Siete
años en el Tíbet
Heinrich
Harrer
Traducción
de Isabel Hernández
Libros
del Asteroide
Barcelona,
2025
441
páginas
Hay
paisajes que seguimos imaginando austeros, sencillos, puros. El sol sería una
piedra dorada que ilumina tan limpiamente como lo hace la respiración, allí
arriba, con nuestra alma. La única mancha que atravesaría las montañas sería la
de los monjes con túnicas de azafrán, simpáticos, naturales, acogedores. Como
no hay ordenador ni teléfono móvil que funcione en esa región, si queremos
relacionarnos con alguien tendrá que ser llamando a las puertas, tropezándonos
con una persona en la calle, compartiendo juegos y diálogos en los que
cualquier frase que nuestro contertulio exprese nos remitirá a la sabiduría.
Sabiduría tiene que ver con vivir sereno. Allí todo es reposo, todo es calma,
todo es vacío. Hay que viajar al Tíbet, nos decimos. Pero llegar hasta allí no
siempre es sencillo y por el camino se nos ocurre visitar antes otros lugares
por la sencilla razón de que nos resultan más baratos, o porque tienen playa.
Pero eso no nos impedirá viajar a través de los ojos de otros, que, por otra
parte, añaden al viaje en el espacio un desplazamiento temporal que contribuye
a que podamos explicarnos muchas cosas, entre ellas que el mundo es una fruta
que se está pudriendo. Puede ser un pensamiento reaccionario, pero al leer
obras como Siete años en el Tíbet, uno lamenta bastantes de los avances
que se han hecho, como los que nos facilitan llegar con tanta ligereza a los
lugares y creer que los conocemos por leer una guía mientras pasamos una semana
por Lhasa y sus alrededores.
Libros
del Asteroide recupera esta joya en una nueva traducción, y volver a leerla es
un soplo de aire fresquísimo. Heinrich Harrer (Hüttenberg, 1912 – Friesach,
2006) fue un extraordinario alpinista y un escritor que podríamos calificar de
discreto si lo que pretendemos es encontrarnos con Proust o James Joyce. Pero
la literatura no son sólo grandes frases, la literatura es, también, lo que
contribuye a hacernos mejores, y este libro, tan sencillo de leer, lo hace.
Harrer pisó territorio enemigo nada más empezar la Segunda Guerra Mundial,
hecho del que no tuvo noticia por hallarse en plena expedición al Himalaya. El
ejército británico de la India le internó en un campo de prisioneros, del que
lograría escapar en compañía de varios de ellos, y tras veintiún meses vagando
por las montañas, llegar a la capital del Tíbet. Allí desplegó todas las formas
de relación posibles entre un europeo y un mundo que hasta el momento nos era
desconocido, destacando, como si fuera el mejor de los etnólogos, el respeto.
Es conocida su amistad con el Dalai Lama, que en el libro no aparece hasta bien
avanzada la lectura.
Harrer
no se entretiene en nada que no sea la descripción de sus días y sus noches
atravesando el país. Nos descubre lugares y gentes como quien no tiene otras
referencias que no sean sus propios ojos y oídos. El libro es delicioso, nos
ayuda a comprender que el sentido del viaje es que regresemos mejores, que
vemos lo que somos y que deberíamos ser seres abiertos, dispuestos a aprender,
a facilitar la vida a los demás. No existe el espíritu del explorador en
Harrer, en el sentido de que no existe ese tipo que llega a un lugar con los
deberes hechos, es decir, dispuesto a interpretar desde sus conocimientos.
Harrer es testigo y ofrece testimonio. En ese sentido, es un escritor
impecable, un maestro que nos dicta cómo deberían relatarse los viajes. O como
deberíamos leerlos. Y, mientras tanto, seguimos echando de menos ese mundo que
ya no es posible encontrar, una nostalgia un tanto estúpida, porque este libro
permite acercarnos a él y se puede volver a leer tantas veces como uno quiera.
No existe mayor elogio para un libro de viajes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario