literatura destinada a tocar las fibras de nuestro interior, destacan obras como Ebrio de enfermedad, de Anatole Broyard, El año del pensamiento mágico, de Joan Didion, o Esta salvaje oscuridad, de Harold Brodsky. Pero no es necesaria una enfermedad terminal o un duelo a toda potencia para estremecer con unos párrafos extraordinarios. Aixa de la Cruz lo demuestra con una contundencia depuradísima, en un juego de espejos en el que el cuerpo refleja sentimientos y los sentimientos reflejan cuerpo.
El valor de la literatura queda expresado por la propia autora en uno de los muchos momentos de lucidez: “Escribimos para dejar constancia de quiénes éramos hace un instante, cuando nos sentamos frente al procesador de textos, y como no tenemos pistas, fabulamos”. Fabulamos, sí, pero lanzamos la caña al interior de nuestra memoria y, según las tesis de Aixa, la memoria no es potestad del cerebro: todas las células del cuerpo conservan un registro de lo que somos, de lo que luchamos por lo que creemos ser, por el deseo y hasta por la realidad. De hecho, la primera pregunta que surge al empezar a leer el libro es si lo que sentimos se corresponde a lo que deberíamos sentir. Y la única certeza que nos presenta esta obra, que contiene mucho de cambio, mucho de Bildugsroman, es que el aprendizaje va unido al dolor. Y existen muchas formas de apego entre uno y otro. Tal vez demasiadas. Recordemos aquí la que se refleja en Cita con la cumbre, de Juanjo San Sebastián, una historia de amistad, duelo y aprendizaje que no nos dejará igual a como estábamos al empezar a leer la obra.
En Cambiar de idea se nos refiere una y otra vez al cuerpo como depósito y procesador, como contenido y líder de la revuela en la educación sentimental. Desde el principio sabemos que la protagonista, la propia autora, es consciente de que hacerse adulto es un escollo en el crecimiento. Uno desearía padecer el síndrome de Peter Pan, pero no le queda más remedio que ir creciendo y así, de vez en cuando, tiene que atreverse a vivir un mundo alternativo en el que se desnuda, literariamente, al sexo o a las drogas. El libro es, a la hora de la verdad, una narración de síntomas, síntomas de malestar, síntomas de descubrimientos, síntomas de placer, síntomas de irritación, cualquier síntoma que nos recuerde la cantidad de veces que damos cabezazos contra las paredes, cualquier síntoma que nos refiera, con todas las emociones que uno puede conjurar, el paso de dormir a estar despierto. Aixa lo explica muy bien cuando relata su etapa en México y su educación sentimental en este país. Y así, con el alma, que es una parte del cuerpo cuya ubicación desconocemos, vagando entre la culpa y la idea de ser víctima, rehuyendo de una forma admirable de la autocompasión, Aixa de la Cruz trata de explicarse, de poner orden, cuando las moléculas de hidrógeno que forman nuestro cuerpo no dejan de explicarse en el caos. Pero gracias a esa disputa ha escrito el que es, hasta la fecha, el mejor de sus libros.

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