jueves, 19 de junio de 2025

EL CHICO QUE GANABA TODOS LOS PREMIOS

 

El chico que ganaba todos los premios

Miguel A. González

Comba

Barcelona, 2025

208 páginas

 



Una cosa es la vida, y otra, no tan distinta, es lo vivido. Con lo primero uno escribiría una autobiografía y, poniendo su corazón al desnudo, generaría lágrimas, enfados o cualquier otra suerte de emoción que fluye en la espuma de los días. Con lo segundo uno puede escribir cualquier otra cosa, desde la poesía que corre por las páginas de Whitman a los párrafos maravillosos de El libro del desasosiego, pasando por las penas de Alonso Quijano. Lo vivido no incluye sólo lo que a uno le ha afectado directamente, pues también cabe ahí lo que ha visto que afecta a los demás y cómo les afecta, una función de testigo que al reproducirla sobre las páginas pasa, necesariamente, por la imaginación. «Así es como nacen mis historias, me dijiste. Cuentos de ficción que se construyen como una especie de puzle, o como un Frankenstein hecho de palabras. Retales de recuerdos. Escenas reales que alteras a tu antojo para que encajen con la historia que estás contando», esto dice Miguel A. González (Madrid, 1982) en el primero de los relatos que componen este libro. Un poco más adelante, añade las razones que a uno le empujan a escribir, y que no siempre tienen que ver con ese para que mis amigos me quieran más que soltó en Nobel colombiano: «ése era el motivo por el que tú escribías, porque podías regresar siempre que lo desearas a los buenos momentos y modificar los malos hasta que dejaran de serlo». Parece que la función de la literatura se asemeja bastante a la de las terapias.

De hecho, González explora, como en obras anteriores, esos recovecos de la realidad que no siempre son a los que nos podemos permitir prestar atención, por culpa de la urgencia de la actualidad. Uno lee sus relatos y se da cuenta de que va abandonando las principales arterias de la ciudad para explorar los callejones y los barrios de la periferia, y aquí cabe leer ciudad de una forma metafórica, como si uno hablara de la actuación del individuo sobre sus días y sus noches. A medias participando de la vida y a medias siendo testigo de lo que sucede a su alrededor, estos narradores nos llevan a recodos que forman parte de lo que no es normal, pero sí es muy posible. Por tanto, tenemos la sensación de que nos queda el deber de atender mejor a nuestro alrededor después de terminar esta obra, porque se nos deben de estar escapando demasiadas cosas. Y la mayoría de ellas tiene que ver con lo que más nos importa, que es la familia y son los amigos.

En algún momento se hace referencia a la literatura de Kafka, por lo angustioso de las situaciones que construye, pero reivindicando la crítica social que su literatura construía. Es imposible escribir igual a como se escribía antes de Kafka, pero no es el único referente de González, como podemos comprobar siguiendo los epígrafes que encabezan cada uno de los relatos: Cortázar, Palahkniuk, Vonnegut, Lispector, Ginzburg, Marsé o los poetas César Vallejo y Juan Ramón Jiménez vuelan por ahí, junto a otros miembros de la realidad, como Kim Kardashian. En cualquier caso, lecturas de libros y lecturas de lo que nos rodean que, junto a un talento que ya habíamos conocido, construyen una literatura de gran pulso, la de uno de nuestros mejores cuentistas, la de alguien que sabe que sigue siendo importante construir imágenes en la mente del lector, y que no es casualidad que imaginación e imagen compartan raíz.

No hay comentarios:

Publicar un comentario