Ahora
y en la hora
Héctor
Abad Faciolince
Alfaguara
Barcelona,
2025
222
páginas
Condenado
a vivir sin encontrarse a uno mismo, el ser humano no deja de ser otro simio
dando vueltas una y otra vez dentro de esa jaula que es el mundo entero. Resulta
que los sentimientos que conforman el tejido de la vida no le dejan a uno en
paz y de ahí que nos piquen tanto los pies y no nos quede otra solución que no
sea ponernos en marcha. Pero uno puede ponerse en marcha caminando, navegando,
bailando o escribiendo. Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958) comienza esta
nueva obra, Ahora y en la hora, explicándonos en qué consiste esa necesidad de
escribir y da buena cuenta de que escribir no cauteriza nada: «Se me ocurre que
tal vez hice este viaje, y escribo sobre él, para ver si al fin vuelvo a
sentirme vivo. Pero haberlo hecho, antes, y ahora escribirlo, en cambio, me
hacen sentir mucho más muerto que nunca, al borde de la muerte, y quizá por eso
mismo, desde mi regreso, y desde que me obstino en contar lo que viví, más que
vivir, agonizo cada día».
Abad
Faciolince emprende un viaje a Ucrania, se acerca a la línea del frente
acompañado por varias personas, y estando sentado en un restaurante, comprueba
demasiado de cerca lo que es la guerra: un misil ruso estalla junto a ellos
matando a varias personas que se encontraban cenando junto a él, entre ellas a
una de sus compañeras de mesa, una escritora ucraniana por la que muestra algo
que es mucho más que respeto y que llamamos cariño. La experiencia es brutal y
no puede dejar de marcar a fuego a un alma tan sensible como ha demostrado ser
la del autor de El olvido que seremos. El libro encierra el lamento que
supone pensar que la literatura no es suficiente, que el arte no basta y, sin
embargo, ¿qué otra cosa nos queda frente a las muertes violentas? Pero este
suceso no aparece definido, si como corriente que fluye en el sustrato, hasta
pasados dos terceras partes del libro. Antes, Abad Faciolince nos va relatando
su viaje por Ucrania junto a un puñado de líneas que atañen al núcleo del relato
con todas las versiones de las líneas que afectan a un círculo: diagonales,
secantes, tangentes y exteriores. Pero cada vez que recurre a una de ellas, lo
hace por la sencilla razón de que le importan los demás, incluso aquellos que ahora
vemos con cierta distancia porque se han librado del mal.
Abad
Faciolince es consciente del tipo de patología que supone hablar de uno mismo, y
no deja de expresarlo en alguna ocasión, pero no renuncia a colocarse en el
centro y no como protagonista, sino como la persona que no cesa de amar y así
lo que detalla es lo que va amando. Con este sencillo recurso, cualquiera puede
sentirse identificado con él, pensar que el viaje del autor podría se el viaje
propio. Hasta que detona el misil y todo se transforma. Es a partir de entonces
cuando vuelve a surgir el Abad Faciolince más impactante pero más sereno, esa
voz reflexiva y contundente que ya hemos conocido, ese pensamiento intenso, que
nos demuestra que inteligencia y sentimiento son la misma cosa. Es ahora,
cuando habla de la familia y de la muerte, cuando habla de la cobardía y de las
heridas, cuando nos topamos, de nuevo, con el genial explorador de las zonas
oscuras del corazón humano: «Pienso en la irrealidad de la muerte. ¿Cómo puede
ser real la muerte si lo que hace la muerte es, precisamente, suprimir la
realidad? La muerte es eso: que la realidad cesa, que el mundo que amas (tus
hijos, tu mujer, tu país, tus paisajes, tus cosas) se terminan de repente y
pasan a no ser nada».
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