viernes, 27 de junio de 2025

SIETE AÑOS EN EL TÍBET

 

Siete años en el Tíbet

Heinrich Harrer

Traducción de Isabel Hernández

Libros del Asteroide

Barcelona, 2025

441 páginas



 

Hay paisajes que seguimos imaginando austeros, sencillos, puros. El sol sería una piedra dorada que ilumina tan limpiamente como lo hace la respiración, allí arriba, con nuestra alma. La única mancha que atravesaría las montañas sería la de los monjes con túnicas de azafrán, simpáticos, naturales, acogedores. Como no hay ordenador ni teléfono móvil que funcione en esa región, si queremos relacionarnos con alguien tendrá que ser llamando a las puertas, tropezándonos con una persona en la calle, compartiendo juegos y diálogos en los que cualquier frase que nuestro contertulio exprese nos remitirá a la sabiduría. Sabiduría tiene que ver con vivir sereno. Allí todo es reposo, todo es calma, todo es vacío. Hay que viajar al Tíbet, nos decimos. Pero llegar hasta allí no siempre es sencillo y por el camino se nos ocurre visitar antes otros lugares por la sencilla razón de que nos resultan más baratos, o porque tienen playa. Pero eso no nos impedirá viajar a través de los ojos de otros, que, por otra parte, añaden al viaje en el espacio un desplazamiento temporal que contribuye a que podamos explicarnos muchas cosas, entre ellas que el mundo es una fruta que se está pudriendo. Puede ser un pensamiento reaccionario, pero al leer obras como Siete años en el Tíbet, uno lamenta bastantes de los avances que se han hecho, como los que nos facilitan llegar con tanta ligereza a los lugares y creer que los conocemos por leer una guía mientras pasamos una semana por Lhasa y sus alrededores.

Libros del Asteroide recupera esta joya en una nueva traducción, y volver a leerla es un soplo de aire fresquísimo. Heinrich Harrer (Hüttenberg, 1912 – Friesach, 2006) fue un extraordinario alpinista y un escritor que podríamos calificar de discreto si lo que pretendemos es encontrarnos con Proust o James Joyce. Pero la literatura no son sólo grandes frases, la literatura es, también, lo que contribuye a hacernos mejores, y este libro, tan sencillo de leer, lo hace. Harrer pisó territorio enemigo nada más empezar la Segunda Guerra Mundial, hecho del que no tuvo noticia por hallarse en plena expedición al Himalaya. El ejército británico de la India le internó en un campo de prisioneros, del que lograría escapar en compañía de varios de ellos, y tras veintiún meses vagando por las montañas, llegar a la capital del Tíbet. Allí desplegó todas las formas de relación posibles entre un europeo y un mundo que hasta el momento nos era desconocido, destacando, como si fuera el mejor de los etnólogos, el respeto. Es conocida su amistad con el Dalai Lama, que en el libro no aparece hasta bien avanzada la lectura.

Harrer no se entretiene en nada que no sea la descripción de sus días y sus noches atravesando el país. Nos descubre lugares y gentes como quien no tiene otras referencias que no sean sus propios ojos y oídos. El libro es delicioso, nos ayuda a comprender que el sentido del viaje es que regresemos mejores, que vemos lo que somos y que deberíamos ser seres abiertos, dispuestos a aprender, a facilitar la vida a los demás. No existe el espíritu del explorador en Harrer, en el sentido de que no existe ese tipo que llega a un lugar con los deberes hechos, es decir, dispuesto a interpretar desde sus conocimientos. Harrer es testigo y ofrece testimonio. En ese sentido, es un escritor impecable, un maestro que nos dicta cómo deberían relatarse los viajes. O como deberíamos leerlos. Y, mientras tanto, seguimos echando de menos ese mundo que ya no es posible encontrar, una nostalgia un tanto estúpida, porque este libro permite acercarnos a él y se puede volver a leer tantas veces como uno quiera. No existe mayor elogio para un libro de viajes.

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