Júbilo
Mo
Yan
Traducción
de Blas Piñero Martínez
Kailas
Madrid,
2020
221
páginas
En
algún momento, todos nos vemos en la necesidad de hacer un examen de
conciencia. Habría que aclarar, eso sí, a qué obedece esa necesidad, porque no
existe una imposición exterior, o de existir se debe a la extrañeza que supone
ir reconociendo el mundo, es decir, a preguntarnos de dónde, maldita sea,
provienen todas estas sensaciones. Somos un nido de víboras en los instantes en
que nos damos cuenta de que estamos viviendo. Lo que recorre nuestras venas y
lo que frota nuestra piel es la misma sustancia, una caricia irritante, un
manifiesto de realidad y de magia. Tenemos entonces la obligación de mirarnos
desde el exterior, de tratarnos como si fuéramos otra persona, pero no dejamos
de saber que es imposible escapar de este cuerpo, que nos pertenece solo en
parte, pues lo compartimos con ese individuo al que no podemos evitar, al que
nos gustaría parecernos solo en parte. Lo supo, por ejemplo, algún autor como
Juan Goytisolo en Reivindicación del Conde don Julián, por ejemplo. Y lo
supo Mo Yan (Gaomi, China, 1955), y a ese impulso obedece este Júbilo,
un extraño título para una obra tan inquietante.
Mo
Yan revisa su juventud, la etapa en la que se extraña de ser, de pertenecer a
un microcosmos. En ese microcosmos, que va resultando tan personal como
universal, que es una representación del malestar físico tan trascendente, todo
molesta. Mo Yan comienza describiendo la dificultad de relación con el medio
natural, con los paisajes y con los animales del campo. Nos lleva a una vida
campesina que se encuentra en el centro del universo, porque el universo tiene
tanta importancia y pesa tanto como el propio cuerpo. De ahí esta larguísima
descripción en la que el entorno y las sensaciones se alternan en un flujo
atemporal: podríamos encontrarnos en cualquier momento y no sería posible
establecer una sincronía entre ser y estar, entre el exterior y la conciencia.
Y menos aún cuando nos habla como si se encontrara despertando, que es la forma
en que puede explicar una juventud sin otra aventura que no sea recibir lo que
se le viene encima.
El
camino va transcurriendo de la naturaleza a la gente, y de la gente a la
condición política, a un sometimiento –“Los sentimientos del pueblo son como el
hierro y las leyes del gobierno como una fundición”-, hasta llegar a la
educación que se recibe, que tiene demasiado de instrucción y nada de espíritu
socrático. En realidad, lamenta la libertad del Ágora sin saber que algo así
existe. Este trayecto lo va describiendo Mo Yan como si se tratara de un
paseante desnortado, que traza zigzags, que se emboca a espirales, en una obra
en la que no hay trama y ni siquiera sabemos si se trata de autoficción. Pero
en la que sin duda hay intención de conflicto, y éste tiene que ver con nuestra
condición que no es del todo humana, porque nos extrañamos de nosotros mismos
considerando que lo que existe debería estar en el mismo proceso: los insectos,
los militares y hasta las estrellas. Queda por definir, eso sí, en qué consiste
la conciencia. Mo Yan parece circular alrededor de la idea, pero no ofrece otra
solución que no sea la de recordarnos que esa voz puede ser una mirador desde
el que otear el infierno.
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