lunes, 29 de abril de 2019

TRILOGÍA DEL SURF


Trilogía del surf
Willy Uribe
Libros del lince
Barcelona, 2017
300 páginas

El mar no abandona a los suyos. Hay una vida intensa en esa masa de agua que comparte la sal con el sudor y con las lágrimas. Es una sanación y todo un compendio en el que la humanidad ha proyectado lo mejor de sí misma. O al menos cada uno de nosotros ha ido proyectando lo mejor de sí mismo, hasta sumar una metáfora de la vida que ya estaba instalada en el alma de los romanos y los fenicios. A pesar de los horrores que puedan esconder su profundidad, se trata de un hogar. El mar humano tiene que ver con la costa, con los vínculos entre agua y tierra y con la formación de corrientes para navegar. Resulta más fácil confiar en él que en las personas, concluimos de la lectura de este libro de Willy Uribe (Bilbao, 1965). En él la navegación es una actividad individual, es el surf, que los protagonistas, exiliados por propia voluntad y con diferente grado de bohemia, practican en los paraísos que la pequeña historia del surf ha creado entre quienes la imaginan: la costa atlántica del Sáhara, la costa del Pacífico mexicano y las playas de Indonesia y Australia.
El surf representa la felicidad de los cuerpos, esos átomos que suman hasta casi consumarnos. La costa de México es el viaje al sur del sueño norteamericano, la cultura en la que, de forma inevitable, nos ha construido en mayor o menor porcentaje, o contra la que nos hemos construido en mayor o menor porcentaje. El Sáhara es un misterio, un hueco en el que puede suceder cualquier cosa, un borrón en el mapa. En cuanto a Indonesia, allí hemos depositado nuestros últimos sueños de huir, es decir, de construir una vida hermosa partiendo de cero, sin el lastre de nuestros fantasmas.
Porque los protagonistas de las tres historias que componen esta Trilogía del surf -Más allá del Ganzung, Doce poemas de amor en Zicatella, Nanga- son tipos solitarios. Y la soledad no es algo elegido. La condición humana empuja a vivir hacia fuera, a vivir para los demás. Y si uno se larga en soledad, se aleja de aquello para lo que vive. De ahí que expresemos nuestra admiración por la aventura, pero no nos atrevamos a repetirla. Cuando la aventura está a nuestro alcance, la soledad es posible para todos. Pero estos tipos tienen deudas pendientes. Algunas incluso de sangre. Otras de amor, y otras de mera ilusión por cumplir un sueño. En cualquiera de los tres casos, se ven imbuidos en unas tramas que tienen mucho de novela negra: el inocente que se ve envuelto en una situación límite por accidente, como los personajes de Hitchcock; el que vive una novela de amor sin mujer fatal, pero con la fatalidad oportuna; y el thriller.
La habilidad narrativa de Willy Uribe está fuera de toda duda. Sabe mantener el pulso del relato y no regala una sola línea fuera de control, fuera de la tensión que precisa para que el lector esté atento. Escribe con facilidad y sirve a todas las funciones de la literatura, desde las más intelectuales a las más populares. Recrea un mundo en el que se exploran los límites de lo permitido, como en el surf, que practican los personajes con una confianza que no poseen cuando respiran tierra adentro. El surf da sentido a algunos minutos de la existencia de unos seres desnortados: el mar, que tanto cura, la solidaridad, la belleza, el sol, el cuerpo. Habrá momentos de amor cierto y momentos de amor farsario en estas tres historias con intriga. Nunca en relación al mar. Porque el mar no abandona a los suyos.


sábado, 27 de abril de 2019

SOLO EN LA PARED

Solo en la pared
Alex Honnold, con David Roberts
Desnivel
Madrid, 2016
207  páginas
La vida puede que haya sido, sea y será una porquería. Eso lo sabemos todos. Pero incluso el payador vestido con harapos que le puso notas musicales para componer un tango con esa letra, tenía pleno derecho a proponerse realizar una travesía feliz. La felicidad, como la libertad, es un concepto casi imposible de definir. Pero es un sentimiento claro. Uno sabe muy bien cuándo es feliz, cuándo es libre. Ayer sucedió un momento, durante la puesta de sol mientras dos adolescentes se besaban entre los coches. Pero la semana pasada sucedió en el momento en que uno navegaba sobre un mar azul en el que reposan las almas de tantos marineros. Otro día, no sabes bien por qué, bastó con leer los versos de un salmo: “Le pondré en alto, por cuanto ha conocido mi nombre”, y como no eres creyente pensaste que se refería a cualquiera de tus buenos amigos. Hace años creíste encontrarlas en los frascos de garrafón, pateando la noche al ritmo de la música de los ochenta. Pero donde con más frecuencia se produjo esa excitación fue donde huele a clorofila y cuando las nubes cierran el cielo es para poner algo dulce sobre las praderas, las montañas, los ríos y el silencio compartido con tu mejor amigo, con ese con quien cazaste lagartijas por el rabo en la infancia o al que le confesaste que ya no eras virgen años más tarde. Resultaría más sencillo y más concreto si en lugar de referirnos a la felicidad y a la libertad así, en singular, pensáramos en los millones de caras que la representan. No sabemos si existe la felicidad. No sabemos si existe la libertad. Pero nadie duda de que existen felicidades y libertades. Que raramente son perpetuas. Tal vez porque no podríamos soportar pasarnos cada segundo de nuestros días y nuestras noches untados en belleza.
Para Alex Honnold (California, 1985) las libertades y las caras de la felicidad tienen que ver con la escalada. Sí, lo sabemos. Pero la ergonomía de Honnold tiene algo especial, algo dúctil, suave, que hace de su escalada una comunión más que una batalla. No es el más fuerte de los guerreros. Ni el más experto. Posiblemente ni siquiera sea el más elástico. Su físico no se asemeja al de las estatuas griegas. No le atraen las vías de difícil fractura física, ni siquiera las más técnicas. Honnold ha nacido para el equilibrio, la naturalidad, la lentitud continua, la eficacia de la intuición. No es un tipo duro porque tenga la piel correosa, impenetrable; si es invencible se debe, más bien, a que las inclemencias le atraviesan y su cuerpo permanece. Sencillo, humilde, tímido, Honnold está, también, como una regadera. Porque puede permitirse estarlo. Porque en su caso si no lo estuviera se vería condenado a la locura, y eso sí que no es sano. Él ha venido para expresarse en las grandes paredes de roca, donde cualquier otro nos moriríamos de miedo al saber que llevamos escalados cien metros sin seguro y que no podemos permitirnos el mínimo error si queremos seguir viviendo. Y es entonces cuando Honnold encuentra el equilibrio. En lo que no se le presente algo que lo sustituya, Honnold seguirá escalando con la facilidad de las lagartijas, matándonos de envidia y robándonos el aliento, para sentir el equilibrio, que él es equilibrio.
Al final, cuando las células del cuerpo no cicatrizan como lo hicieran en la infancia, cuando las hormonas no funcionen a todo vapor, cuando sepas que hay lugares inalcanzables a los que te hubiera gustado ir y jamás tendrás la ocasión, pero no sientas nada de eso como una pérdida, la cara de la felicidad y de la libertad que te sostenga vendrá, ahora sí, en forma de equilibrio. Aunque tal y como relata en este libro, Honnold parece haber tocado sus libertades allá arriba, en lo que parece un arrebato juvenil, en realidad lo que hace, eso que parece demencia, lo lleva a cabo por la sencilla razón de que en algún momento, a lo largo de la vía, siente que su travesía está siendo idéntica a la de cualquier otro sabio. Y no existe sabiduría si uno no siente que en ese instante respira libertad, felicidad, tal vez belleza.

ANIMALES INVISIBLES


Animales invisibles
Gabi Martínez
Nórdica / Capitán Swing
241 páginas

Este es el mayor reto entre las actividades que tratan lo inverosímil: demostrar que algo no existe. Tal vez no hablemos de imposibles ni de improbables. Ni siquiera de certezas, aun cuando las certezas se imponen con rigor por alguna de estas razones: o se trata de leyendas, o se trata del ecocidio. Aunque Gabi Martínez (Barcelona, 1971) plantea que sus animales invisibles, los que darán pie a sus viajes y a uno de los mejores libros de viaje de los últimos tiempos, gestan su intriga en diferentes razones, a la hora de la verdad se reducen a estas dos que, a su vez, son una defensa ecológica, entendiendo que la ecología solo puede estar unida a la literatura para ser sincera, en una relación simbiótica. La defensa de los hábitats y las especies pasa no solo por su físico, su lugar, sus cuerpos, sino también por su cultura. En buena medida, un pájaro extinto, como el moa, no es menos real que un monstruo que posiblemente nunca existió, como el yeti. Ambos pertenecen por igual al reino de la imaginación y, lo que es más serio, al de la imaginación popular, al de la imaginación compartida. Nada está más vivo que aquello que perdura en la imaginación, como demuestran los enamorados en cada bocanada de aire.
“En este libro ningún animal aparece como objetivo, como destino. Su papel es siempre el de motor y su runrún me ha llevado a descubrir realidades insólitas, a vivencias que considero lecciones”. Frente al espíritu deportivo con el que se traman tantos viajes, escondiendo una forma más o menos sofisticada de turismo, Gabi Martínez se presenta como un aprendiz, como un novato en la rueda del mundo. Frente a él están los grandes emblemas que son el Picozapato, la Gran Barrera de Coral, el Yeti, el Moa, el Tigre Coreano y el Danta. Diversos puntos de la geografía natural y que él pretende vivir como geografía también humana. Aunque el hombre es, en algún punto de su fondo, un villano en estos relatos. Responsable de la desaparición de las bestias y de las leyendas, Gabi Martínez mantiene un conservacionismo abierto, en formación, sujeto a las leyes de la defensa de lo vivo. Esta idea no se expresa en ningún momento, sino que es sustrato de los fragmentos de entrevistas, los apuntes de ensayos -alguno metaliterario-, los relatos de ruta, la reproducción del viaje de otro o la presencia de un fantasma. Aunque si tuviéramos que resumir su postura, que es más bien una duda, podríamos referirnos al comentario que uno de sus anfitriones en Corea le suelta a cuenta de los ideales de reintroducción del tigre en su país: “¿La gente está preparada para aceptar tigres?”, pregunta: “En un mundo capitalista cada vez más instalado en las comodidades, donde la diplomacia y el relativismo determinan gran parte del día a día, la pregunta del profesor planteaba un debate filosófico”, dice Gabi Martínez. Ahí se resume el tema del libro, que es el hombre frente a la naturaleza, un poco como el hombre de Friedrich, desconcertado, caminante frente al mar de nubes, sin respuestas, pero con anhelos.
Gabi Martínez demuestra que cree en ese hombre, sobre todo si pertenece a un país extraño o a un país en vías de desarrollo -Sudán, Nueva Zelanda, Venezuela, Australia, Corea-, pero no en la multitud, en esa masa que llamamos humanidad y que, como se comenta anteriormente, está sujeta a las maldades de una globalización que tiende a aniquilar las realidades y las fantasías de las sociedades que han pensado en estos animales invisibles, que las han cantado y, por tanto, las han hecho perceptibles, creíbles, reales o realidades. El libro es un homenaje, pero es también un canto a las pocas razones que nos llevarán a entender un viaje como algo distinto a una colección de cromos.
“-Existen muchas cosas que no he visto nunca -dijo el hombre- pero en las que creo. Sería muy tonto creer que el mundo solo es lo que yo veo”, recoge Gabi Martínez de la boca de un sudanés que los acompaña en su travesía. Por eso necesitamos la imaginación, para hacer del mundo un lugar más grande, más completo, más amable, más acogedor. Esa es la mejor parte de las embajadas de la literatura de viajes. Animales invisibles es una gran muestra de ello.

viernes, 26 de abril de 2019

Y VIMOS CAMBIAR LAS ESTACIONES


Y vimos cambiar las estaciones
Philip Kitcher y Evelyn Fox Keller
Traducción de Silvia Moreno Parrado
Errata Naturae
Madrid, 2019
350 páginas

Con el subtítulo “Cómo afrontar el cambio climático en seis escenas”, los científicos Philip Kitcher (Londres, 1947) y Evelyn Fox Keller (Nueva York, 1936) ponen sobre la mesa seis escenas dialogadas en las que se habla sobre el cambio climático y sobre el escepticismo que existe acerca del cambio climático. El mensaje es claro y no por repetido menos urgente: no podemos atender a los problemas de la humanidad si el mundo se va al garete, algo que está mucho más próximo a ocurrir de lo que nos creemos. Uno de los personajes en el diálogo, un rol reservado a la figura femenina, sostiene lo urgente de atender a una regulación que evite, o al menos ralentice, los efectos del cambio climático. La otra, un hombre que por suma de arquetipos es todos los hombres del mundo occidental, muestra su escepticismo ante la puesta en escena del ecologismo y duda de los vaticinios, o apuesta por defender otras injusticias.
Sobre el cambio climático provocado por el hombre no existe duda entre la comunidad científica: es real. Lo que surge en las conversaciones atiende a las consecuencias del mismo, pues no existen modelos sobre los que asentar certezas. Se sabe que la temperatura global se está incrementando, pero nadie puede garantizar en qué año desaparecerán las costas de Maldivas o los Países Bajos. Se sabe que los accidentes meteorológicos se incrementan y se vuelven extremos, pero nadie garantiza cuándo un tifón volverá a arrasar las costas de Nueva Orleans. Se sabe que el planeta agota sus recursos, pero nadie vincula la explotación a los gases de efecto invernadero que, esto sí que se podrían cuantificar, surgen de un modelo económico basado en un crecimiento infinito.
En el libro surgen dilemas morales, pero referidos a varios ámbitos: la ética individual, la responsabilidad política (individual y del colectivo), la solidaridad geográfica y la actuación social. De alguna manera, tendremos que concluir que vivir no es inocente, que cualquier cosa que hagamos, incluido morir, afecta a una deriva que nos lleva al desastre. La apelación al legado que dejamos a nuestros sucesores parece ser el único argumento que convence, pues a cierta edad uno sabe que no verá el colapso. Sobre esta causa como la imprescindible han escrito autores como Chomsky o Jared Diamond. El problema, como el de las enfermedades invisibles, es que no nos impide llegar a final de mes, o al menos nadie ha establecido la pauta, el gráfico, o ha disparado la fotografía que nos convenza de ello. En una época en la que las causas de justicia se han fragmentado, convendría volver a unificarlas para reorganizarlas en lo que se conoció durante los años sesenta y setenta como la lucha de la izquierda: el ecologismo, el feminismo, la opresión salarial, la explotación laboral, la defensa de etnias minoritarias, la lucha contra la xenofobia o el racismo… en definitiva, la igualdad, la solidaridad, el amor universal, razones por las que los autores han elegido una figura femenina para defender la lucha contra el cambio climático: el mismo patriarcado atribuye mayor sensibilidad, mayor poesía, a la figura de la mujer.
Pero no podemos combatir la injusticia si no tenemos un planeta habitable. Esta realidad es ingrata. De hecho, resulta comprensible querer huir de ella, no reconocerla, refugiarse en el hedonismo o en el cine, incluso en una actitud esquizofrénica para crear un mundo alternativo dentro de la cabeza, en el que la vida sea más amable. Pero este mundo es el único sitio en el que se puede querer bien, respirar bien, tener buenos amigos y hasta comer bien, también en compañía de buenos amigos. Esa es otra parte de vivir que sí, que es inocente. En cuanto a los estudios sobre el cambio climático, los autores reflejan su convicción utilizando una frase de Sherlock Holmes muy oportuna: “Una vez descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que sea, tiene que ser la verdad”. El problema es que al existir un debate nos han confundido: sospechamos que el debate es sobre si existe o no un cambio fuera de lo natural, provocado por el hombre, y tal debate se canceló hace tiempo. El debate versa sobre las consecuencias y nuestro deseo es que no lleguen jamás a producirse.

martes, 23 de abril de 2019

LA NOVELA DE LA COSTA AZUL


La novela de la Costa Azul
Giuseppe Scaraffia
Traducción de Francisco Campillo
Periférica
Cáceres, 2019
430 páginas



El ejercicio consiste en equilibrar relato y cartografía. No es una novela y difícilmente se trata de un libro de viajes. Es un compendio narrado de amor por una época, sobre todo las primeras décadas del siglo XX, en el que la Costa Azul sirvió de circo y de hogar que facilitara la producción de buena parte de la mejor literatura de la historia. En La novela de la Costa Azul no solo los autores europeos entran en juego y agradecen un clima y un ambiente que les facilita algo más que la literatura, sino que se permite que arriben a sus playas y sus paisajes americanos como los Fitzgerald o Hemingway, ese escritor que parecía estar en todas partes y condicionar todo cuanto tocaba. Giuseppe Scaraffia (Turín, 1950) es muy generoso y nos regala un cuadro de un lugar, en una época, que no carece de impresionismo. Nos habla mucho de sensaciones, proyectando los vínculos que la literatura pueda tener con la vida; nos acerca a los sentimientos, desde una visión en la que se apunta a un profundo análisis de cada personaje, a un gran conocimiento de su psicología, de la que destila sus rasgos principales, los que afectan a cada uno en su relación con los demás; hay mucho hedonismo, reflejado en las constantes versiones del amor humano, es decir, del amor entre hombres, pues las tensiones sexuales condicionan no solo los días y las noches de nuestros autores, sino también su oficio, sus ganas de escribir, su creatividad.
Que todo esté compensado, cuando igualmente nos acerca a la familia Mann que a Jean Cocteau, desde lo exquisito a los avatares en callejones, es un mérito de innegable valor literario. El libro se lee como una sucesión de perfiles fragmentados, pero bien diseñado como para no perdernos entre capítulos. Scaraffia opta por los lugares -ciudades, aldeas, fincas- como centro de interés, pues por cada uno de ellos fueron pasando, y dejando tanto rastro como el que el lugar les dejó en ellos, la mayoría de los escritores. La caterva va aumentando, como una bola de nieve, sin que se pierda el ritmo amable, vivo, locuaz y sano del relato o de los relatos, unificados por un estilo conciso que nos acoge como nos acogen los mejores amigos. La Costa Azul puede haber sido sanatorio o manicomio, pero, en todo caso, un lugar del que salir transformado, un lugar tal vez de guerra, pero al que los escritores saben llevar chocolate, imaginación y una pasión que no se acaba.
La lista sería muy extensa: desde Chéjov hasta Gide, desde Maypassant hasta Katherine Mansfield, desde Somerset Maugham a Blasco Ibáñez, con algunas intervenciones de otros personajes ubicuos, como Picasso o Chagall. Es un tiempo en el que a los artistas les ha podido ir bien y hasta poseer su fortuna. Pero también un tiempo en el que la gran mayoría de ellos han conocido una bohemia que difícilmente puede seguir sobreviviendo en las calles de París o Londres, demasiado ingratas, demasiado incómodas. La exploración que Scaraffia hace es acerca de la influencia del paisaje en la construcción de lo que somos. Su reflejo en la literatura tiene un motivo básico: es el lugar donde queda mejor registro, donde identificamos un examen más sincero, donde reconocemos mejor las proyecciones. El libro es un homenaje lleno de luz, es un compendio de los préstamos que nos ha legado la literatura, algo que, a fin de cuentas, también nos ha construido, también forma parte de lo que somos, al menos forma parte de esa región humana en la que se identifica el objetivo de la vida: vivirla con ciertas garantías de no limitarse a sobrevivir. Para ello el hombre ideó las artes, la literatura, la creatividad. Para ello el hombre descubrió que se reconocía mejor en unos paisajes que en otros, que existen tantas almas como lugares. La novela de la Costa Azul es una bienvenida a lo mejor de la formación de una condición humana que sí, parece exquisita, pero tal y como la narra Scaraffia, con mucha espuma de los días, está al alcance de todos.


jueves, 11 de abril de 2019

DIARIO ÁRTICO

Diaro ártico
Josephine Peary
Traducción de Ricardo Martínez Llorca
Prólogo de Javier Cacho
La línea del horizonte
Madrid, 2019
200 páginas


Por primera vez en castellano uno de los escasos y valiosos testimonios de una mujer en la historia de la exploración polar.

Uno de los escasos relatos de la época que se adentra en las costumbres y la vida cotidiana de la población aborigen ártica con una riqueza de detalles poco conocidos hasta entonces. Cuenta la vida en compañía de los inuit durante el año que pasó en Groenlandia con ocasión de la segunda expedición de su marido Robert Peary, que habría de ser una de las figuras centrales en la exploración polar. A pesar de las duras condiciones, Josephine construye un relato que es todo un plácido canto a la vida, al placer de los pequeños detalles y a la observación y registro de las costumbres inuits.

Josephine Diebitch Peary (1863-1955) era hija de emigrantes alemanes en Estados Unidos. Conoció muy temprano al que iba a ser su marido, el explorador del Polo Norte, Robert Peary, con quien se casó y realizó sus dos primeras expediciones al ártico. Fue una de las escasas mujeres en participar de la exploración polar y en escribir sobre sus experiencias y su vida con los inuit.

El relato de una mujer sorprendente , protagonista de la película de Isabel Coixet 'Nadie quiere la noche'. 
La única mujer occidental que dio a luz en extremas latitudes polares. 
Un relato vital para conocer las costumbres inuits de la época..

A la venta del 13 de mayo de 2019


miércoles, 10 de abril de 2019

MANIOBRAS DE EVASIÓN


Maniobras de evasión
Pedro Mairal
Libros del Asteroide
Barcelona, 2019
250 páginas

Los ejes en que se mueve la literatura de corte un tanto confesional, y estas Maniobras de evasión forman parte de ella, son el sueño y lo cotidiano. En definitiva, las dos formas de vivir que padecemos y, en ocasiones, disfrutamos. Disfrutamos de un sueño bonito, una idea brillante, un momento de poesía que nos hace creer que el bienestar puede ser perenne. Y también de esos mejores tiempos en que nos reímos de todo con los mejores amigos. Pedro Mairal (Buenos Aires, 1970) se mueve en esas aguas con una facilidad que no da pie a pensar que miente. Y si la sinceridad se impone, se impone la literatura. Se trata de piezas cortas, que en buena medida responden a los años que le toca vivir: la gente confía más en una buena impresión que en un relato largo, donde la atención irá y vendrá a su antojo, pendiente de las presiones que nos muerden los tobillos y de las tentaciones hedonistas, a las que hemos ido reduciendo nuestras cuotas de felicidad.
Mairal entiende que en estos textos debe poner en marcha algo que, con atrevimiento, llamaremos la aventura de escribir. Aventura porque el autor debe confiar en el lector, un lector al que no conoce, pero que va a conocerle mejor a él. En eso consiste el oficio de escribir, o al menos esa es la conclusión a la que vamos llegando a medida que avanzamos en esta lectura. El autor busca, sí, busca muchas cosas, busca, sobre todo, entre las cosas sobre las que no tenía una idea previa o no estaba seguro de haberla cuajado. El autor busca una identidad, la suya, una identidad que puede terminar maldiciendo, porque al final a lo que tememos es a la parte que no conocemos de nosotros mismos. Pero, en este caso, la búsqueda es un ejercicio de estilo brillante. La extrañeza de estar en el mundo la va solucionando con su talento literario, con una solución en la que mezcla crónica y poesía. En ese sentido, a quien más se asemeja tal vez sea a Manuel Vicent, pero en la distancia que separa la crónica de la poesía Mairal se ubica en un lugar diferente al del autor levantino: más pegado a lo conocido, menos entregado a la estética, pero igualmente comprometido con la resolución de aportar un poco de sentido al planeta. O al menos del sentido deseado.
La novela de la vida, que aquí traza de forma directa, es azarosa, fascinante y absurda. En cierto modo, el mundo al que Mairal asiste es manierista, sin necesidad de que él mismo se entregue al manierismo para retratarlo. El mundo se desfigura, se hace irreconocible, se vence hacia lo inexplicable. Es un autobús al que se sube Mairal de vez en cuando y del que de vez en cuando conviene bajarse. Por eso hay temporadas en las que no escribe. Pero cuando lo hace, ha convertido en arte el mero hecho de subirse y bajarse del autobús, incluido cuando, sin pudor, se remite al sexo y al mismísimo pudor, un tema que nos rodea, pegado a la piel, y del que conviene librarse de vez en cuando o a perpetuidad.

lunes, 8 de abril de 2019

NO DIGAS NADA


No digas nada
Raquel Gámez Serrano
Delito
Barcelona, 2019
230 páginas

Al final lo único que sucede es que todo termina. La ilusión de John Lennon cuando dijo que al final todo sale bien, y si no está bien es porque no es el final, se cumple en un puñado de películas que, eso sí, nos dan valor. Es complicado llevarle la contraria a uno de los Beatles, pero su propia vida, su propia muerte, da testimonio de lo que cuesta que el destino se tuerza para que todo salga bien, al final. Ese destino, pesadamente escrito, es lo que nos traiciona y traiciona todos los esfuerzos que hacemos por llevar una vida al menos decente: no molestar a los vecinos, celebrar los cumpleaños de los padres y los hijos, ganarnos la vida y entregar algunos ratos de los fines de semana a escuchar a los amigos, a quienes les pueden ir las cosas bien o mal. Esas son las intenciones del matrimonio protagonista de No digas nada, una pareja a la que se le resiste, sin que conozcan la razón, el don de tener hijos. Durante una buena parte de la novela asistimos a su puesta en marcha, a su reinvención en una localidad rural, en un nuevo entorno, donde creen que conseguirán alcanzar lo que empieza siendo un deseo y termina por convertirse en una obsesión.
A su alrededor orbitan unos personajes que cumplen el cometido de anclar el relato a lo cotidiano: maestros, suegros, vecinos, jefes de la compañía de seguros, etc. También aquellas familias de amigos que ya se consideran una familia completa, cuando han conseguido tener algún hijo. La obsesión de ella va incrementándose, construyendo, incluso, el nido en el que no se aloja ningún bebé. El campo no consigue el efecto lenitivo que parecen necesitar para cumplir con los requisitos biológicos. Más bien al contrario, se va convirtiendo en un aislamiento que no vaticina nada bueno, que anuncia una especie de thriller doméstico, que es lo que tiene lugar cuando llega a la casa el crío adoptado bajo circunstancias sospechosas en Kiev. Los recursos no son nuevos, y Raquel Gámez Serrano nos remite, de hecho, a obras como La semilla del diablo o La profecía, al margen de al mismísimo Herman Hesse con su Demian, al que se cita de forma explícita. Lo aterrador, como en estar otras historias, es el efecto bola de nieve en la destrucción interior y en el abismo social que se va abriendo frente a ellos.
Cuando pensamos que estamos dominando ese destino, el que al final tiene que acabar bien, según John Lennon, resulta que descubrimos que delante solo había oscuridad. Y en la oscuridad nos vamos quedando. La novela tiende a incrementar las dosis de tensión con una suavidad que se agradece, nada de primeros planos de slasher ni de efectos innegociables en el mundo real. La historia se sostiene, precisamente, por su verosimilitud, sobre su verosimilitud, en la que destaca la sensación que mueve el mundo: el miedo. El miedo a no ser feliz, esa trampa que nos ha embaucado y que apenas se cumple en las películas de los domingos por la tarde, y aun en esos casos solo en los últimos minutos. Lo demás puede ser macabro si no somos capaces de soportar los embates que nos llevan a una ineludible depresión.

EL MONJE DE MOKA


El monje de Moka
Dave Eggers
Traducción de Cruz Rodríguez Juiz
Literatura Random House
Barcelona, 2019
317 páginas

Contra la condena de cuna, el presagio de una vida fracasada por culpa de haber nacido con la oposición de sangre fallida, se idearon cuentos de hadas como La Cenicienta. La expresión máxima de esta historia, su inmersión definitiva en el acerbo cultural de occidente, en el ideario más bien liberal, es el sueño americano. Hasta que la contracultura inventó la “contracenicienta”, la cara oculta del sueño americano, esa verdad que es la de tanta gente que se estrella y cae, a veces en el suicidio, solo por estar convencidos de que querer es poder. Querer no es poder, por mucho que uno ponga su voluntad en ello. La respuesta convencional es rechazar la ambición y, de esta manera, confundir al que lucha: ¿cómo es la frontera entre la voluntad y la ambición? Entre los cuentos populares también está el de La lechera, que explica los intentos fallidos y del que carecemos de tantas reinvenciones como poseemos de La Cenicienta.
Así Dave Eggers se plantea, con una historia real, cuál es el esfuerzo y cuál es el rechazo. Nos presenta un caso de inmigración, de segunda generación de inmigrante, un americanoyemení, con el sueño de prosperar, de convertirse en eso que hoy en día llamamos emprendedor, que es, en realidad, un empresario, la versión más conveniente de la Cenicienta convertida en princesa en la sociedad americana. Eggers nos habla del agua y del aceite, de las dificultades con que topa cierto tipo de gente, sobre todo de origen árabe, para integrarse después del 11-S. Y nuestro protagonista, amante del café, el combustible que da vida a la biografía novelada, es, a mayores, un idealista. No sólo decide, con apenas veinticuatro años, emprender un negocio, sino que este se radicará en Yemen, con los principios del comercio justo.
El gran acierto de Eggers es la estructura. Al margen de que la obra funcione como un tiro, sin perder el encanto ni la intriga en ningún momento, la estructura es tan sólida que uno apenas se da cuenta de que ha ido cambiando de paraje literario: nos hallamos frente a un retrato de la sociedad americana, o al menos de la sociedad en una ciudad americana de la costa oeste. A continuación viajaremos a Yemen y conoceremos de primera mano el país, sus costumbres, su gente, sus paisajes, sus principios sociales. Asistiremos a la Primavera Árabe y se nos explicará en qué consistió, cuál fue su fragor en Yemen, al tiempo que se nos narra su historia actual, valga el oxímoron. Se plantearán los problemas de seguridad para el viajero, para el turista, para el extranjero, incluidos los de salud, que padece el protagonista, empeñado en importar café de Yemen, pues este fue el primer productor mundial de la planta. Durante sus viajes de regreso, experimentará la xenofobia administrativa de su país, y en el peor momento de Yemen, asistirá al drama bélico. Eggers da buena cuenta de un conflicto del que ignoramos casi todo. Aunque sólo sea por ese motivo, merece la pena leer esta obra. Pero Eggers va más allá y no se reduce al reflejo social. La huida tiene la tensión de los mejores thrillers. Despojada de artificios, descrita a partir de testimonios, como el resto del libro, nos sujeta a cada renglón con unas ventosas de pulpo.
Mokhtar, el protagonista, es un constructor de puentes, una personificación del coraje en un país que, en su mejor vertiente y en palabras de Eggers, ofrece una bienvenida incesante. Pero, nos advierte, las intenciones de este libro son denunciar “cómo cuando nos olvidamos de que aquí se encuentra la clave de lo mejor de este país, nos olvidamos de nosotros mismos: una mezcla de personas unidas no por el aislamiento, la cobardía y el miedo, sino por una exuberancia irracional, por un empuje global a escala humana, por la inherente rectitud de avanzar, seguir siempre adelante, movidas por un coraje ilimitado e implacable”.

jueves, 4 de abril de 2019

OPUS GELBER


Opus Gelber
Leila Guerriero
Anagrama
Barcelona, 2019
330 páginas

El tema, digámoslo de entrada, es la fragilidad. Leila Guerriero (Junín, 1967) recurre a un perfil largo para hablarnos sobre la fragilidad, que es la fragilidad humana, esa que no se puede arreglar con tiritas ni cemento. “Desmitificar a la gente me parece la cosa más aberrante del mundo. Por eso el amor ideal es de seis de la tarde a una de la mañana. Alguien me dijo que era falta de madurez”, dice Bruno Gelber, el pianista a quien vamos conociendo, en una de las entrevistas. Él, que se confiesa atascado en el complejo de Edipo, elige el amor cuando las personas muestran su mejor rostro, de la misma manera que uno elige querer una sinfonía de Brahms o la Sonata Claro de Luna, a las que adoramos mientras las estamos escuchando: pura belleza, contenido sin continente, una experiencia que abarca más allá de los sentidos, que nos extrae de la tiranía del tiempo. Casi inmóvil ya en un apartamento de Buenos Aires, Gelber establece una relación con la autora en la que va primando la confianza, una amistad que incluso permite no responder a las llamadas del otro, si estas suceden a horas intempestivas, o cancelar la agenda para cubrir las horas en su compañía.
Podríamos hablar de un libro crepuscular, pero Gelber se rebelaría, pues a su juicio no existe el crepúsculo mientras se está vivo. Se vive todos los días y el crepúsculo solo sucede una vez, y es al final. Que Gelber tenga problemas de movilidad, entre otras cosas debido a las cicatrices de la polio que padeció con siete años y que también marcó su carácter, no significa que el mundo se pare y que uno no pueda ser espectador del mismo. Está su memoria, sí, pero también toda la gente que circula por su hogar, la gente con la que convive y la gente que le abra las ventanas, las reales y las metafóricas. El ejercicio literario de Leila Guerriero es de alta dificultad: conseguir una elegía mientras la persona está viva: “Me da también, en cantidades cada vez más generosas, recomendaciones que provienen del hábito del ocultamiento: “Date todos los gustos en los viajes”, “No te prives”, “Un caramelito cada tanto…”. Quizás porque su vida transcurrió en el subterfugio, en el disimulo”. Mientras va construyendo la obra, el perfil, y nos habla tanto de Gelber como de la necesidad que se impone de conocer más y más a Gelber, también se refiere a él en pasado, se refiere a él tanto con la memoria como con el registro. Existe en la tensión del texto el imperio de mantener caliente la presencia de Gelber, como en una elegía, pero con el pulso narrativo al que Guerriero nos tiene acostumbrados y que mantiene, esta vez, por encima de las trescientas páginas.
Así va construyendo a una persona, para nosotros, y a una relación, de tal manera que los vínculos se establecen, astutamente, en un juego a tres bandas: la narradora será quien nos ponga en contacto con el pianista. De él podemos sacar muchas conclusiones, podemos sentir más o menos afinidades. Pero un rasgo queda patente: la honradez. Gelber, esteta hasta el fondo del corazón, es honesto como son honestos los niños:
“-¡Pero la madurez no siempre es interesante! -dice (Gelber), vaciando un mejillón.
“-¿No te ayuda a entender mejor”
“-No. No tenés que entender. Tenés que sentir. Pasa por encima de todos los otros sistemas vitales.”
Exquisito, hedonista, presumido, guardián de la belleza, gran conversador, excéntrico solo con los amigos, investigador de la condición humana y generoso, que es el único rasgo por el que sabemos, con certeza, cuando nos encontramos frente a una buena persona. Ese es el Gelber que Leila Guerriero va construyendo: “Su arte consiste en ser el mejor vehículo de la obra de otros. Pero él es su mayor composición. Y nadie puede interpretarla”. Leila lo intenta, sí, y con mucho acierto, en lo que es un ejercicio que, si nos atenemos a la cita anterior, de conducir la obra de otro, Gelber, para prestárnosla y que podamos interpretarla. En el ejercicio apenas suenan notas falsas, esas que son necesarias para conservar la personalidad. Y la de la Leila Guerriero cronista, como la de Gelber, es de un enorme caudal de agua dulce.