miércoles, 28 de febrero de 2024

MOÇAMBIQUE en ZENDA

 

Poesía para ver Mozambique

Poesía para ver Mozambique


Decía Patricio Pron hace poco en una entrevista que escribir cambia la manera de viajar. También decía que leer cambia la manera de viajar, pero a mí me ha golpeado sobre todo la primera frase mientras leía este librito de Ricardo Martínez Llorca, que me ha mostrado una realidad a la que yo difícilmente hubiera podido acceder a través de mi propia mirada. Una realidad, por cierto, enmascarada por otra realidad, que es la que nos llega a través de los medios de comunicación sobre países como Mozambique, realidad esta última que también está presente aquí, con lo que debe ser bastante real. Uno, que no ha estado nunca en este país, puede reconocer aquí y allá escenas que ha visto o sobre las que ha leído, incluso hasta el hartazgo.

"Arrancar belleza de lo rutinario, de lo anodino, de lo sórdido, he ahí el gran reto del escritor de viajes en este texto absolutamente logrado"

Un aire de familiaridad impregna, desde el comienzo, cada capítulo. Y, sin embargo, no. Sin embargo hay mucho más: otra realidad, a la que solo tiene acceso el autor y, por lo tanto ahora, afortunadamente, nosotros, los lectores. Es una realidad esta última hecha de otros viajes, a este país, a otros, amasada en la experiencia de la lectura, de la escritura y, sobre todo, de la palabra, de la palabra justa, evocadora, cargada de una terrible poesía, fiera y, a la vez, reparadora. O si no, lean este párrafo, situado ya hacia el final: “Hay un instante, horas antes de terminar el viaje, en el que se sabe que el mundo ha envejecido. Se trata de una certeza que aflige y, en caso de no disponer de una puesta de sol en condiciones, no cabe afrontarla de otra manera que no sea celebrando la despedida con un plato típico del país, acompañado por una cerveza, y prolongar el rito con un paseo por las calles revisando el rostro de la gente, que ahora se mueve un poco como fantasmas en una gasta de lluvia.”

"Uno quisiera viajar solo a estas páginas, no al Mozambique de las guías o los documentales de televisión, visitar un día un capítulo, otro día un párrafo, detenerse a comer, a dormir, y de nuevo visitar y ver"

Arrancar belleza de lo rutinario, de lo anodino, de lo sórdido —muy presente, desde luego, en estas páginas—, he ahí el gran reto del escritor de viajes en este texto absolutamente logrado. Tanto que, en realidad, estas planas acaban siendo una invitación a postergar el viaje, a no hacerlo nunca, porque difícilmente verá uno allí lo que ha visto Ricardo Martínez Llorca. Un temor a disolver el encanto se apodera del lector al terminar estas páginas. Es un claro ejemplo, por lo tanto, este cuaderno, hecho de prosas y fotografías que multiplican la experiencia sensorial, de lo que debe ser la literatura de viajes, lo contrario, por supuesto, de la guía turística, concebida para exhortar al puro, banal traslado. Uno quisiera viajar solo a estas páginas, no al Mozambique de las guías o los documentales de televisión, visitar un día un capítulo, otro día un párrafo, detenerse a comer, a dormir, y de nuevo visitar y ver, como en un viaje cualquiera, en definitiva, pero un viaje en este caso sí, verdaderamente único, atravesado por la belleza, la poesía, la desolada hermosura que solo alguien como Ricardo Martínez Lorca puede poner ante nuestros ojos ciegos.


Fuente: Zenda

martes, 27 de febrero de 2024

UNA CASA EN LA ARENA

 

Una casa en la arena

Pablo Neruda

Fotografías de Luis Poirot

Itineraria

Las Palmas, 2024

120 páginas

 



Hubo un periodo de tiempo en que el hombre se alimentaba de nueces y la fruta que caía de los árboles. Si esa época hubiera perdurado, seríamos felices aguardando a que el coco caiga de la palmera. Sin embargo, no nos quedamos a gusto hasta que no hemos completado el trance de firmar un contrato en una notaría. En buena medida, la poesía nació para deslizar que todavía tenemos opción para esa inocencia, la del comedor de nueces, o al menos la poesía de algunos de estos tipos que escribieron versos de amor para todos. Leerles es querer estar enamorado. Porque el enamoramiento más auténtico, el que nos gustaría, el inocente, no contempla morder carne. Es una verdad, no una necesidad. Ese ha sido siempre el espíritu que ha acompañado a la obra de Pablo Neruda (Parral, Chile, 1904 – Santiago de Chile, 1973). «Podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera», sostenía el poeta chileno.

Una casa en la arena es un homenaje, casi elegíaco, a su vivienda junto al mar. Y decimos casi elegíaco porque leído ahora, cuando el poeta ya no está, nos resulta melancólico: nos habla de las cosas que echaría de menos si se fueran, porque han ido llegando a su vida como las olas a la playa, poco a poco, balsámicamente. Son textos de prosa poética, y un par de poesías, en los que se detalla líricamente lo que forma parte de un entorno acogedor. Es posible que en otro lugar los mascarones de proa que allí se acumulaban fueran un decorado para una película terrorífica, pero aquí, conforme los va describiendo Neruda, son tan hogar como lo sería la lumbre de la chimenea. Estamos frente a un libro acogedor, amable, cuidadoso, una recuperación oportuna, que nos habla de humanidad, que es todo lo contrario a la historia, eso que construyen los generales.

 

Pablo Neruda, nacido y muerto en Chile ha sido sin duda una de las voces más altas de la poesía mundial de nuestro tiempo. Desde el combate directo o desde la persecución y el exilio valerosamente arrostrados, la trayectoria del poeta, que en 1971 obtuvo el Premio Nobel, configura, a la vez que la evolución de un intelectual militante, una de las principales aventuras expresivas de la lírica en lengua castellana, sustentada en un poderío verbal inigualable, que de la indiscriminada inmersión en el mundo de las fuerzas telúricas originarias se expandió a la fusión con el ámbito natal americano y supo cantar el instante amoroso que contiene el cosmos, el tiempo oscuro de la opresión y el tiempo encendido de la lucha. Una mirada que abarca a la vez la vastedad de los seres y el abismo interior del lenguaje: poeta total, Neruda pertenece ya a la tradición más viva de nuestra mayor poesía.

lunes, 26 de febrero de 2024

EL OJO DE GOLIAT

 

El ojo de Goliat

Diego Muzzio

Las afueras

Barcelona, 2024

227 páginas

 



La primavera de la narración fue Robert Louis Stevenson. No es difícil reconocer una parte de homenaje, de agradecimiento o de pleitesía al maestro en esta novela, El ojo de Goliat, en la que también se puede rastrear a Poe, por ejemplo. Lo que sucede es que Diego Muzzio (Buenos Aires, 1969) también es heredero de la literatura posterior, de las narraciones en las que los autores se atrevieron a ser más cruentos, más terminales que nuestro querido escocés. De hecho, la narración brota por la investigación de un psiquiatra que atiende a un paciente que, debido a un trastorno de estrés postraumático, liquida a algún ser querido. Muzzio nos enfrenta la locura de la guerra y de las consecuencias de la guerra, pero en todo momento se mantiene firme dentro de la tesitura narrativa: se trata de contar una historia, y que esta historia sea muy interesante. Y lo es. El psiquiatra cree estar en pleno conocimiento de su especialidad, y considera la hipnosis como la herramienta perfecta para el diagnóstico y la sanación. Sin embargo, nuestro muchacho habrá pasado por algo más que un trauma. De ahí este bloque intermedio, de los tres que componen la obra, que es el diario de alguien exiliado, posiblemente autoexiliado, en uno de los faros más remotos que se han podido imaginar, allí donde no debería haber pisado jamás el hombre, si todo hombre tuviera buen juicio. Este faro será conocido como ‘El ojo de Goliat’. Como es de esperar, este diario nos lleva a los límites de la lucidez, nos hace caminar sobre el filo de la cordura, esa situación mental tan imposible de definir. El extremo cartográfico será, a su vez, el extremo de lo que se conoce dentro de la salud mental. Tanto en un lugar como en otro, en la costa donde está el faro como dentro de la cabeza del protagonista, podrá suceder cualquier cosa que seamos capaces de imaginar, o que sea capaz de imaginar nuestro autor.

Se nos habla del mal, que se identifica con la locura. No existe la maldad, lo que existe son las psicopatologías, las mismas que nos hacen crear fantasmas y matrioskas, esas muñecas rusas que contienen unas a otras, y que son la misma figura, que es algo de lo que somos conscientes, pero no podemos dejar de comprobar, porque la curiosidad es una de las energías que mueven al mundo. Como nuestro psiquiatra, que intenta penetrar dentro de la cabeza de un enfermo que tuvo un propósito de reconstrucción. Pero la violencia se impone. Y también las advertencias de un colega, que no duda de los beneficios de la hipnosis en términos individuales, pero sí considera que hay pacientes a los que no se debería curar, pues sería mejor que vivieran permaneciendo en su condición de alfeñique. Teniendo en cuenta que la novela se ubica en la Europa de entreguerras, uno puede figurarse a quién se refiere.

Ares, el dios griego de la guerra, tenía dos hijos gemelos con los que iba a la batalla: Deimos y Fobos, el “Terror” y el “Pánico”. Contra ellos será casi imposible estabilizar a un paciente, cuya consistencia, o inconsistencia, mental hemos conocido a través de su voz. A partir de estos mimbres se teje un texto en el que lo que prima es la lectura narrativa. La elaboración, estructura y redacción que tienen, por primer objetivo, contar bien una historia. Y así lo hace. Además, la novela versa sobre la frágil membrana que separa la demencia de la lucidez, ese asunto que sigue siendo inagotable.

jueves, 22 de febrero de 2024

MOÇAMBIQUE presentación

 

Texto de presentación de 'Mozambique'

 



El sueño del hombre rico, no me cabe duda, es vivir donde sólo necesite unas chanclas, un bañador y un plátano.

Esta es una interpretación que deduzco a partir de aquella conocida frase de Blaise Pascal: “La infelicidad del ser humano se basa en una sola cosa: que es incapaz de quedarse tranquilo en su habitación”.

La habitación del rico, por su parte, está poblada de lo que suponemos que son los sueños de los pobres: un armario lleno de ropa de marca sin un solo botón descosido, un cajón colmado de relojes de oro y llaves de coches deportivos, un cuadro de Picasso, una cama de seis metros cuadrados con un espejo cenital, los suspiros de las amantes que se largan al amanecer, un ventanal enorme con vistas a la piscina y a la sierra verde por la que pasear a caballo, música de Vivaldi y los pasos discretos de un mayordomo que le ayude a vestirse.

Pero ¿para qué quiere uno a ese mayordomo si lo único que tiene que hacer es colocarse el bañador?

¿Cómo va a echar de menos el ventanal, el cuadro o el espejo si tiene frente a él la posibilidad no de poseer un trozo de mundo, sino la de pasear por todo el mundo con los pies al aire gracias a las chanclas?

En cuanto al plátano, nada hay de un dorado más puro y piadoso que esa pieza de fruta, ni siquiera un Rólex de un millón de euros.

Que el hombre rico viaje al lugar donde cree que la gente vive, románticamente, con unas chanclas, un bañador y un plátano, es, en cualquiera de sus versiones, una expresión más de colonización, ese mal del que el deseo de ser mestizo nos indica que debemos, que deseamos escapar.

En cierto sentido, podríamos decir que el único viaje auténtico que queda es el que se produce en dirección opuesta, el de quien migra desde un campo de refugiados en Afganistán o desde el corazón de las tinieblas, atravesando, durante años, todos los infiernos.

Uno no tiene ninguna gana de sentirse culpable, pero hasta ir a Mozambique con una mochila escolar en la que se esconden dos calzoncillos, tres libros, una caja de paracetamol y una minúscula cámara de fotos, sin intención de acercarse a los parques nacionales para ver a las grandes fieras, deseando reproducir los pasos por los mercados africanos al tiempo que maldice el color de la piel porque le gustaría poder camuflarse en condiciones, es también colonialismo.

Tal vez no sea un crimen imperdonable, no tanto como el turismo de masas, porque no será necesario que el Dios que detuvo la mano de Abraham venga a detener los propios pasos, pero tampoco basta con acumular buenos momentos para que uno termine de sentirse bien.

No seamos absurdos: no vamos a flagelarnos, no somos abyectos ni despreciables. “No se pude castigar lo que no se puede perdonar y no se puede perdonar lo que no se puede castigar” dijo Iván a su hermano Aliosha en la conocida novela de Dostoievsky, Los hermanos Karamazov.

Dostoievsky entendía que el alma humana es una olla podrida cocinándose constantemente dentro de un usuario, al que si sometemos a mucha presión pasará del llanto a la carcajada, del navajazo al acto piadoso, de la blasfemia al rezo. No vamos a castigarnos por todo ello, y lo mejor que podemos hacer es perdonárnoslo. Dostoievsky, todo hay que decirlo, no lo hacía, y ese era el fundamento de su literatura.

En realidad, el viaje, como la literatura, debería ser una cuestión de justicia.

Elimino el turismo de la ecuación, entendiendo a este por mero desplazamiento y alojamiento durante un periodo no muy largo de tiempo, y me quedo con otras opciones de viaje, como la del cronista, el cooperante o el antropólogo, que tienen o deberían tener fundamentos de justicia.

Todos ellos buscan entender y explicarnos lo que sucede en los lugares a los que viajan, aunque nosotros sabemos que nadie nos lo explicaría mejor que los habitantes de allí, y por ese motivo queremos tanto viajar.

Pero retomo la afirmación que expuse un poco más arriba: el viaje, como la literatura, debería ser una cuestión de justicia: y la justicia es una cuestión de armonía.

Estamos acostumbrados, desde el mundo occidental, desde el mundo del colonizador, a identificar justicia con venganza, con represalias, con castigos que satisfacen la lógica del dolor, cuando el castigo no colmará jamás nuestras expectativas.

La armonía, por su parte, adquiere una forma concreta ante nuestros ojos, esa que llamamos vida. Y, al fin y al cabo, es la vida lo que salimos a buscar cuando nos largamos de viaje.

En alguna parte he leído que de haber dispuesto de un póster con una imagen de los mares del Sur en el cuarto de la pensión donde se suicidó, Cesare Pavese no habría ingerido los dieciséis frascos de somníferos con que se fue directo a encontrarse con los rinocerontes de la noche.

No exageremos. Para poder perdonarse no hace falta ni la agonía de los personajes de Dostoievsky ni el recurso final de Pavese.

A veces basta con recordar los senderos por los que uno caminaba cuando era niño, en los que se cruzaba con adultos que le sonreían.

El perdón consiste en no reducir la propia vida a actos que creemos imperdonables, y que en demasiadas ocasiones los demás ni siquiera se dieron cuenta de que sucedieron.

No hace falta misericordia, basta con la buena memoria.

La memoria lo es todo para mí. Esa es la máxima que, como todo buen hombre contemporáneo, tengo escrita en un post-it pegado a la pantalla del ordenador.

En cuanto al viaje, tengo la impresión de que para perdonarnos todo lo de colonial que supone basta con pensar que no lo hemos ejecutado por el más banal y sucio de los motivos, que es el dinero.

Aunque bien es posible que lo hagamos por el antónimo del dinero, cuya configuración desconozco hasta no ser capaz de ponerle nombre, pero que consiste en demostrarnos que se puede vivir dependiendo solamente de unas chanclas, un bañador y un plátano.

Moçambique, escrito con ce con cedilla, para diferenciarlo un poco del país, es un libro destilado, tamizado, filtrado y revelado, en el sentido en que se revelaban las fotografías no hace tanto tiempo, en una sala oscura con una luz roja.

Es un libro de grabados, de instantes, de apariciones, porque es imposible concentrar toda la sustancia que compone un lugar de destino, pero sí es posible escribir los sueños.

¿Qué sentido tiene soñar? La respuesta es sencilla: uno desconoce el antónimo del dinero, pero sí sabe cuáles son los antónimos de sueño: cáncer, covid, disparo, mordisco, atropello o psicopatía, por ejemplo. Todos ellos son mensurables, podemos medirlos, como se pueden medir los muertos que provoca una bomba.

El bien, como los sueños, es inconmensurable: no sabemos cuántas vidas han salvado los ramos de flores, la música de Mozart o la poesía de Walt Whitman. No sabemos cuántas vidas ha salvado destilar con la memoria los mejores momentos de una visita a un mercado africano, a pesar de los pasos coloniales.

Espero que algo de eso se respire a través de las páginas de Moçambique. Muchas gracias.

 

 

 

viernes, 16 de febrero de 2024

EL HOMBRE AL QUE YA NO LE GUSTABAN LOS GATOS

 

El hombre al que ya no le gustaban los gatos

Isabelle Aupy

Traducción de Jean-François Silvente

Rayo Verde

Barcelona, 2024

125 páginas

 



Hay un deseo común, el del exiliarse a una isla en la que puedas encontrarte con buena gente, y sólo con buena gente, y desde allí construir una sociedad con reglas propias en la que lo bueno campe a sus anchas. Para ser feliz uno debe aislarse. Este planeta ofrece toda una caterva de versiones agresivas con las que acosarnos y lo común, al menos entre la gente sana, es hacer por evitarlas. Luego están los que padecen trastornos mentales que acuden a ellas como el toro al capote, embistiendo, pero siempre será mejor tratar de evitarlos, porque la reeducación pertenece al mismo territorio de ficción que los marcianos y los monstruos de siete cabezas.

Esa isla anhelada es la que crea Isabelle Aupy (1983) en El hombre al que ya no le gustaban los gatos. Pero no todo puede ser felicidad sin interrupción. Los queridos habitantes de la isla saben que lo que importa es la solidaridad, forjada en la empatía. Hasta que algo queda distorsionado por la repentina ausencia de gatos, que serán sustituidos por perros a los que el distribuidor de animales se empeña en llamar gatos. Entonces se produce el desencuentro con el protagonista, que se niega a embarcarse en la corriente, a pesar de reconocer los beneficios que tener mascota genera. Pero esos beneficios no son exclusivos de quien profesa cariño por las mascotas, pues son humanos.

Aupy construye una novela sencilla, breve, casi juvenil, a la que da empaque la lectura metafórica: está en nuestra mano construir los afectos o construir con los afectos. En ese sentido, la obra está llena de humanidad, del tipo de humanidad que nos hace sentir libres e inocentes. El mensaje está bastante claro: la bonhomía es lo que nos define como personas, y está en nuestra mano elegirla, como podemos elegir vivir sobre la pierna que tenemos o sobre la que nos falta en caso de que nos amputen la que se ha roto. Estamos ante una hermosa novela, pequeña, pero hermosa.

jueves, 1 de febrero de 2024

EL PAISAJE VACÍO

 

El paisaje vacío

Ricardo Martínez Llorca

Debate

Premio Jaén

160 páginas

 



Por Asunción Escribano

No siempre la literatura traslada a mundos idealizados que cuentan historias ajenas y de lectura agradable. Con frecuencia la novela nos muestra la cara más árida de la realidad, que aunque no se conozca existe. Fue así como hace medio siglo Cela parió La familia de Pascual Duarte, inaugurando un nuevo modo de narrar en nuestra literatura.

Ahora Ricardo Martínez Llorca ha publicado El paisaje vacío, su segunda novela y con la que ha conseguido el Premio de Novela Jaén 2001. Es una obra teñida de realismo social y existencialismo a la vez, en la que nos presenta, con precisión y hábil técnica narrativa, cuatro modos diferentes (uno por capítulo y narrador) de contar una historia y de habituarse al tiempo y a la vida. La obra muestra una atronadora carencia de diálogo, como si el desierto en el que transcurre la trama sólo permitiese la reflexión cansina de la primera persona. Se ve así que Martínez Llorca es un escritor artesanal, que mide palabras y frases para edificar párrafos sin resquicios; una escritura sólida, en definitiva, infrecuente en autores jóvenes.

La acción se desarrolla en una aldea africana, calificada por uno de los personajes como ‘el reverso del paraíso’, en la que confluyen tres personajes desarraigados cuyas vidas se funden coincidiendo en la tragedia con la que finaliza la obra. La densidad de El paisaje vacío es, sin embargo, una realidad muy alejada de las 160 páginas que ocupa, pero tal verdad el lector sólo la aprehende internado en la jungla que el autor crea con frases que hay que comprender para pasar a la siguiente, espesura de palabras con densidad de Amazonia.

Se describe un mundo donde la esclavitud es un hecho real. Un volver a describir al hombre en situación límite, tal y como lo presentaron Conrad o Camus en sus principales obras, y cuya evocación con frecuencia nos eriza el vello a lo largo de la lectura de El paisaje vacío. Si existe algo de autobiográfico sólo el autor lo sabe. Pero ante una gran novela como esta, eso es lo de menos.

Creo que Ricardo Martínez Llorca me permitirá, precisamente, unas palabras de Cela leídas en un diario y que recuerdo ahora, recién concluida la lectura de El paisaje vacío: “Un escritor debe denunciar el mal, pero debe denunciarlo de manera artística”. Quienes lean esta extraordinaria novela sabrán a qué me refiero.