El
chico que ganaba todos los premios
Miguel
A. González
Comba
Barcelona,
2025
208
páginas
Una
cosa es la vida, y otra, no tan distinta, es lo vivido. Con lo primero uno
escribiría una autobiografía y, poniendo su corazón al desnudo, generaría lágrimas,
enfados o cualquier otra suerte de emoción que fluye en la espuma de los días.
Con lo segundo uno puede escribir cualquier otra cosa, desde la poesía que corre
por las páginas de Whitman a los párrafos maravillosos de El libro del desasosiego,
pasando por las penas de Alonso Quijano. Lo vivido no incluye sólo lo que a uno
le ha afectado directamente, pues también cabe ahí lo que ha visto que afecta a
los demás y cómo les afecta, una función de testigo que al reproducirla sobre
las páginas pasa, necesariamente, por la imaginación. «Así es como nacen mis
historias, me dijiste. Cuentos de ficción que se construyen como una especie de
puzle, o como un Frankenstein hecho de palabras. Retales de recuerdos. Escenas
reales que alteras a tu antojo para que encajen con la historia que estás
contando», esto dice Miguel A. González (Madrid, 1982) en el primero de los
relatos que componen este libro. Un poco más adelante, añade las razones que a
uno le empujan a escribir, y que no siempre tienen que ver con ese para que mis
amigos me quieran más que soltó en Nobel colombiano: «ése era el motivo por el
que tú escribías, porque podías regresar siempre que lo desearas a los buenos
momentos y modificar los malos hasta que dejaran de serlo». Parece que la
función de la literatura se asemeja bastante a la de las terapias.
De
hecho, González explora, como en obras anteriores, esos recovecos de la
realidad que no siempre son a los que nos podemos permitir prestar atención,
por culpa de la urgencia de la actualidad. Uno lee sus relatos y se da cuenta
de que va abandonando las principales arterias de la ciudad para explorar los
callejones y los barrios de la periferia, y aquí cabe leer ciudad de una forma
metafórica, como si uno hablara de la actuación del individuo sobre sus días y
sus noches. A medias participando de la vida y a medias siendo testigo de lo
que sucede a su alrededor, estos narradores nos llevan a recodos que forman
parte de lo que no es normal, pero sí es muy posible. Por tanto, tenemos la
sensación de que nos queda el deber de atender mejor a nuestro alrededor
después de terminar esta obra, porque se nos deben de estar escapando
demasiadas cosas. Y la mayoría de ellas tiene que ver con lo que más nos
importa, que es la familia y son los amigos.
En
algún momento se hace referencia a la literatura de Kafka, por lo angustioso de
las situaciones que construye, pero reivindicando la crítica social que su
literatura construía. Es imposible escribir igual a como se escribía antes de
Kafka, pero no es el único referente de González, como podemos comprobar siguiendo
los epígrafes que encabezan cada uno de los relatos: Cortázar, Palahkniuk, Vonnegut,
Lispector, Ginzburg, Marsé o los poetas César Vallejo y Juan Ramón Jiménez
vuelan por ahí, junto a otros miembros de la realidad, como Kim Kardashian. En cualquier
caso, lecturas de libros y lecturas de lo que nos rodean que, junto a un
talento que ya habíamos conocido, construyen una literatura de gran pulso, la
de uno de nuestros mejores cuentistas, la de alguien que sabe que sigue siendo
importante construir imágenes en la mente del lector, y que no es casualidad
que imaginación e imagen compartan raíz.
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