domingo, 28 de junio de 2020

JÚBILO


Júbilo
Mo Yan
Traducción de Blas Piñero Martínez
Kailas
Madrid, 2020
221 páginas

En algún momento, todos nos vemos en la necesidad de hacer un examen de conciencia. Habría que aclarar, eso sí, a qué obedece esa necesidad, porque no existe una imposición exterior, o de existir se debe a la extrañeza que supone ir reconociendo el mundo, es decir, a preguntarnos de dónde, maldita sea, provienen todas estas sensaciones. Somos un nido de víboras en los instantes en que nos damos cuenta de que estamos viviendo. Lo que recorre nuestras venas y lo que frota nuestra piel es la misma sustancia, una caricia irritante, un manifiesto de realidad y de magia. Tenemos entonces la obligación de mirarnos desde el exterior, de tratarnos como si fuéramos otra persona, pero no dejamos de saber que es imposible escapar de este cuerpo, que nos pertenece solo en parte, pues lo compartimos con ese individuo al que no podemos evitar, al que nos gustaría parecernos solo en parte. Lo supo, por ejemplo, algún autor como Juan Goytisolo en Reivindicación del Conde don Julián, por ejemplo. Y lo supo Mo Yan (Gaomi, China, 1955), y a ese impulso obedece este Júbilo, un extraño título para una obra tan inquietante.
Mo Yan revisa su juventud, la etapa en la que se extraña de ser, de pertenecer a un microcosmos. En ese microcosmos, que va resultando tan personal como universal, que es una representación del malestar físico tan trascendente, todo molesta. Mo Yan comienza describiendo la dificultad de relación con el medio natural, con los paisajes y con los animales del campo. Nos lleva a una vida campesina que se encuentra en el centro del universo, porque el universo tiene tanta importancia y pesa tanto como el propio cuerpo. De ahí esta larguísima descripción en la que el entorno y las sensaciones se alternan en un flujo atemporal: podríamos encontrarnos en cualquier momento y no sería posible establecer una sincronía entre ser y estar, entre el exterior y la conciencia. Y menos aún cuando nos habla como si se encontrara despertando, que es la forma en que puede explicar una juventud sin otra aventura que no sea recibir lo que se le viene encima.
El camino va transcurriendo de la naturaleza a la gente, y de la gente a la condición política, a un sometimiento –“Los sentimientos del pueblo son como el hierro y las leyes del gobierno como una fundición”-, hasta llegar a la educación que se recibe, que tiene demasiado de instrucción y nada de espíritu socrático. En realidad, lamenta la libertad del Ágora sin saber que algo así existe. Este trayecto lo va describiendo Mo Yan como si se tratara de un paseante desnortado, que traza zigzags, que se emboca a espirales, en una obra en la que no hay trama y ni siquiera sabemos si se trata de autoficción. Pero en la que sin duda hay intención de conflicto, y éste tiene que ver con nuestra condición que no es del todo humana, porque nos extrañamos de nosotros mismos considerando que lo que existe debería estar en el mismo proceso: los insectos, los militares y hasta las estrellas. Queda por definir, eso sí, en qué consiste la conciencia. Mo Yan parece circular alrededor de la idea, pero no ofrece otra solución que no sea la de recordarnos que esa voz puede ser una mirador desde el que otear el infierno.

jueves, 18 de junio de 2020

PERDIDO EN EL PARAÍSO


Perdido en el paraíso
Umberto Pasti
Traducción de José Ramón Monreal
Acantilado
Barcelona, 2020
280 páginas

Ser progresista consiste, hoy, en ponerse de parte del planeta, en una guerra que se libra entre una naturaleza empeñada en seguir existiendo y una humanidad, que se muestra como un ente de extrema derecha. La guerra es a destrucción definitiva y la victoria está cayendo del lado de los canallas. Pero todavía queda algún rincón en el que alguien se muestra como lo que todos deberíamos ser, amantes y defensores de Gaia, y este individuo se transforma en un maestro. Este es el caso de Umberto Pasti (Milán, 1957), que haya un refugio en la costa de Marruecos, en un diminuto pueblo, y nos descubre que la belleza todavía es posible; y que no existe ninguna diferencia entre ética y estética. Su proyecto, la creación de un jardín con los elementos básicos del entorno, nos habla de bonhomía, de generosidad, de comprensión y hasta de una forma de piedad que no tiene nada que ver con la limosna. Perdido en el paraíso es un libro hermoso, que se desarrolla lentamente, como lo hace la creación de un jardín.
Nuestro jardinero demuestra una humanidad que tiene que ver con algunas palabras que comparten idéntica raíz: humanismo, humanitarismo. Su tiempo es lento, porque la felicidad que busca no es un azote de euforia. Y su relación con el jardín, con una naturaleza que no termina de estar domesticada, pasa a través de una serie de personas que le acompañan en el viaje. ¿Hemos dicho viaje? El jardín representa, con ternura, todo lo contrario al viaje: la quietud frente al desplazamiento. Sin embargo, ambos comparte alma, pues ambos se arman de contemplación, aunque se trata, eso sí, de una contemplación activa: ni el jardín crece sin cuidados, ni el viaje progresa sin movimiento. Y en ambos, bien llevados, se puede transmitir armonía. Esa es la base del estil de Pasti, la armonía. Y la estructura del libro, lineal, cronológica, no olvida que se enfrenta a un proyecto de construcción, en el sentido más entusiasta del término: uno viaja o es jardinero sintiendo algo semejante a que un dios le posea.
Pasti reproduce, eso sí, el mito del buen salvaje, aunque acertando a la hora de actualizarlo: en Marruecos todavía se haya pureza, sinceridad, humildad, al mismo tiempo que se irá encontrando con la inevitable versión cruel del hombre contra el hombre. Pero en su proyecto resulta perdonable, posible de resolver siempre y cuando se recurra a la sensibilidad y a la inteligencia, si es que se trata de dos cosas diferentes. El viaje, vertical, es hacia lo real y hacia lo exquisito. La lucha, una lucha de bajísima intensidad, es por conservar lo exquisito, que es belleza, sí, pero, repetimos, es también bondad. Si es que belleza y bondad pueden separarse, cosa que se nos antoja imposible y más aún tras la lectura de Perdido en el paraíso.

viernes, 12 de junio de 2020

UN CAMBIO DE VERDAD


Un cambio de verdad
Gabi Martínez
Seix Barral
Barcelona, 2020
365 páginas


Aunque Gabi Martínez (Barcelona, 1971) invoque, con frecuencia, y reivindique, en cada invocación, a Félix Rodríguez de la Fuente, el espíritu que vive detrás de Un cambio de verdad es el de Miguel Delibes. Es cierto que Félix Rodríguez de la Fuente se convierte en uno de los grandes pilares de la educación sentimental de una extensa generación; sus documentales y la enorme extensión del amor por la naturaleza, nos llevaron a los lugares donde nos gustaría seguir descansando. El hombre y la Tierra pertenece, en la memoria de tanta gente, a la misma estirpe de recuerdos que la cabaña que construíamos en la parcela del abuelo o en la linde de la playa. La admiración de Gabi Martínez hacia el naturalista de Poza de la Sal es de una honestidad perenne. La misma que recorre su texto, que se asemeja a la que rezuma en la literatura de Delibes. Gabi Martínez decide pasar un año entre ovejas, en la Siberia extremeña, en una suerte de Beatus Ille que al mismo tiempo que desmitifica la huida del mundanal ruido, se reconcilia con los grandes habitantes de un mundo que se nos va antojando medieval. Tal vez la humanidad esté condenada a no superar del todo esa fase histórica; y tal vez, si sabemos mirarlo, esa condena es también un consuelo. En ese sentido, Un cambio de verdad es una personal reivindicación de la existencia contra Amazon, Tínder y Netflix.
Y una aproximación al Delibes más en contacto con la naturaleza y algo menos social. Delibes era cazador, sí, una actividad a la que Gabi Martínez no tiene ningún aprecio, pero se asemejaba más al cazador subsistente que al carnicero que participa en monterías. De hecho, en Los Santos Inocentes cultiva la aversión contra los que practican esta afición tan carente de estética. Pero la aproximación a la naturaleza es igualmente rural, es igualmente directa, fruto de la experiencia y no de las ideas que flotan entre las ilusiones. En el libro se confirma el espíritu pedagógico que empieza por lo personal, por intentar entender de dónde viene el alma de su madre, que se crio en esa región, y termina por mostrar directamente, con la convivencia, aquello que ha aprendido durante el otoño y el invierno, en un verano de regreso a los apriscos en compañía de su hijo. La transmisión de la realidad, que es múltiple y es conflicto, se ejecuta, en buena medida, a través de la literatura entendida como arte. En eso se iguala este libro con Las ratas, en algo que Gabi Martínez define hacia el final de la obra con las siguientes palabras:
“Juan ha comprendido que el arte no existe para entretener o fascinar sino para enseñarte a intuir formas de felicidad. Por muy terrible que sea. Formas de felicidad. El arte y la naturaleza se parecen mucho en eso”.
Y más adelante termina por precisar con la idea de que el arte y la naturaleza son “los dos conceptos que quizá más libertad contienen”. Ahí es donde más sencillo es reconocer el encuentro con Delibes. La intención, que es noble, la alcanza Gabi Martínez gracias a la humildad. Se convierte en un Robinson para viajar hasta el género del Nature Writting y hasta el paradigma de la España vacía. Admira esa forma de entender el paso del tiempo por ciclos y no por calendarios. Recupera lenguaje, sí, pero sin estridencias, porque sabe que el mundo en el que está sumergido tiene muchas virtudes, pero carece de lo que llamamos, posiblemente demasiado condicionados por el cine, glamour. Se decanta por una serie de personas, que le acompañan, y que considera que deberían ser leyenda: “Su tolerancia se mide en duchas. Normalmente se da una al día pero cuando por lo que sea le toca dormir en la metrópolis puede ducharse tres veces. »Hay algo ahí que se te pega en el cuerpo. En la ciudad no puedo ni ir al baño. ¿Cómo podéis vivir en esas jaulas, tan lejos del suelo?»”. Entabla una relación de esa ternura, la que limita con la lástima, con las últimas ovejas negras y, sobre todo, con un mastín. Busca una pureza en la que bucear, la misma que expresa el taoísmo, ese equilibrio entre el Ying y el Yang, esa sensación de estar compensado que no te impide dejarte caer en la infelicidad, que es incompleta y no es permanente, ni en la felicidad, que es arte o es naturaleza, sin ir más lejos.
En la escritura Gabi Martínez se sitúa no solo como un espectador, el que ha sido de la tierra de pastores, sino como un gestor. Pero, ¿qué diablos gestiona en esta confesión, tan claramente narrativa? Gestiona toda una tendencia moral, esa que supera a la erudición y que es mucho más útil que ésta para la literatura, para el arte, para la felicidad. Es posible que no todo sea idilio en ese mundo que agoniza, pero encontrarnos con él, nos ayuda en la gestión de los anhelos de ser salvaje, de volver a la cabaña de la infancia, de reconciliarnos con la memoria, donde está el barro y está la pureza, unos elementos que se asemejan mucho a los cuidados con que obran los pastores y los esquiladores. Esta obra pretende contribuir a preservar espacios algo intocados, “sabiendo que la mancha está con nosotros y por el momento habrá que concentrarse en evitar su expansión”.

Fuente: La línea del horizonte

EL ARTE DE PERDERSE


Una guía sobre el arte de perderse
Rebecca Solnit
Traducción de Clara Ministral
Capitán Swing
Madrid, 2020
166 páginas

Perderse cubre todos los sueños. Da impulso al sueño de la soledad, al sueño del descubrimiento, al sueño de la metamorfosis, al sueño de la memoria, al sueño del paseo, al sueño de los fantasmas, al sueño del amor, al sueño de la cartografía, al sueño de cualquier canción. Ese es el espíritu que reúne estos ensayos sobre algo que uno, por atrevimiento, llamaría la esencia de vivir: Rebecca Solnit (Connecticut, 1961) no los articula alrededor de nada que no sea haber aprendido, estar aprendiendo, el sueño de aprender. La naturalidad con que están escritos es de una sencillez que da envidia. Lo que destilan es sabiduría de la experiencia, de los sentidos abiertos, de las miradas a los márgenes y la escucha de la música interior. Pero Solnit es bastante más práctica que lo que parecen indicar las expresiones anteriores, Solnit pretende llegar a todos y sugerir que podemos aprender si participamos del mundo. Hay mucha poesía, sin duda, y también un ánimo de ensayo que emparenta estos escritos con Montaigne, con Thoreau, con todos aquellos que han escrito para reconciliarnos y no para azotar nuestro ingenio. Solnit habla a la parte honda de lo que somos, no a la inteligencia que deslumbra. Frente a los que nos fascinan, con demasiada frecuencia sobre pensamientos superficiales, Solnit esclarece.
“Preocuparse es una forma de hacer como si tuviéramos conocimientos o control sobre aquello sobre lo que no lo tenemos, y me resulta sorprendente, incluso en mi propio comportamiento, cómo preferimos las posibilidades truculentas al puro desconocimiento”.
Esa frase destila el espíritu del libro, que pretende ayudarnos en ese malestar que supone desconocer qué existe en el vacío entre las estrellas, en el vacío que sentimos cada vez que no encontramos sentido a nada, que sucede con demasiada frecuencia. Desconocer es natural, como lo son cada uno de los centros de interés que reúnen los pensamientos y emociones expresadas: las excursiones a pie, los bosques, las viejas exploraciones o las hazañas de los exploradores, las crisálidas, los cautivos, la ciudad en ruinas, la muerte de una amiga, el desierto, el amor por las personas que si iguala al amor por una ciudad o la representación geográfica.
En cuanto a perderse, Solnit va certificando, poco a poco, que es una palabra a la que debemos dejar de mirar como una maldición: ha traído renacimientos, descubrimientos y aire fresco. “Es como si los pájaros fueran mis parientes, el lugar fueran mis antepasados y el jugo de las cerezas fuera la sangre de mis venas”, dice sobre sus impresiones caminando por un sendero. “Lo extraño se ha vuelto familiar y lo familiar, si no extraño, al menos sí incómodo o inadecuado, una prenda de ropa que ya no te vale”, comenta, cuando habla de quienes se amoldaron a nuevas culturas. “¿Es que la alegría que nos viene de los demás siempre conlleva el riesgo de la tristeza, pues incluso cuando el amor no sr frustra entra en escena la mortalidad?”, se pregunta cuando las canciones le remiten al pasado, a tiempos con otros amores compartidos.
“Lo que hizo para dejar de estar perdido no fue regresar, sino transformarse”, asegura, cuando habla de Alvar Núñez, Cabeza de Vaca, y sus diez años perdido en América, adaptándose hasta formar parte de la vida y la costumbre de la región, en lugar de tratar de imponer sus fórmulas de convivencia. Esa aceptación, ese saber estar, es la naturaleza de este magnífico libro.

lunes, 1 de junio de 2020

SER ROJO


Ser rojo
Javier Argüello
Literatura Random House
Barcelona, 2020
182 páginas

El objetivo de cualquier psicoterapia dinámica es la reconciliación con el relato del pasado, dado que el pasado no puede repetirse. La memoria es una trampa con la virtud de poseer una inusitada capacidad de echar en olvido los tiempos de tierra quemada. Cualquier tiempo pasado fue mejor, quiere decir que la melancolía es una virtud, una práctica que tiene mucho de salvaje, pero, por fortuna, también mucho de dulzura. Ejecutar la danza de la memoria, la propia y la de nuestros padres, para salir como mejor persona, que también es el objetivo de la psicoterapia, es una costumbre que pocos autores han conseguido ejercer sin caer en tonos contaminantes, en autocompasión, en arrogancia, en venganza, en rabia o en tristeza. Javier Argüello (1972) regresa a las librerías con una obra en la que convierte esa danza en una muestra de cómo la educación sentimental construye hombres buenos. Este Ser rojo es, en esencia, un libro bueno, en el mismo sentido en que existen hombres buenos. Y esa educación sentimental pasa por construirse alrededor de un centro de atención que es, engañosamente, político: una ideología de izquierda.
A la hora de la verdad, no se trata de definir cómo construir una mejor sociedad, sino de cómo convertir una idea en un motivo para vivir, para construir una vida que merezca mucho la pena, en la que flote la bonhomía o, como expresa Argüello en algún momento, la dignidad y la belleza. Argüello identifica la misma en un espíritu comunista humano -humanista y humanitario-, ajeno a las consecuencias de diferentes regímenes. Se enfrenta a la memoria personal, que tiene mucho de memoria de habitante de la polis, de pertenencia a la raza humana, de sus padres, constructores de recuerdos, constructores de motivos. Nos ofrece un relato con nostalgia narrativa, sí, pero con mucho aliento, con una energía que nos anima a confiar en las personas y desconfiar de los estados. Nos explica de dónde viene nuestra formación política, entendiendo por política algo mucho más cercano a los vecinos que a la jornada de votación. Para hablarnos de lo que sucedió en la historia reciente, se centra en dos episodios fundamentales: la caída del muro de Berlín, de alcance universal, y el golpe de estado en Chile, de alcance nacional. Pero de ninguno de los dos sucesos se habla con un aliento de ensayo. Aquí no hay más estudio que el del viaje atravesando lo que nos surge al paso, que la idea de que no sirve de nada salvarse sino ayudamos a salvarse a los demás. Las crisis ayudarán a encauzar las situaciones que nos hacen crecer, porque crecer duele y crecer mucho duele hasta en el espinazo. De ahí que la explicación final sobre lo que ha ido sucediendo en la historia sea que lo que nos afecta es lo que nos ha sucedido a nosotros. La historia, maldita sea, debería ser la historia de la gente, del individuo, de las emociones y las sensaciones. Debería ser, en definitiva, la historia de las educaciones sentimentales.
Para ello Argüello se sirve de un estilo muy oral, sobre todo cuando da voz a sus padres para hablar de una época de la que él no guarda imágenes en la cabeza, que es a la vez un estilo muy potente. Estamos ante un libro de los que atrapan, ante un autor que sabe que la exigencia literaria está en tener algo muy moral sobre lo que narrar, que es consciente de que la literatura nos ayuda a ser mejor personas, pero que no intenta, en ni una sola palabra de todo el libro, imponer una doctrina. Estamos, repitámoslo de nuevo, ante un libro bueno.