lunes, 31 de octubre de 2022

HIERRO 3

 

Hierro 3



 

Intentar desentrañar los misterios que envuelven a las películas de Kim Ki-duk puede ser en sí una paradoja: el cineasta coreano se empeña en demostrarnos que es posible narrar una fábula como si el autor no acabara de comprenderla.

Hierro 3 puede no ser la mejor película de Ki-duk, pero fue con la que yo le descubrí. A partir de entonces, dediqué varias semanas a encontrar casi todas sus demás obras, porque me llamaba la atención que un autor fuera capaz de crear películas tan hermosas de ver como aparentemente faltas de pretensión. Poco importa si la historia que se nos presenta tiene sentido, poco conseguiríamos sacar de un estudio sociológico o de una interpretación a partir de intenciones simbólicas, que son las dos corrientes a las que apunta esta cinta. Conocemos una parte de la sociedad a través de un excéntrico que se dedica a invadir provisionalmente hogares, con el único afán de habitarlo y mejorar la convivencia: arregla los relojes o lava la ropa. Su encuentro con una antigua modelo, maltratada por su marido, da comienzo a una de las historias de amor más consistentes que uno ha podido observar, aunque sólo sea porque demuestra que el amor puede suceder en silencio.

Poco a poco, y merced a la supervivencia en el extremo, que será la cárcel o las cárceles -una prisión real y un hogar en el que la sociedad y la brutalidad encierran a la muchacha- lo que transforme esta fábula en un cuento de fantasmas. Para que exista un fantasma, el cuerpo debe morir. Aquí, al contrario, conseguimos creer en los fantasmas sin la intervención previa de la muerte. La situación, o el relato, es desconcertante, pero ese desconcierto se transforma en belleza. De hecho, esta es la gran aportación de Ki-duk a la historia del cine contemporáneo. Es posible que desde Carl Theodor Dreyer no viviéramos esta sensación con tanta intensidad.

Hemos construido una sociedad en la que el tiempo se mide como si se tratara del espacio, cuando el tiempo no es ninguna dimensión. La eternidad, ya se sabe, no es la suma de segundos hasta llegar al infinito, sino la ausencia total de segundos, la ausencia de tiempo. Entre los paradigmas sobre los que hemos construido esta sociedad, además del tiempo concebido como la maldición de los relojes, está la propiedad como sinónimo de posesión, la vida privada como sinónimo de posesión, la voz propia como sinónimo de posesión, los vínculos con los demás como sinónimo de posesión… y así podríamos seguir hasta llenar unas cuantas páginas. Nuestros protagonistas de Hierro 3 derriban todos estos prejuicios y nos muestran que es posible caminar entre el ruido con que los demás ejecutamos nuestras vidas, para lo cual basta con el silencio. No ha fallecido ningún cuerpo, pero ellos sí recogen las cualidades que se precisa para transformarse en un fantasma.

El silencio puede ser, para la ciencia, la ausencia total de sonido. Pero no lo será para la poesía, en la que se puede enunciar varias formas líricas de silencio, desde el canto de los grillos o de los pájaros, hasta el firmamento acribillado de estrellas en una noche fría en la montaña. Todas estas formas de silencio, las que entendemos como naturales, suceden lejos de la civilización. Lo que hemos construido, las ciudades y sus prolongaciones, como las carreteras y aeropuertos, son fuente constante de ruido. Hemos dicho que todas las formas de silencio suceden lejos de la civilización y hemos de rectificar, pues el hombre civilizado creó la música y ésta, en sus versiones más armónicas, contiene mucho silencio. El cine también es una expresión de nuestra sociedad, de nuestra civilización, y al igual que la música, es capaz de recopilar esas formas creativas de silencio que se idean con poesía. No podemos evitar mencionar algunos de estos logros: Primavera, verano, otoño, invierno… y primavera, Aliento o El arco.

Narrar una fábula como si uno no terminara de comprenderla, nos ubica en el entorno de los inadaptados. Y ya sabemos que ser un adaptado en una sociedad enferma no puede ser síntoma de buena salud mental. Hay momentos, muchos, en los que nos viene bien, para seguir madurando, que nos recuerden qué es lo que podríamos ser, frente a lo que los demás esperan que seamos. Gracias, Kim Ki-duk, por Hierro 3.

 

miércoles, 26 de octubre de 2022

LAS CIGÜEÑAS SON INMORTALES

 

Las cigüeñas son inmortales

Alain Mabanckou

Traducción de Regina López Muñoz

Libros del Asteroide

Barcelona, 2022

277 páginas



 

Bajo el sol de África, clavado en ese cielo que tanto nos gustaría amar, se esconde, lo sabemos, una vida que puede ser muy trágica. Y se exhiben muchas sonrisas. La libertad o la dicha de vivir con la que soñamos, cuando soñamos con África, es un lujo occidental, una mirada que hereda algunas costumbres del colonialismo. Ese colonialismo que ya sucedió, ese que dejó un continente repleto de desigualdades y, de hecho, un continente que es una de las partes más perjudicadas de una desigualdad mucho más global. No parece probable que consigamos sanar heridas, pero no cabe rendirse. Y para ello debemos comenzar por un diagnóstico certero. A la hora de emitir un diagnóstico se escuchan todas las voces, y eso supone tener en cuenta obras como esta, Las cigüeñas son inmortales.

Alain Mabanckou (República del Congo, 1966) nos habla desde la perspectiva de un crío, lo cual supone entregarnos a un narrador inocente. Pero esa mirada inocente no es del todo atinada. Detrás de ese niño estará el autor, o el supuesto autor, que es el narrador ya crecido, que nos remite, como no podía ser menos, al propio Mabanckou. Se nos presenta un país donde todo el mundo quiere que le fíen, mientras se admira al líder de la Revolución, o se genera intriga alrededor de estas figuras. Nuestro narrador irá despertando, conociendo el mundo, acumulando momentos propios y momentos prestados, como los que surgen de las conversaciones entre adultos. No cesa de extrañar lo que viene de fuera, como si todo cayera por sorpresa; pero tampoco recibe sin extrañamiento a lo que surge de su interior, a sus sensaciones y emociones.

Estamos ante la educación sentimental de un muchacho en un país líquido, en los años setenta, en el que existen varios estratos sobre los que ir construyendo la madurez: está el yo, e imbricado al yo como la hiedra a la pared, está la familia, que es extensa y no deja de ir ampliándose; y está el país, la función de ese término que llamamos patria, la idea de una identidad, la necesidad de independencia para sentirse libre o las dudas entorno a todo ello. Mientras relata aspectos de su infancia, siente que su evolución está enlazada a la historia política del país. En realidad, esta novela refleja a una voz que nos sacude para mostrarnos que quiere que sepamos que todo esto, todo lo que les afecta, terminará por traducirse en lo que uno es. Somos lo que el ambiente nos ha hecho ser.

Hasta que un golpe de Estado pondrá en peligro a la familia. A partir de ese momento, la tensión mellará la esencia humana. Nada hay más perjudicial que cualquier forma de violencia, pero tener que respirarla porque forma parte de la atmósfera es algo que sólo podemos descubrir a través de estas voces. Que nos afectarán, porque en un relato de iniciación, de construcción de la personalidad, cualquier pequeña sacudida nos alterará para definirnos.  Y mucho más cuando las sacudidas son salvajes. Mabanckou intenta ser sereno y mostrarnos, eso sí, todo con mucho cuidado. Como se merece ese país, como se merece la memoria.

lunes, 24 de octubre de 2022

VIENTO HERIDO

 

Viento herido

Carlos Casares

Impedimenta

Madrid, 2022

131 páginas

 



El mundo no tiene consistencia, no es un objeto único. Puede que se vea redondo desde el espacio, pero en cuanto uno se acerca, se da cuenta de que si algo le define es la fragmentación. Lo nombramos en singular y deberíamos utilizar el plural, los mundos, porque cada uno de ellos rige sin normas, pero de diferente manera. Apenas hay factores comunes, entre los que destacan los encuentros y los desencuentros, que son, posiblemente, las piedras en el estanque que dan lugar a las ondas que, según se van extendiendo, componen los relatos.

Impedimenta rescata este volumen, publicado en 1967, en el que se incluyen los primeros cuentos de Carlos Casares (Xinzo de Lima, 1941 – Vigo, 2002). Se trata de obras muy breves, escritas con frases cortas, pero con un estilo que nos sorprende. No se trata de una brevedad mínimal a la que nos acostumbran autores anglosajones, sino de una prosa cuidadísima, como si Ignacio Aldecoa hubiera querido reducir su estilo hasta dejarlo en los huesos. Aunque, eso sí, recordemos que no dejan de ser traducciones, pues Casares escribía en gallego. El autor nos lleva por pequeños mundos que bien podrían ser el nuestro o haber sido el nuestro, en el que la crueldad puede salir al paso de una manera que nos resulta natural. Nos sentimos como posibles partícipes de las tramas, aunque sólo sea por el talante de espectador de sucesos que pueden ser reales con que se nos presentan.

La credibilidad es uno de los grandes atributos de estas historias que se leen con una facilidad inusitada. Podemos concluir que la vida es un lugar en el que no cesa de entrar y salir gente, y que en ese intercambio se pueden producir pequeñas tragedias que cercenan la serenidad. Esa es, probablemente, la intención de Casares, llamar a las puertas de la región de nuestra imaginación en la que sucede lo extraño porque es posible que suceda, no porque forcemos la fantasía. Y lo consigue con acierto.

domingo, 23 de octubre de 2022

NUESTRO CORRESPONSAL EN EL VACÍO

 

Nuestro corresponsal en el vacío

Dimitri Verhulst

Traducción de Catalina Ginard Ferón

Bunker Books

A Coruña, 2022

145 páginas



 

Lo menos original de nuestra época es pudrirse por dentro. Hay un cinismo de garrafón que con frecuencia acompaña al alcohol de garrafón en ese cometido: uno se pudre porque no le queda otra alternativa. ¿No cabe ninguna opción? En realidad, es complicado encontrarla, dado lo insoportable que se está volviendo aguantar a la gente. El infierno, nos dijeron, son los otros. Y para no caer en las llamas, debe uno mantener la distancia. Aunque eso le suponga pudrirse incluso orgánicamente.

A ese cometido se entrega el protagonista y narrador de esta obra, Nuestro corresponsal en el vacío, que vive como si vivir fuera una patología. Lo hemos visto anteriormente, tanto en el cine como en la vida real, pero también en la literatura. Y en ocasiones se le ha llamado realismo sucio a la corriente de quienes intentan poner voz a estas personas. La enfermedad se llama vida. Y la terapia se llama muerte o muerte en vida, que es algo que se conquista a través de las drogas y el alcohol. Vivir a todo trapo, o pretender que uno vive a todo trapo gracias a las drogas y al alcohol, no es vivir. Eso lo sabe nuestro protagonista, que es capaz de sentir su existencia como una paradoja: “la alegría que me produce saber que puedo acabar con mi vida cuando ya no valga la pena”.

¿Qué puede pretender, como logro literario, alguien así? Lo más natural, al menos lo que uno encuentra como más natural leyendo esta obra, es el dietario: cada día que me apetece escribir, escribo un poco y sobre lo que me apetece, que muchas veces es sobre lo que me sucede. Dicho de otra manera, el egocentrismo sale a flote y nos muestra su verdadero rostro, al que cabe atribuirle el epíteto de decadente. ¿Qué estímulos ofrece el mundo para limpiarnos de la gasa que nos cubre los ojos a la hora de mirarlo? Esa gasa es la que nos muestra la decadencia. En este caso, el único consuelo que parece ir hallando el narrador para salir al paso es la confesión: “A mí nadie me saca de una taberna”.

Uno se siente tentado, al reflexionar sobre esta lectura, a mencionar la autocompasión:

“Nosotros, los apaleados, podemos ser desalmados y encontrarle sentido a esa lógica.

“Sin embargo, yo me niego”.

Pero Dimitri Verhulst (Aalst, 1972) sabe ocultarla y apenas sentimos que esa sea la emoción que modela la vida del protagonista. Este personaje entregado a relacionar la soledad con el cinismo, sabiendo que se escribe solo y se piensa solo, pero que contemplar la vida a través de ese microscopio le condenaría al onanismo. Por eso el momento salvífico será aquél que nos muestre que con el fin del egoísmo se puede encender una vela en medio de esta caverna.

 

miércoles, 19 de octubre de 2022

UNA ESCRITORA EN EL TIEMPO

 

Una escritora en el tiempo

Jane Lazarre

Traducción de Blanca Gago

Las afueras

Barcelona, 2022

95 páginas

 



Que uno es también su relato, que el relato se imbrica en la ficción que nace de nuestras ilusiones y que todo ello puede aterrizar en literatura o en el diván vienés, ha dado pie a miles de reflexiones cuyo objetivo sólo puede ser encontrar serenidad. Y para ello, nos indica Jane Lazarre, hay que basarse en algún principio de relatividad, siempre y cuando esta no justifique hacer daño, y en una sincera revisión de conciencia, que es un ejercicio vivo, líquido. En realidad, si hay un valor que aporta bienestar definitivo a nuestra vida común y a nuestra vida personal, ese es la honestidad. Lazarre llega hasta a valorar las oportunidades de bienestar que gesta el autoengaño, pero defiende, con ímpetu, una pedagogía de la honestidad: “y yo, la profesora blanca, busco palabras que puedan transmitir información, compasión e instrucción, todo a la vez y de inmediato”. Una información no honesta es manipulación, una instrucción sin honestidad es disciplina vacía. En cuanto a la compasión, la capacidad de padecer con el otro, de sentir su padecer, lleva implícita la mejor honestidad posible, que es la emocional.

Ese principio de honestidad emocional -y sentimental- recorre estos pequeños ensayos que nacen de alguien que al mirar hacia el pasado, se da cuenta de todo lo que ha tenido que ver en su formación haber sido madre, haber sido madre blanca, haber sido madre blanca de niños de color y haber elegido vivir la vida que les estaba destinada a ellos. La maternidad y la diferencia racial, por no decir el racismo, forman a una mujer entregada a la familia y al relato. En ambos ámbitos, un principio se impone, que es el de ansiar y buscar la justicia social. Lazarre no consiente la injusticia, y ese es el rasgo que mejor la caracteriza.

Los dos ensayos que componen este volumen nos hablan de familia y luego de creatividad:

«El mito determina el contenido de nuestro supuesto conocimiento objetivo y nuestro conocimiento sirve, entonces, para reforzar el mito. Y el mito, que ejerce su influencia sobre todas las madres que conozco, es un arma destructora, precisamente porque no es del todo erróneo, sino que omite media parte de la historia».

Esto comenta en la primera parte.

«Tampoco en este ensayo que ahora escribo puede haber una separación neta o clara entre la vida interior y la historia del mundo», dirá en la segunda parte, donde añade: «Las voces internas hablan muy alto, y entonces tratamos de aferrarnos a un relato o, si nos sentimos con fuerzas, dejamos que todas las historias, con sus paradojas y contradicciones, surjan para volver a retirarse».

Lazarre reniega de la injusticia, porque esta margina, sea de la intensidad que sea. Mantiene firme sus principios, que tienen la virtud de las mejores ilusiones, de las ilusiones bondadosas, en las que se iguala al hombre y a la mujer, a todas las razas, y cree en un mundo en el que hay pan para todos, en el que todos puedan, también, disfrutar de los cerezos en flor. Con estas ideas, que aparentemente justifican casi cualquier ensayo social, pedagógico o creativo, ella completa dos textos en los que no cesan de aparecer frases sorprendentes, de estas que nos obligan a dejarnos la mina de un lápiz subrayando, mientras relaciona el arte y el activismo.

martes, 18 de octubre de 2022

SIETE DÍAS EN LA RIVIERA

 

Siete días en la Riviera

Miquel Molina

Catedral

Barcelona, 2022

240 páginas



 

A lo mejor el romanticismo fue la juventud de la humanidad. O al menos así es como puede entenderlo alguna gente. También puede entender que esa época debería ser la edad dorada del Rock. Ambas son temporadas breves, pero radiantes, temporadas temblorosas llenas de dudas y vigor, de celos y luchas. El tiempo le va a uno dictando que esa estela de fuego debe apaciguarse, y lo que antes era acción pasar a ser contemplación, que también es una actividad que te indica que sigues vivo. Cuando uno es mayor y se comporta como un joven, resultará un poco patético. Es mejor guardar la calma y elogiar el tiempo que fue como una parte de lo que nos ha construido. Se acabaron los nervios que imponían un trote demoledor y uno reconoce que tal vez no ha conseguido ser lo que soñaba, pero ha conseguido salir con dignidad de una existencia en la que demasiadas cosas se iban poniendo constantemente en contra. Ahora toca descansar.

Con ese espíritu emprende Miquel Molina (Barcelona, 1963) un corto viaje por la Riviera italiana y francesa. Ahí acamparon durante buenas temporadas los principales representantes del romanticismo, como Lord Byron o los Shelley, o por ahí caminaron los Rolling Stones al ritmo de bares y canciones. La mirada de Molina es la de un periodista con ambiciones estéticas, persiguiendo la belleza mientras traza el paso de sus admirados personajes por la región. El ambiente es sosegado y la compañía no empañará las intenciones. Pero observar a tu alrededor es una actividad que uno realiza en absoluta soledad. Nadie puede subirse a tus ojos, nadie puede elegir por ti qué es lo que más deseas encontrar a tu alrededor.

Hay intenciones de melancolía, pero también hay mucha recuperación de ilusiones que no terminaron de perderse, pero conviene reflotar, como recordándose de quién es uno mismo. En realidad, la mayor parte de este libro de viajes está recorrido por las leyendas, que pueden ser de carácter personal, pues no dejan de ser elecciones del autor, pero para cualquier otro tipo de visita a la región nos bastaría una guía de viajes. De ahí que convenga retroceder en la memoria propia, e identificarla con la memoria de la humanidad, mientras uno se desplaza y observa. Por eso reflotan con tanta frecuencia el romanticismo y el Rock, porque son parte de una juventud en la que reconocemos ideales que seguimos manteniendo candentes. El viaje nos lo puede recordar si sabemos elegir la mirada.

EL ALA DERECHA

 

El ala derecha

Cegador, 3

Mircea Cartarescu

Traducción de Marian Ochoa de Eribe

Impedimenta

Madrid, 2022

553 páginas

 



Seguimos sin conocer qué ocurre dentro de la crisálida. Sabemos que se esconde la oruga y que asomará la mariposa. Pero el proceso de metamorfosis sigue siendo un misterio.

«La mariposa fue para los griegos (…) el símbolo del alma y de la inmortalidad. Sin su imagen simétrica y extraña (pues los insectos, que son también ADN, proteínas y supervivencia, al igual que nosotros, son sin embargo para nuestra mente todo lo que pueda ser más monstruoso y más fascinante, porque son mecanismos de carne, nervios, vacuolas, agujas y piezas bucales que funcionan al margen de la conciencia) no habríamos comprendido jamás l alógica de la resurrección y, con toda seguridad, habríamos ignorado el hecho de que tenemos un alma inmortal. La mariposa inventó el alma humana».

Sobre este proceso, sobre esta ignorancia, está construida la tercera parte de Cegador. Mircea Cartarescu (Bucarest, 1956) nos habla del proceso de evolución, de la construcción de alguien que está, a su vez, sometido a la construcción de un país. Como en anteriores ocasiones, vuelve a sus rizomas, a su mundo pobladísimo de matices, a su voz que parece una invocación, casi un rezo, una constante expresión de deseos en un mundo que padece la enfermedad del patetismo: «Pero -decía Herman aquellas tardes en las que pasábamos horas y horas juntos, irrealizados por la penumbra y sobresaltándonos con el ruido apocalíptico del ascenso-, aunque no puedes salvarte si no estás hecho para la salvación, el hecho de que tengas un órgano que detecta la presencia de la Palabra no significa que ya estés salvado, es tan solo una prueba de que la salvación existe».

Salvación es el deseo clave. De hecho, se nos muestra una realidad tan desconcertante que podríamos calificarla como oscura o sucia (no sabemos bien), a la que en escasos momentos salvíficos llega la fantasía como caballo de rescate. Cartarescu intenta describirlo todo, meter todo dentro de la obra, explicarse por extensión, incluso se permite divagar alrededor de un acto, recordándolo con una y otra comparación sucesiva, sumando a lo largo de extensos párrafos, un acierto tras otro sin que en ningún momento nos parezca que desfallezca, que la suma de aciertos suponga fallos. Volvemos a preguntarnos si hay un plan previo y a confesarnos que lo fundamental es que hay una intención previa, que podemos caer en momentos de surrealismo, como si improvisara el relato sobre algo no programado, pero que sabe bien qué quiere transmitir:

«No he tenido infancia ni juventud, no he entendido nada de lo que sucede en el mundo, he creído siempre que seré, toda la vida, un monstruo solitario, sin esposa, sin casa, sin una piedra en la que apoyar la cabeza, destinado a escribir, años y años, un libro ilegible e infinito, pero que sustituirá algún día al universo».

Sustituir con el arte el universo, es uno de los fundamentos del arte. Ya que no conseguirá, como no consigue la ciencia -que también se imbrica en esta novela- explicarlo.

El libro abre con la infancia, cuestionándose si la vida fue mejor en el pasado, mostrándose, el narrador, como un depósito de todo lo que ha visto y oído. Nos topamos con el tipo supersensorial que enlaza lo personal y lo social -«ni siquiera la luz pura de la nieve salva a la ciudad de su aire siniestro»-. En busca de qué es lo que nos construye, de la formación de un espíritu que no sabe bien en qué consiste pero que a nosotros nos resulta inquietante. De hecho, tanto en esa infancia como en capítulos posteriores, con el tumor cerebral de un amigo o la rebelión contra el tirano y la vida de postguerra, roza el horror. Retrata esa proximidad al horror con un bagaje muy intelectual y con matices muy próximos a la realidad de cualquier persona que haya atravesado un mal día. Así va metiendo, o intentando meter, a todo el mundo, a toda la vida en una novela, y nos vamos dando cuenta, con él, de que el mundo y la vida es uno mismo:

«Abría la puerta opuesta y salía al pasillo, pisando la suave jarapa de trapos, carentes ahora de colores. Afilada y oblicua, en una pared caía la luz de la luna. Abría la puerta de su habitación y se quedaba en el umbral, con los ojos abiertos de par en par, dispuesto a enfrentarse a lo intolerable.»

sábado, 15 de octubre de 2022

LOS CHICOS DE HIDDEN VALLEY ROAD

 Los chicos de Hidden Valley Road

Robert Kolker

Traducción de Julio Hermoso

Sexto Piso

Madrid, 2022

516 páginas

 



En esta vida sólo cabe una consigna, y esta es la de no rendirse. No existe la victoria, porque eso de que haya un final es privilegio de novelas y películas, pero durante el paso por este universo, uno no puede rendirse, por muy dura que sea la tarea. Durísima es la que nos expone Robert Kolker (Columbia, Maryland) en esta crónica, Los chicos de Hidden Valley Road, en la que nos acerca a la vida de una familia atravesada por la esquizofrenia. Al cumplir los cuarenta años, los padres ya habían creado a doce hijos, y en medio de esa brega comenzaron a recibir diagnósticos de enfermedad mental de hasta seis de ellos. Los capítulos en los que se exponen sucesos y reacciones son demoledores, pues no se trata de una esquizofrenia de baja intensidad, sino de una enfermedad que lleva a intentos de suicidio, a intentos de asesinato, a mucha violencia y hasta al abuso sexual contra las hermanas menores.

En realidad, no sabemos nada del cerebro. Sobre este sustrato se construye el libro en el que sólo se incluye una definición de la esquizofrenia: «no consiste en una personalidad múltiple, sino en levantar un muro y aislarse por completo de la consciencia, primero de forma lenta, después de golpe, hasta que ya no eres capaz de acceder a nada de aquello que el resto de las personas acepta como lo real.» A lo largo de la crónica, Kolker incluye la evolución de los estudios sobre la enfermedad, las hipótesis y los tratamientos, centrándose mucho en el debate entre qué existe de biológico, de genético, en ella, y qué de ambiental, de educacional. Recrear los avances científicos, y hacerlo desde las personas interesadas en la enfermedad, es un acierto que va enlazando con la evolución de una familia, condenada a un infierno que debería preocuparnos demasiado: la realidad paralela que ellos construyen, la coherencia interna de su demencia, está muy imbricada con una sociedad neurótica, la condiciona y nos deja a todos expuestos, a la intemperie.

El trabajo que hace Kolker es exhaustivo. De hecho, no se detiene en las biografías, en la documentación, en los testimonios, sino que va mucho más allá y es capaz hasta de reproducir las sensaciones. En ocasiones, da la sensación de estar creando él a los personajes y sabiendo perfectamente qué emociones les mueven, qué razones arguyen. La empatía literaria que contiene este magnífico libro, una empatía creativa, es uno de sus puntos fuertes. El otro, como no puede ser menos, es haber elegido una causa por la que merece la pena luchar, por la que merece la pena la entrega. ¿Qué lleva a una pareja a tener doce hijos? Partiendo de que es imposible rellenar lo irrellenable, uno se cuestiona si no existirá algún malestar muy esencial en los padres Galvin para crear una familia tan numerosa. Luego lucharán por ser una familia de corte tradicional. De hecho, el padre es un militar entregado a causas que podríamos llamar patriotas. Y todos conocemos en qué consiste ese espíritu en Estados Unidos.

La demolición será el impulso que nos vaya empujando dentro de una narración escrita con precisión y elegancia. Comprobamos cómo se van descubriendo las enfermedades, y qué poco eficaces resultan los tratamientos. Cada capítulo se centra en uno de los miembros de la familia, que terminarán por ir desapareciendo. Pero a medida que vamos avanzando, nos damos cuenta de que las verdaderas protagonistas son las dos hermanas pequeñas. Sucede que de los doce hermanos, los diez primeros serán varones y seis de ellos padecerán gravemente. Las dos hermanas fueron víctimas de abusos, además de padecer la carga de la responsabilidad y la culpa. Será en ellas donde sintamos el anhelo de la reconstrucción, el deseo de reinventarse, la necesidad de ir renaciendo constantemente. En realidad, seguimos leyendo la crónica con un pesimismo en la razón, pero con optimismo en el deseo. En ocasiones, a eso se le llama esperanza. Y tal vez esa forma de ilusión sea lo único que nos mantiene en pie frente a los diagnósticos tan demoledores, que en este caso atañen a una familia americana, pero que, se nos sugiere, están instalados entre nosotros, habitan en nuestro vecindario, tal vez en nuestra familia. Es fundamental avanzar en las curas. Mientras tanto, por nuestra parte, es fundamental tomar conciencia de lo que supone para concluir, como se concluye tras esta lectura, que la enfermedad mental está imbricada en lo que nos hace humanos, como la hiedra venenosa que se engancha al roble.


Fuente: Revista de letras

martes, 11 de octubre de 2022

EL COLOR DEL AGUA

 

El color del agua

James McBride

Traducción de Josefina Guerrero

Big Sur

Barcelona, 2022

285 páginas

 



«

Sus fotos son horribles, con cabezas cortadas o en las que nada aparece: una mesa, una mano, una silla. Aun así sigue fotografiando cualquier acontecimiento que considere importante porque sabe que todos los recuerdos son vitales como para perderlos y ha perdido demasiados anteriormente.
»

Hijo de una madre blanca, de familia judía, de origen europeo, James McBride (Nueva York, 1957), un niño que hereda el color de piel de un padre afroamericano, se pregunta qué supone esto. Cuestionarse quiénes somos y de dónde venimos, sin formular la pregunta, es un reto literario que puede exponerse en forma de memoria. En este caso, la memoria es un homenaje, casi una elegía, que refleja en ella la necesidad de revivir la vida propia y las vidas ajenas. A través de la memoria existe la posibilidad de reconciliarse y hasta de reconciliar a otra persona con su pasado. De ahí este planteamiento, a dos voces, por el que nos orienta McBride, exponiendo tanto su autobiografía como la biografía de su madre, enfrentándolas en singularidades paralelas.

Hablamos de familias religiosas, aunque sientan diferentes religiones. Y frente a las religiones ambos se irán revelando: la madre acabará por cambiar al cristianismo y el hijo acabará por cambiar a la religión de la calle. Ella vivió en una Europa famélica, sobrevivió a los años treinta, a los abusos y al maltrato en la familia, y tuvo que someterse a un aborto a los quince años que liquidó su vida antigua con todo el programa que ella conllevaba. Él se cría en un barrio pobre de Brooklyn, entre otros chicos de color, con una madre blanca que hace la misma vida que quienes son marginados por su raza, en los años sesenta, y acabará por buscar su personalidad, en plena adolescencia, en acciones que parecen medidas contra la madre y que incluyen la rebelión de las drogas. Ambos son un desastre porque no les queda más remedio que serlo: él es desordenado y ella no es capaz de organizar su tiempo. Pero ambos se entregan a los seres queridos, a la familia -que incluye a los diez hermanos de James McBride- y a los amigos.

Mientras leemos estas memorias y esta biografía, vamos cargándonos con una violencia contenida, con la expectativa de que algo malo podría suceder. Algo de los que nos libra el afecto que, sin duda, transmite el autor por la madre, un afecto que parte de la comprensión y de la necesidad de perdonarse que esta comprensión haya llegado un poco tarde. En un mundo que ofrece infinitas posibilidades de desastre, sobrevivimos gracias a las expresiones del amor, y eso, nos descubre McBride, incluye las carencias y reconocer las carencias, las fórmulas con que intentamos rellenar las carencias y hasta un entendimiento con la soledad que nos indica que es necesario sentirla para poder seguir conviviendo.

En cuanto al título, el color del agua es el color del que es Dios, según la explicación de la madre al hijo que empieza a cuestionarse todo. Valga la expresión como una metonimia que nos ayuda a entender lo que no somos capaces de explicarnos. La memoria sigue siendo todo para autores como McBride, y su expresión potente y afectiva nos facilita la aceptación de la nuestra. Un libro, por tanto, estupendo.

lunes, 10 de octubre de 2022

LA VIDA, DESPUÉS

 

La vida, después

Abdulrazak Gurnah

Traducción de Rita da Costa

Salamandra

Barcelona, 2022

350 páginas

 



Se ve, también, en muchas películas del Oeste, cuando el ganado devora el territorio sobre el que los agricultores tratan de hacer crecer unas lechugas y unas cebollas. Colonizar fue un acto muy violento y sus resultados sólo pudieron ser convulsos. Hoy en día, la colonización sigue las fibras de internet y se traslada mente a mente. Pero entonces un territorio poseía otro significado, era riqueza, era poder, era cualquier cosa que se pudiera concluir de la codicia, incluido el imperio. Frente a la colonización, una de las alternativas más dignas pudo haber sido el mestizaje. Ese fenómeno se repite hoy en día, cuando tenemos que afrontar nacionalismos cerriles y nos damos cuenta de que los demás, sus culturas y sus formas de pensar, además de sus aspectos, nos ayudan a ser mejores personas, porque nos ayudan a aprender. No querer aprender, porque uno considera que ya lo sabe todo, es no querer crecer y en esta vida no sirve el estancamiento: si uno se queda parado, va a ir marcha atrás. En este caso, eso supone practicar el antónimo de la bonhomía.

La obra de Abdulrazak Gurnah (Zanzíbar, 1948) retorna a la colonización, retorna a África, una y otra vez, para hablarnos de su gente. Y nos damos cuenta de que sus intenciones sólo pueden ser buenas, en el buen sentido de la palabra bueno. Los personajes principales están colmados de buenos sentimientos que se mantienen firmes hasta en los mayores tiempos de hambre. El mundo que nos describe parece estar en plena formación, parece que es un planeta que estemos inventando, y en él nuestros personajes intentan cultivar la generosidad y el afecto. A pesar de la violencia que se extiende y que empapa todo a su alrededor, en el contacto con el otro tratan de no hacer daño y, en la medida de sus posibilidades, de ayudar. Aunque saben que deben reservarse un tanto así, para no ser ellos los que sufran. Los extranjeros son militares o sacerdotes, por ejemplo, son figuras que representan, mientras que ellos, los africanos, incluidos los de origen indio, son personas, son actores, son protagonistas de sus propias vidas, aunque para ello deban buscar entre los rincones del mundo alguno en el que alojarse con cierta comodidad.

La vida, después es un relato muy tierno, escrito con el pulso ajustado al ambiente que se pretende recrear, lento pero con sucesos que no cesan de acontecer. Nos importará el mundo emocional que hay detrás de lo que leemos, porque nos importará la suerte de los personajes. Gurnah nos demuestra que adora su trabajo como escritor, y eso se hace notar en el relato. No cabe mayor elogio.

jueves, 6 de octubre de 2022

CUADERNO DE VIAJE AL PAÍS NATAL

 

Cuaderno de viaje al país natal

Alfonso Armada

La umbría y la solana

Madrid, 2022

597 páginas



 

Los libros de viaje están sujetos a la maldición de acumular polvo, que indica que por ellos pasa el tiempo. Es inevitable, pues no dejan de ser testimonio de un momento y ese momento pertenece al pasado. Uno se pregunta si ésa puede transformase en la virtud de un libro de viajes, el hecho de construirlo, precisamente, sobre el viaje al pasado, que viene a ser tanto como decir el viaje a la infancia. Frente al momento presente, hasta la semana pasada ya pertenece a la infancia de lo que somos. Para añadir un sabor a clásico, remitiéndonos todavía con más énfasis a la literatura que un día agradecimos y hoy regresamos a agradecer, hay que escribir bien, con un ritmo de trote mantenido, con un lenguaje ajustado. En este empeño, y con una resolución más que digna, Alfonso Armada (Vigo, 1958) nos ofrece un libro en el que recorre Galicia, su tierra natal, con un espíritu crítico, porque no deja de ser un encuentro a la defensiva, como reconoce cuando confiesa que marchó a Madrid poniendo tierra de por medio de un país “en el que todo era susceptible de ser convertido en herramienta, en arma política: la lengua, la patria, el ser como una línea en la tierra y en el agua para diferenciarse y definirse”.

De la contradicción, del conflicto, nacerá esa forma de mirar en ocasiones con pequeña ironía, en ocasiones buscando una reconciliación que se hace posible en función del alma de su interlocutor. Su postura política, o su no toma de postura en lo que entendemos por política institucional, irá marcando cómo define este territorio, que es país por tener su idiosincrasia sin reivindicarla, que es nación por tener sus estructuras de autonomía, pero que no es Estado y que uno se pregunta qué necesidad existe de constituirse en Estado si ya es país por la facilidad con que se distingue del resto del mundo. En cualquier caso, Armada se muestra como un vehemente defensor de posturas no nacionalistas, ni en Galicia ni en ningún otro terreno, acotado por vaya usted a saber qué avatares históricos o personales.

«Este es un país hermoso, ¿quién lo duda? ¿Pero cuál es mi vínculo con él? De todos modos, lo que sí sé es que yo no amo a mi país. Quizás porque piense que en ese amor a un país se esconde una suerte de aberración política y moral». Entonces, uno se pregunta, ¿qué le motiva a emprender el viaje y a persistir en él con tanto detalle, con tanta rotundidad? Aquí y allá aflora alguna mención a la infancia, pocas, pero son las que al lector le ayudan a sentir momentos de descanso: «Sus palabras ponen misteriosamente en marcha recuerdos de juegos en patios olvidados, de cuando la infancia era en Vigo una película que la lluvia borraba y el sol restauraba, la lluvia encendía y el sol desvanecía». ¿Viajamos con él para encontrar esos segundos salvíficos? En realidad, encontrar esos instantes son los que justifican toda una vida.

Existe, eso sí, un empeño en mostrarnos que esa vida no ha sido malgastada, ha sido un continuo sembrar para recoger lo mejor en esos momentos. Ahí está la erudición, con muestras constantes de miles de lecturas. Y la capacidad de observación, una constante en quien fue uno de los corresponsales más perspicaces y sensitivos que ha dado nuestro país. Está la continua reflexión acerca de cómo está quedando nuestro planeta, inevitablemente comparando realidad e ilusiones de las personas, realidad e infancia. Ahí está la búsqueda constante de formas de arte, desde las poéticas a las que se pueden encontrar en sencillos museos marítimos. Y la aparición de los tópicos acerca de Galicia, que él transforma en huellas por las que orientarse en un sendero que no parece trazado a priori. Está toda la documentación replicada, que es una selección indicándonos qué nos puede mover a interés para visitar esta tierra.

Y todo esto buscando dar testimonio, sí, de su paso por la piel de Galicia, pero también estudiando la necesidad de construir una identidad de un país que, ya lo hemos comentado, se ha ido construyendo sola, sin batallar, a pesar de que Armada no considere que éste sea su país: “No sé cuál es mi país. Prefiero Portugal.”

Y luego está todo eso de los libros de viajes y los viajeros tratando de explicarse a sí mismos, tratando de encontrar su identidad y demás lugares comunes, que Armada solventa al principio de la obra con un sencillo comentario: “¿por qué renegar del Pórtico de la Gloria si es compatible con Franz Kafka?”. Estamos en la belleza triste de un libro de viajes que no puede ser completo, porque no hay vida que lo sea.

lunes, 3 de octubre de 2022

ATLAS DEL CAMINO BLANCO en CULTURAMAS

 

Atlas del camino blanco

Ricardo Martínez Llorca

Baile del sol

Tenerife, 2022

120 páginas

 

Por Carlos Marín

Un tipo aspira a no perder la dignidad.

Así podría resumirse el contenido de esta novela corta que nos entrega Ricardo Martínez Llorca (Salamanca, 1966). La dignidad puede ser el valor universal que se defiende en las mejores obras de arte. La dignidad entronca con la pregunta de ¿quiénes somos? Sin que la cuestión parezca una imploración a los dioses. Se ha apuntado mucho, en las últimas décadas, a la identidad como eje de algunas de las obras literarias más importantes, de ahí, por ejemplo, el auge de ese género llamado autoficción.

Pues bien, he aquí que llega Martínez Llorca, acostumbrado a pisar charcos, y se mete en harina con una obra que podría ser la definitiva en lo que entronca a ese tema. A partir de una experiencia de un viaje a Nepal, a partir de sus conocimientos de alpinismo, y nos atreveríamos a decir, a partir de algún recuerdo adolescente, Martínez Llorca recrea el paso despistado de un hombre normal, a través de una ruta, la de los Annapurna, en solitario y con un objetivo inusitado: buscar a su mejor amigo. Nadie se pierde en esos valles como se pierde el amigo del protagonista y, sospechamos, la búsqueda de este tipo quiere decir otra cosa.

¿En qué consiste esa otra cosa? Esta intriga nos mantendrá ocupados a lo largo de la lectura. No se nos desvelará hasta el final, cuando se vea enfrentado a auténticos profesionales del alpinismo, y recomendamos no perdérsela. Hasta entonces, se nos antojaba que había algo absurdo, como hay algo absurdo en nuestra vida diaria, que el protagonista lleva pegada a la piel, por mucho que se esfuerza en ser distinto, aunque sea ocasionalmente.

La otra parte que nos mantiene pegados a las páginas de esta magnífica novela es la musculatura y la fuerza de la escritura de Martínez Llorca, que no dejamos de agradecer por mucho que nos vayamos acostumbrando a ella. Pocos escritores poseen su potencia, su serenidad y su oído.

La estructura no puede ser más sencilla, basada en un itinerario que, eso sí, nos muestra un país del que enamorarse. De hecho, nuestro protagonista llegará a enamorarse de una parte de ese país, gracias a los encuentros que parecen casuales, tanto como para sospechar que detrás de ellos bien puede existir un ser, al que llamamos Destino, manejando los hilos.

Queremos repetirlo: Martínez Llorca no se atiene a olas literarias, va por libre y en un mundo en el que triunfa quien consigue caer bien a todo el mundo, acostumbra a pisar todos los charcos, a correr todos los riesgos. En Atlas del camino blanco vuelve a hacerlo. Y esto sigue convirtiéndole en uno de nuestros mejores autores y, como si eso fuera implícito en la afirmación, en uno de los más marginales.


Fuente: Culturamas

domingo, 2 de octubre de 2022

LA ENFERMEDAD

 

La enfermedad

Klabund

Traducción de Olga García

El Desvelo

Santander, 2022

107 páginas

 



El comentario, que explica tantas cosas, es bien conocido: si uno mete en un terrario hormigas rojas y hormigas negras, no pasará nada. Cada especie formará su propia colonia y comenzará una vida a su estilo, en la que bastará con que tengan comida y a su propia reina para seguir adelante como si nada sucediera. Sin embargo, si alguien se dedica a agitar el terrario, los nervios de las hormigas saldrán hasta la punta de sus mandíbulas y entonces comenzará la batalla entre las rojas y las negras.

Probablemente el ejemplo es un poco exagerado, pero algo de esto sucede en el relato principal que se reúne en este volumen: La enfermedad. Un extraño grupo de gente se reúne en una pensión, como se reunieron, aunque en diferente escala, los protagonistas de La montaña mágica. Y así se da origen a algo que está trazado con el formato del cuento largo o de la novela corta, pero que bien podríamos catalogar como teatro de situación. De hecho, hay un ligero guiño metanarrativo, pues dentro de la obra algunos de los protagonistas se disponen a participar en una obra de teatro, y otros a ser espectadores. Se nos indica, de alguna manera, que ellos son conscientes de formar parte esencial, tan esencial como es la creación de personajes, de una obra. Y el tema de esta obra es una exploración acerca de los límites de la dignidad. Entendiendo por dignidad un atributo social: la dignidad se demuestra manteniendo una compostura en un entorno y en unas circunstancias, que pueden ser tan tristes como una tuberculosis_

«-Querido Sylvester… quiero verle por una vez actuar… ¡Hágalo por lo menos una vez! Actúe una vez no de forma artística, artificial, poética, teatral. Actúe por una vez de forma humana…»

Esto es lo que reclama uno de los personajes principales a otro, para incitarle a montar a caballo y participar en una competición. Da la sensación de que si no se agitara el terrario, lo que podríamos narrar de los sucesos sería un gasto de energía innecesario.

Vemos a los personajes débiles, a cuenta de la enfermedad que, por prescripción facultativa, les lleva a un obligado reposo. Y no dejamos de identificar a quien reposa con alguien que se encuentra débil. Es decir, son enfermos que deben actuar como enfermos. Para su sorpresa, o para sorpresa del lector, el tiempo no se detiene mientras nos molestamos en lamer nuestras heridas con más o menos dignidad, con más o menos compostura. De hecho, hacia el final comprobaremos cómo el mundo no ha cesado de evolucionar mientras nosotros nos hemos encerrado para tratar de sanar. El cine sustituirá al teatro y el automóvil a los trineos. La edición de estos textos es un gran acierto editorial, pues nos ayuda a comprendernos mejor.