jueves, 30 de marzo de 2023

LA FORTALEZA

 

La fortaleza

Meša Selimović

Traducción de Miguel Roán

Automática

Madrid, 2023

488 páginas

  



¿De qué color es la oscuridad? Si fuera uniforme, no sucedería que a medida que uno va viviendo fuera encontrándose con distintas versiones de la oscuridad. En lo oscuro, ya se sabe, es donde resulta más probable toparse con el horror. Avanzamos a tientas, porque ahí delante no hay nada, y ese es el espíritu que dio lugar a las corrientes existencialistas, que están presentes en esta novela: «A menudo descubro mi incapacidad absoluta para comprender a los demás. Lo que dicen no es lo que hacen, pero ¿es lo que piensan? Tal vez ni ellos mismos lo sepan».

Estamos en Sarajevo, en el siglo XVIII, una ciudad en la que se impone el imperio otomano, donde conviven religión y alcohol y, sobre todo, donde se vive al rebufo de la guerra. Nuestro protagonista, y sus contemporáneos, amigos, y su amada, viven dentro del aura que deja a su paso el rastro de la guerra. Meša Selimović (Tuzla, 1910 – Belgrado, 1982) nos presenta un ambiente costumbrista y una familia humilde, muy humilde, una pareja que vive en una única habitación, para mostrarnos la distancia que separa el sueño de la realidad. Y es una distancia imposible de recorrer. Es decir, si uno quiere alcanzar su sueño, por sencillo que sea, aunque sea la supervivencia, se encontrará constantemente patinando en el barro del día a día.

Los temas que va tratando son siempre tan contundentes como la incapacidad para acostumbrarse a convivir con la muerte, la duda de si a la hora de la verdad somos malvados o nos limitamos a obrar mal poque somos desgraciados, la relación ineludible entre el dolor y el destino, el momento de cuestionarse a uno mismo y su autoimagen, la constante sorpresa que supone en nuestro ánimo las reacciones de los demás o la valentía de ser o intentar ser honesto. Estamos, una vez más, en un teatro de lo absurdo, pero en el que el absurdo se aleja del humor a grandes zancadas. Estamos en una sociedad presa del malestar que generan la cárcel de la tradición o de las imposiciones religiosas, de las jerarquías sociales que consiguen castrar a los individuos. En ese líquido nada nuestro protagonista, un hombre sin trabajo empeñado en abrirse camino al amparo de su mujer, con la que vive una constante historia de amor y desamor a cuenta de la pobreza.

«¿No había bien sin violencia?», se preguntará. La novela está repleta de frases geniales, casi aforismos. Pero Meša Selimović no pretende ser un autor que destaque sólo por el ingenio, por deslumbrarnos con grandes fogonazos. En la distancia más larga va creando una denuncia, sostenida por una estructura muy sencilla, un encadenamiento de sucesos, a través de un protagonista al que, maldición, no dejan de sucederle cosas, avatares que tienen un efecto acumulativo. A medida que avanzamos en la lectura, vamos deseando que algo interrumpa, por salvación o desgracia, este devenir, esta lucha entre el individuo y el mundo, en la que si pretendes ganar debes apostar por el mundo.

La meta de nuestro hombre sigue siendo el bien: «Que Dios te perdone, hombre decente, a quien la gente no le permitía serlo: cumpliste con tu deber, aunque fuera muerto de miedo (…). Le contaría a Tijana la extraña historia de aquel que se convirtió en héroe por el miedo y por un sentido de honor nacidos de la vergüenza». En un mundo estúpido, en un mundo en involución, en un mundo estratificado y cimentado sobre la maldad, el miedo parece venir a explicar casi todo, incluido, para nuestra sorpresa, el heroísmo de intentar ser buena gente. Este enunciado expresa algo que se nos antoja inviable, es una aporía, y sobre esa idea tan inquietante se construye esta magnífica novela.


Fuente: Zenda

lunes, 27 de marzo de 2023

HUÉRFANOS DE DIOS

 

Huérfanos de Dios

Marc Biancarelli

Traducción de Antonio Roales

Armaenia

Madrid, 2023

226 páginas

 



Es Córcega y es a finales del siglo XIX, y ese apunte temporal es lo que ayuda a hacer creíble la novela, en la que se representa un lugar donde los sucesos son propios de la narrativa fronteriza, esa que tanto se ha reproducido mientras se creaba la mitología de los Westerns. De hecho, el primer referente que reconocemos en esta novela, Huérfanos de Dios, es la cinta clásica Valor de ley, que dirigió Henry Hathaway en 1969 y reelaboraron hace doce años los hermanos Coen. El parecido es innegable: una niña contrata a un viejo pistolero para vengar un acto violento: en el caso de la película será la muerte del padre y en el de este libro la salvajada de desollar media cara al hermano. Que sea marcar la cara lo que hace que el personaje protagonista de la obra se ponga en marcha, decida que eso sobrepasa sus límites morales después de una existencia en la que se ha exterminado la vida de tanta gente, nos remite a otra película clásica ambientada en los escenarios del Oeste americano: Sin perdón. Aquí, como en la cinta de Clint Eastwood, es un forajido y no un viejo agente tuerto la persona a quien recurre la niña. En este caso al tipo se le conoce como L’Infernu, el infierno, y también está al final de sus días de aventura, es consciente de que un último acto puede redimirle, o al menos redimirle a los ojos de quienes han aprendido a entender la vida como la ha entendido él: llena de violencia, como si la violencia fuera lo natural, tan necesaria como el aire que exigimos trece veces por minuto.

Uno espera encontrarse a un bandido con ese tono romántico que ha acompañado a los que se echaron al monte en la época retratada, como José Lizarrabengoa en Carmen o el mismo Curro Jiménez, pero no hay nada de sentimentalismo en la obra, nada de patetismo ni de sensibilidad sana. Se nos anuncia que la fuente de la que bebe Marc Biancarelli (Argelia, 1968) es Cormac McCarthy, con quien comulga sobre todo en la textura, en los momentos algo sangrientos que nos remiten, inevitablemente, a Meridiano de sangre. En McCarthy lo que sucede tiene lugar en un plano atemporal, que en algún momento descubrimos que es el actual, cuando los personajes que vagan atraviesan una autopista, por ejemplo, mientras que en la obra de Biancarelli necesitamos alejarnos en los años para comulgar con este itinerario que va recorriendo los paisajes corsos, a los que se tiñe de muchas sombras. Hasta que el autor decide que no puede dejar de explicarnos a este personaje, a este L’Infernu, y rompe la estructura lineal, cronológica, para llevarnos a hasta el pasado. Uno puede entretenerse en divagar acerca del alma humana, si le preguntan quién es, o puede sugerir a la persona con quien conversa que se siente, porque le va a contar su historia. Biancarelli elige esta amabilidad con el lector, y el lector la agradece, porque rompe con una monotonía de sangre y crimen.

Hemos mencionado Valor de ley, Sin perdón, Carmen y Meridiano de sangre, que son, tal vez, los referentes que más destacan. Aunque hay otro apunte que será parte fundamental del espíritu de la obra, que es el respeto, en este caso el respeto a la infancia. En el ambiente que crea Biancarelli difícilmente saldría intacta una adolescente. Sin embargo, se nos presenta como el último refugio, el lugar donde puede no anidar la fatalidad. No existe indicio que cuestione este principio moral en un mundo salvaje que leemos con el ritmo de un caballo a galope.

 Fuente: Zenda

MAL TIEMPO

 

Mal tiempo

Juan Villa

Comba

Barcelona, 2023

190 páginas



 

«Su pío falansterio». Este es el único pero que se puede poner a este díptico. Juan Villa (Almonte, 1954) es un digno heredero de la escuela de escritores que hace ochenta años cuidaban tanto el lenguaje. A medida que uno va leyendo, le surgen en la cabeza nombres como Ignacio Aldecoa o Ramón J. Sender. Es inevitable, como lo es el preguntarse por qué seguimos identificando a estos literatos como los mejores representantes de lo que debe ser un relato o una novela. Villa enriquece el tiempo actual recuperando expresiones y palabras que nos remiten a otro tiempo, pero que lo hacen con la necesidad de no perder ese lenguaje, entre otros motivos porque aquello a lo que se refieren sigue existiendo. Las cosas pueden existir en la realidad tangible o en la realidad de la memoria. Aquí tratamos con un tipo de memoria que es colectiva, que es social, que es en buena medida prestada, o es herencia. En este caso viene desde nuestros padres o abuelos, pero también desde aquellos que escribieron antes que nosotros. Las dos novelas cortas que componen este Mal tiempo Mal tiempo y Los almajos se inscriben dentro de la tradición realista y la ambientación rural. Es fácil reconocernos en ellas.

Ambas suceden en las zonas fronterizas a Doñana, en una Huelva en la que suceden fenómenos posibles y extraños, como lo es una nevada, que facilitan el empuje que se precisa para poner en marcha los resortes de la memoria. Ambas historias nos trasladan a los primeros años de la década de 1940, que supone una posguerra con una connotación especial: nos hemos alejado del centro, estamos en la periferia de las consecuencias, donde uno debe trabajar cualquier recurso, pues no hay administración que administre nada. En la primera de ellas conoceremos un suceso bronco y luctuoso desde varios puntos de vista, y en el segundo seremos testigos de una vida gris, que sería depresiva si los personajes, abrumados por la pobreza consecuente, se pudieran permitir una depresión. La sensación que da, a medida que conocemos a los personajes, a medida que conocemos lo que sucede y su poca capacidad para intervenir en lo que sucede, es que se nos esté recordando que en esta vida apenas decidimos nada. Tal vez ese sea el tema del libro.

«Definitivamente, Mejías le había dado otro portazo al pasado, otra finta a la memoria, y parecía decirle a Fabián que lo imitara, que la salud de las cabezas se fragua en la pira del olvido». La cita nos recuerda la importancia de la memoria, que podría ser riqueza, pero es piedra en el camino. Será ese tono de memoria el que se vaya imponiendo, el asunto que más parece preocupar al autor, creando, con mucho acierto, una atmósfera que posee el calor de los mejores recuerdos, a la par que la turbiedad de los peor que sale de nuestras voluntades. Los adjetivos agrupados de tres en tres o las comparaciones constantes, ayudan a que nos sumerjamos en este mundo sepia y arisco. Recuperar el aliento de Aldecoa o de Sender es uno de los proyectos literarios más decorosos que se nos pueden ocurrir en estos tiempos, tan dados a frases cortas y potentes, y con frecuencia tan mal construidas.

jueves, 23 de marzo de 2023

ESTÉTICA DEL POLO NORTE

 

Estética del Polo Norte

Michel Onfray

Traducción de Delfín Marcos

Gallo Nero

Madrid, 2023

173 páginas

 



«Allí los humanos no son tan arrogantes y pretenciosos como para negar continuamente el mamífero que hay en ellos».

Lo opuesto a viajar hacia el frío del Polo Norte sería una comida en una mansión barroca, con cristalería heredada a lo largo de cuatro generaciones, bodegones con solera en las paredes, aparadores de teca y mármol en los que reposan fotografías de gente demasiado bien vestida y conversaciones sobre un cuarteto de cuerda de Schubert mientras uno intenta zampar un langostino sin ensuciarse los dedos.

Michel Onfray (Normandía, 1959) cumple el sueño de su padre llevándole a un lugar que parece ser el antiparaíso, la Tierra de Baffin, y se da cuenta de que los sentidos han venido para acompañarnos especialmente allí donde las experiencias pueden ser más intensas. Así compone este libro, que al mismo tiempo de ser espontáneo obedece a una revisión muy rigurosa, tratando de no dejar ningún resquicio en las sensaciones y en las ideas que estas asociaciones han podido llevar aparejadas.

El texto obedece a la perplejidad y al asombro. Es un diario sin días, un clamor contra las maldades que nos contagia la civilización que absurdamente hemos creado, esa que nos dicta que para triunfar hay que pelar los langostinos sin mancharse los dedos. Mientras estudia, porque no puede evitar caer en los análisis filosóficos y psicológicos, a los habitantes y los efectos del lugar que visita en el alma humana, demuestra una cortesía potente hacia la gente que va descubriendo. La naturaleza, tan extrema, les construye y lo hace con algo que uno se atreve a calificar como sinceridad. Ahí no hay lugar al engaño porque esconderse es muy difícil. Ni siquiera el ruido podrá tapar la voz.

Hay un intento de no transmitir la mirada neocolonial, esa que es inevitable al turista y a casi cualquier otra fórmula de viajero, para lo cual Onfray se refugia en lo más intelectual: el manejo de un lenguaje denso que responde a un pensamiento empático y sorprendido. En realidad, se trata de una obra que nos habla sobre cómo construimos la conciencia, y nos recuerda que el lenguaje nos ayuda a definirla. Un libro admirable para un entorno digno de admiración.

martes, 21 de marzo de 2023

QUIJOTE EN EL CONGO

 

Quijote en el Congo

Xavier Aldekoa

Península

Barcelona, 2023

350 páginas



 

Están las materias que uno ama o ha amado, y están las sensaciones que se extienden sobre estas materias y que al construirnos nos transforman en seres sentimentales. Dejamos de ser bestias porque reconocemos que amamos y en la memoria reconocemos que hemos amado. Ahí guardamos la inocencia perdida, las magdalenas y el placer de la primera piel de la persona de la que nos enamoramos. Ahí están los viajes y la esencia de los viajes, lo que nos hizo sentir viajeros, lo que nos llevó a separarnos de los demás. Porque el viajero pretende, o lo logra sin pretenderlo, separarse de la gente de su país de origen, al tiempo que no puede evitar quedar separado de la gente del lugar al que acude.

En esta ocasión Xavier Aldekoa (Barcelona, 1981) marcha al Congo con intención de recorrer el gran río desde sus fuentes hasta su desembocadura. Y quiere hacerlo de la manera más semejante a como lo hacen los habitantes de las regiones que atraviesa, a las bravas, tratando de sufrir en los huesos los mismos dolores que sufren ellos. Serán semanas de una travesía accidentada, por momentos peligrosa, que se nos relatará con el punto exacto de riesgo como para que podamos dudar de los motivos por los que a nosotros no se nos ha ocurrido emprender una empresa semejante. A todos nos gustaría que nuestro amor además de en la arena de la playa o bajo los robles del bosque, estuviera también en África, en la esencia de África.

Aldekoa nos relata el viaje con reverencia hacia el lugar elegido, mientras lo que realmente descubre es a las personas con las que coincide, tanto a los generosos como a los que sólo pueden vivir presos de la codicia. Se demora en detalles, marcando el ritmo de los acontecimientos sin que sobre una frase y sin que resulte un discurso digresivo. Al contrario que la mayoría de los libros de viajes que circulan por ahí, en este no nos entretendremos más de la cuenta con la documentación y las historias vicarias; hay, sí, algún entrometimiento, detalles de historias, actuaciones que vienen desde vidas prestadas, pero no se abusará de ellas. En realidad, lo que pretende Aldekoa, que es transmitir las sugerencias emocionales del viaje a partir de los hechos y las descripciones, se consigue de manera sobresaliente.

A lo largo de esas semanas, le acompañará una edición de El Quijote que, a juzgar por la redacción de la aventura, apenas encontró tiempo para leer. Ha viajado parapetado tras la mirada, al tiempo que compartía sus horas. Ha viajado actuando y observando, intentando compatibilizar ese imposible de ser testigo y no ser intruso. A nosotros nos llega la impresión de que ojalá hubiéramos estado allí, y eso es mucho. Él está enamorado del lugar y de la gente, y a nosotros nos gustaría disponer del valor para enamorarnos tanto como él.

lunes, 20 de marzo de 2023

MI CASA ESTÁ DONDE ESTOY YO

 

Mi casa está donde estoy yo

Igiaba Scego

Traducción de Blanca Gago

Nórdica

Madrid, 2023

161 páginas

 

 


Para permitirse tener el don del sueño de amores perdidos, es necesario soñar y haber amado. Y también desear volver a amar como se amó entonces. En contra de lo que dictan los textos de autoayuda, el presente no existe, o al menos no existe en nuestras funciones emocionales: o anhelamos el pasado o proyectamos el futuro. Sobre estas funciones crearemos una identidad, o la memoria de una identidad y el deseo de la misma. El asunto puede ser incómodo. Si a uno le piden que se defina, lo mejor sería hacer lo mismo que aquí lleva a cabo Igiaba Scego (Roma, 1974) que es intentar narrar su historia. Dado que los recuerdos nunca vienen ordenados como una novela del siglo XIX, Scego acepta la fragmentación y la asociación de ideas que van surgiendo a medida que uno va penetrando en su propio pasado, bailando de tema a tema, de persona a persona y de lugar a lugar. Estamos ante una persona que ha nacido y vivido en Italia, pero que es hija de inmigrantes somalíes, de un padre que podría haber luchado políticamente por la mejora de su país y de una madre a la que sometieron a la tortura de la ablación del clítoris.

Scego hereda la cultura y las inquietudes por la suerte del territorio en el debió haber nacido, si en el mundo imperara un poco más de justicia. Y así se expresa como alguien que padece el síndrome de Ulises, el que sufren en forma de estresante malestar emocional quienes abandonaron sus raíces debido a un proceso traumático o violento que rige la región. En ese sentido, lo primero que descubrimos en el texto es dolor, es pérdida, es añoranza. Nos va a hablar de los efectos rabiosos de la colonización, que dejó un paisaje después de la batalla también en el ánimo de los somalíes, y de la desilusión salvaje del emigrante. Nos hablará de marginación y de supervivencia, de conformarse y de superación personal.

Para ello Scego recurre a estampas a partir de las cuales redactar cada uno de los capítulos en función de las asociaciones que a ella le sugieren. Comenzará por centrar el interés en el padre, de quien hereda un dulce sentido de la honestidad y el aprecio por la voz de Nat King Cole. A continuación, será la madre, la figura que representa el amor, quien protagonice un resumen sensible de su aportación a la vida de la escritora. Cuando hable de su tío y de su abuelo, comprobaremos la necesidad que tenemos de leyendas, que son modelos que representan ideas buenas. Hablará sobre la diáspora y las consecuencias de la misma, reflejando la vida de quienes la padecen en la estación del tren. Conoceremos al hermano y, a través de él, el peso de la educación oficial, administrativa. Recorreremos parte del camino inicial de la familia, explicándonos la tristeza que supuso comenzar a salir adelante. Y terminaremos en la adolescencia, con todo el fulgor que ello supone, con el descubrimiento de la capacidad de sentir y generar amor, mientras toma conciencia de que ahí, en algún lugar de su memoria y de la memoria colectiva de la familia, no se puede renegar de una Somalia triste y desolada.

Scego nos narra, con un estilo sencillo, humilde, franco y en ocasiones un poco seco, parte de la historia reciente de Somalia, aunque su intención es reflejar la historia de los emigrantes. En realidad, el tema central es la parte de sustrato que le falta para construir una identidad en condiciones, pues ese estar entre Roma y Somalia, o no sentirse en ninguno de los dos lugares, termina no por hacer de ella una persona bipolar, sino una persona llena de dudas. Lo más deseable, el mestizaje, parece un sueño o un amor perdido.

Fuente: Zenda

jueves, 16 de marzo de 2023

LENIN PISÓ LA LUNA

 

Lenin pisó la luna

Michel Eltchaninoff

Traducción de Francés Esparza Pagés

Rosamerón

Barcelona, 2023

247 páginas

 



Si uno fuera inmortal, dejaría de escuchar, se supone, las trompetas del Apocalipsis que nos sacuden a diario. Aunque lo más probable sería que el Apocalipsis pasara a tener otra forma, puede que menos negra y atosigante, pero más parecida a una depresión perpetua. Vencer a la mortalidad supondría vencer al envejecimiento, pues no tiene sentido vivir siempre si uno habita un cuerpo anciano. A partir de una semilla tan contundente se gesta toda una filosofía social, el cosmismo, que brota en la vieja Rusia, cuyo principal representante será el filósofo Fiódorov, y sobrevive a las circunstancias históricas que atravesará la Unión Soviética y la extinción del imperio. Luchar contra la muerte pasará incluso a ser una exigencia, a juicio de sus defensores, del comunismo y del socialismo, un objetivo coherente con el proyecto soviético. Pero el cosmismo nació antes, en un país que es caldo de cultivo ideal para teorías que asienten sus pies en el terreno del infinito, en un país que dio a Dostoievski, tratando de responder a una pregunta: «¿es posible concebir y poner en práctica una ciencia que no sea sinónimo de desecación del espíritu, de negación de la libertad y las aspiraciones intelectuales del hombre?».

Michel Eltchaninoff (París, 1969) nos regala un ensayo sobre esta corriente de pensamiento y su evolución, en el que interviene también la ambición científica, la fe, los ensueños, la filosofía, el derecho, la religión, la metafísica y el efecto rebote del pesimismo y el derrotismo de la humanidad que habita en esa región del planeta. El cosmismo nace sosteniendo que el hombre debe tener una oportunidad frente a la naturaleza, liberándose de los límites de su condición, «de ese modo el cosmismo logra la síntesis entre las aspiraciones religiosas del hombre y su modernidad creativa».

A lo largo de las primeras ochenta páginas el autor nos detalla los fundamentos de esta pretendida verdad filosófica, que debe compaginarse con los problemas sociales pensando en crear un hombre nuevo. Sin embargo, y a medida que vayamos avanzando en la lectura, asistiremos a más entregas de espíritus que nos remiten al delirio, a gente que cree que la resurrección de los muertos no es una alegoría o que la transfusión total de sangre permite superar el individualismo burgués y dar forma al ideal colectivista. El entorno en el que se mantiene siempre el autor no perderá de vista que la mayor parte de la evolución de estas teorías tienen lugar entre un pueblo que es profundamente religioso mientras hay un empeño de implantar el bolchevismo. Los conflictos consecuentes estarán servidos y harán que el libro pase de ser un estudio sobre una corriente de pensamiento desesperado a una crónica por la que desfilan visionarios que se dedicarán a los vuelos cósmicos o serán pioneros en la defensa de la biosfera, del concepto de noosfera del griego nóos, mente—, y de la heliobiología. En realidad, serán las dificultades que vayan encontrando para el desarrollo intelectual y la aplicación práctica de sus teorías lo que hará que el relato cobre mucho interés. Mientras tanto, Eltchaninoff va reseñando obras literarias, de Bulgákov o de Platónov, por ejemplo, que contienen un sustrato vinculado al cosmismo que hasta la fecha ignorábamos.

Lenin pisó la luna es un delicioso ensayo en que se nos habla de la identidad nacional de uno de los pueblos que más han marcado la historia humana, nos habla de la ciencia y sus límites, de la suerte de las ideologías y, para ser más concretos a la hora de definir el interés del libro, de esa extraña combinación que puede surgir de mezclar el racionalismo soviético con la criogénesis.

 

Fuente: Zenda

miércoles, 15 de marzo de 2023

TRES ANUNCIOS EN LAS AFUERAS

 

Tres anuncios en las afueras

(Martin McDonagh, 2017)

 



En cierta ocasión elaboré la extraña lista de los libros que me gustaría haber escrito: El ruido y la furia, El desierto de los tártaros, El gran cuaderno… No he querido empeñarme en la de las películas que no concibo cómo pudieron ocurrírsele a sus directores, sobre todo cuando este coincide con ser también el guionista. Tres anuncios en las afueras bien podría formar parte de dicha relación. No se trata de una película psicológica, aunque lo parezca, pues los sucesos no suceden a consecuencia de la personalidad de los protagonistas, sino que los personajes han sido imaginados para justificar los sucesos y situaciones que van ocurriendo. Y éstos nos dejan con la sensación de encontrarnos con algo desconocido, con algo que no hemos visto cien veces antes, con algo alejado de lo predigerido, la lección simple y la oratoria provinciana. De hecho, sería complejo intentar describir en qué porcentaje participan varios de los principales géneros narrativos en la película: hay mucho de drama y algo de comedia, contiene cine negro, thriller, y contiene un toque de Western con su apunte de poema heroico, y podría hasta representar una leyenda. En algún instante nos remite, por contraste, a los dibujos de Norman Rockwell y descubrimos que estamos en su antítesis: nos preguntaremos qué aspecto tienen los herederos de esas caricaturas tan bondadosas, cuando se han tenido que enfrentar a la realidad del sudor y el sufrimiento.

Estamos en lo que llamamos la América profunda, lejos de lugares donde puede existir un movimiento altermundista, allí donde los señores feudales se llaman Wall-Mart, Exxon o Coca-Cola. Es un mundo convencido de que la estatización es abominable, por mucho que implicara mayor gasto social o cobertura médica. Son lugares donde podemos encontrar poblaciones de diez o quince mil habitantes que invierten la mitad de su presupuesto municipal en policía, incluido un equipo de S.W.A.T., de tipos especializados en situaciones de alto riesgo. Se trata de gente convencida de que lo natural es vivir con endeudamientos criminales, viendo la Fox y sembrando de patriotismo los discursos y los diálogos. No son capaces de reconocer que existan otros sistemas de valores que no sean los propios, y cuando se topan con ellos, no los reconocen como sistemas de valores. En ese sentido, sin ahondar en este tema social y me atrevería a decir que sin pretenderlo, Tres anuncios en las afueras apunta un poco hacia la antropología. Tal vez los apuntes de humor que surgen entre las situaciones espantosas que describe se deben a que la alternativa a la sonrisa es morir descalzo. Eso de morir con las botas puestas es un tópico de un sistema moral arrabalero, ese en el que se confunde la dignidad con la tradición.

En ese ambiente una madre coraje, cuya actuación merece muchas críticas, nos demuestra que tener muy claro lo que uno quiere no supone librarse de la pérdida del Norte. Nuestra mujer está desnortada y entendemos por qué. Como podemos entender a casi todos los demás personajes, los principales, al menos en algún momento de la actuación, pero raramente, por no decir nunca, nos gustaría estar en su pellejo: no resulta sencillo identificarse con ninguno de ellos. Son seres dañados, consumidos por la situación, sobre los que tenemos que ejercer una gimnasia empática que nos lleva a cuestionarnos si la empatía es el valor con el que deberíamos ver esta película. Pero el cine impone empatía, si no nos importan ellos, nuestros compañeros durante los minutos de proyección, ¿qué sentido tiene seguir asociándonos a su suerte, aunque sea en el ámbito emocional?

«Si ni los abogados ni los publicistas son ya de fiar, en qué se ha convertido este país», dice la protagonista, Mildred Hayes, interpretada por Frances McDormand, que empuja a la policía a encontrar al asesino de su hija colocando tres llamativos y casi insultantes anuncios en las afueras de la población. Los publicistas, todo el mundo lo sabe, tienen como fundamento el engaño. Los abogados la seducción para llevar el agua a su molino. Son oficios cuya proximidad a lo fiable, en la atmósfera que recrean películas como ésta, es muy cuestionable. Pero la frase representa un poco la intención de incomodar, de desconcertarnos con lo posible, con algo que podría estar ocurriendo en la arañada superficie de la Tierra. Aunque por momentos pensemos que nos enfrentamos al límite a partir del cual surge la exageración, y esta impresión se debe a que sabemos que el relato es producto de una imaginación que supera a la nuestra.

 

martes, 14 de marzo de 2023

ELLEN MACARTHUR

 

Ellen MacArthur

 



La basura no es basura, es materia prima en el lugar equivocado.

La frase puede convertirse en una plegaria, que entonamos al pensar que esta fiesta de monos que puebla la superficie del planeta, apenas una mota de polvo perdida en el universo, se está transformando en un estercolero. La apariencia de caos entre dos silencios, que es la expresión que utilizó Samuel Beckett para definir la vida, se adhiere a la aspecto de la porquería, sobre todo la de los plásticos, esa materia destinada a formar una nueva piel alrededor de la esfera que todavía, a vista de astronauta, es azul. Luchando contra esa inercia están los jóvenes empeñados en llevar los envases a centros de tratamiento de residuos y algunos tipos que idean un formato de economía que no está exclusivamente centrado en el crecimiento lineal, en el crecimiento exponencial.

Ellen MacArthur (Whatstandwell, Inglaterra, 1976) puso en marcha la idea de la economía circular, en el año 2009, tras darse cuenta del valor de uso diverso, reutilización y nuevas formas para nuevos fines que podía tener un vaso desechable si uno se encuentra en alta mar, a miles de kilómetros de un puerto, sabiendo que no tocará tierra en los siguientes cuatro meses. El modelo de crecimiento que propuso está tiernamente inspirado en la naturaleza, donde todos es materia prima puesta en su lugar, a diferencia de los desperdicios que generan los humanos, aunque para solucionar el problema de transporte el hombre ha ideado formas de carga más que suficientes para llevar los materiales a lugares donde sean útiles. Al igual que la naturaleza hace con las sustancias sólidas, líquidas y gaseosas que genera, la idea es que todo se reintegre al proceso de producción, formación y economía, de una forma lo más circular e infinita posible, aunque se desafíe a las leyes de la entropía. La energía no se crea ni se destruye, se transforma, y otro tanto debería suceder con el vidrio, el plástico, las telas, el papel y los humos. Desde una fundación que lleva su nombre, Ellen se enfoca en divulgar una economía regenerativa, inspirando a las nuevas generaciones a pensar en el futuro, acercándose a grandes compañías para proponerles innovaciones empresariales, y dándole una oportunidad al rediseño, una oportunidad que se asemeja bastante a una revolución.

Se acabó lo de extraer, producir y desperdiciar. El baile de los monos sobre el planeta tiene los días contados si esa línea no cesa. La huella ecológica supera lo admisible y el planeta ha sobrepasado de largo el límite de su capacidad física. Ellen sostiene que el crecimiento económico, esa religión, ese fanatismo, debe reformularse, de modo que quede condicionado por los beneficios que la economía aporta a la sociedad, y los bosques y los océanos se consideren parte de esta sociedad. Esto implica disociar la actividad económica del consumo de recursos finitos y eliminar los residuos del sistema, una de las funciones que debe tener el diseño. Si a esto se añade la transición a fuentes renovables, el objetivo de regenerar sistemas naturales estará más cerca de ser un hecho. Ellen distingue un ciclo biológico, que regeneraría materiales mediante compostaje y digestión anaeróbica, y el ciclo técnico, que recupera y restaura componentes mediante estrategias de reutilización, reparación, remanufactura y, en última instancia, reciclaje.

 

 “Es difícil de explicar, pero tu forma de pensar cambia completamente cuando el barco es tu mundo y todo lo que llevas encima es lo que cargaste en el puerto (..) Hay que gestionar y aprovechar hasta las últimas migajas de la comida. Ninguna experiencia en mi vida podría haberme explicado de forma tan clara el concepto de “finito”: lo que tenemos ahí fuera es lo que tenemos, no hay más (..) Fue como si todos los puntos se conectaran: la economía global no es diferente, depende de materiales finitos que se consumen y desaparecen”.

 

De esa manera ha confesado su particular camino de Damasco. A largo de todos los años que vivió en alta mar, en regatas en solitario o con pequeños equipos, sin otro suelo que el de un trimarán o su querido velero Kingfisher, se fue formando una nube de emociones que cuajó en un sano sentimiento: hay que rescatar a Gaia de este festín que se están dando los mosquitos de la usura, un ejército muy numeroso con una miseria infinita. Entre ellos, escondidos tras un muro financiero de falsa conciencia que no les permite ver la aurora de dedos de rosa sobre el mar, que cantaba Homero, y la navegante que en solitario y en noventa y cuatro días terminó la Vendéé Globe, entre los años 2000 y 2001, media una distancia sideral, mayor que la de la mismísima prueba, para patrones dispuestos a dar la vuelta al mundo en solitario, siguiendo las líneas del océano Antártico. Da la sensación de que estemos hablando de mundos situados en diferentes galaxias. Para unirlos hace falta mucha ciencia ficción y, ya se sabe, la ciencia ficción se nutre de la imaginación, el mismo sustrato en el que se bañan los sueños de la aventura.

 

“No estaba segura de querer llegar”, dice Ellen MacArthur al recordar sus jornadas en el océano, “una parte de mí quería permanecer en alta mar para siempre”.

 

Ítaca no tiene por qué ser una isla, una península, tierra firme. La suma de los días de Ellen en el mar, al menos la suma de aquellos de los que se guarda registro, da buena fe de ello: en menos de quince jornadas navegó en solitario desde Pymouth, Reino Unido, a Newport, Estados Unidos, en el año 2000, a bordo del que sería su barco insignia, el Kingfisher; en el 2004 surcó en trimarán la distancia que media entre Ambrose Light y Lizard Point, de nuevo atravesando el Atlántico, en poco más de siete días, batiendo otro registro mundial de velocidad; en 2005 se saltó todas las previsiones y batió el récord mundial de circunnavegación en solitario, con un tiempo de setenta y un días y catorce horas, surcando el océano a una velocidad media de casi dieciséis nudos. Antes, siendo adolescente, ya había dado la vuelta alrededor de Gran Bretaña, en un monocasco sencillo, el Iduna, que había comprado ahorrando durante ocho años la paga que sus padres le daban para las meriendas. Con veinte años navegó desde Saint Malo a Québec; a los veintiuno partió de Brest, en Francia, y con escala en Tenerife terminó por llegar a Martinica, en la regata conocida como Mini Transat, en un barco de seis metros y medio de eslora, Le Poisson, que había equipado ella misma mientras vivía en las naves de un astillero francés, durmiendo en colchonetas y comiendo pasta con tomate o sándwiches de queso y brócoli; con veintidós superó la Ruta del Ron, que atraviesa el Atlántico y el Caribe hasta arribar a la isla de Guadalupe.

Conociendo el carácter británico, sus aventuras se esparcieron por el país y los homenajes no tardarían en llegar. En la actualidad, un asteroide, una montaña, una variedad de guisante y, cómo no, una cerveza, llevan su nombre. Al margen de sus coronas de laurel, incluidas las que la gratificaron como la gran esperanza de la navegación, el Yachtsman of the Year o el Sailing’s Young Hope, recibidos con veintidós años, luce galardones oficiales, como el de Dama Comandante de la Orden del Imperio Británico, siendo la mujer más joven en conseguirlo; el rango es uno de los más estratosféricos que se pueden obtener en ese país, y la iguala a personajes como Francis Drake. En Francia se la nombró Caballero de la Legión de Honor, un título todavía sin traducción al femenino.

Sus padres eran maestros en el condado de Derbyshire, donde se crio en un ambiente rural que ella recuerda como se acuerda uno de los tarros de mermelada de la abuela.

 

“Al saltar al pantalán, me así con fuerza al pasamanos y apoyé la cabeza en el barco. Me incliné con los ojos cerrados para acariciar el casco; el tacto de la borda era fresco y tranquilizante, y el mundo desapareció por un último instante”.

 

Así lo expresa varias veces en sus libros autobiográficos, como Taking on the World, traducido en España con el algo desafortunado giro de Comiéndose el mundo. En esas páginas podemos conocer a una persona que acaricia a los barcos al final de cada viaje, para que sientan con ella cuánto lamenta que todo llegue a su fin, que le duele abandonarlos. Ese animismo, tan lleno de ternura, nación con la lectura de Swallows and Amazons (algo así como Golondrinas y Amazonas), la serie de libros infantiles que escribió Arthur Ransome en los años veinte del siglo pasado. Ransome acompañó siempre a esa niña terca que corría por campos y cobertizos, y se entretenía observando a la gran vaca de Jersey color naranja que pastaba cerca de la casa de sus padres. El mundo inmediato era bastante autosuficiente, entre la comida que producía el huerto de sus padres y las vacaciones familiares en autocaravana.

Hasta que, con ocho años, subió a un bote y al perder de vista la tierra se sintió completamente libre.

Entonces comenzó a ahorrar, a leer todo lo que caía en sus manos sobre navegación y hasta a diseñar nuevos aparejos durante los recreos escolares. Comenzó su navegación por los ríos de la costa oeste de Gran Bretaña, a bordo del Cabaret, un barquito que compró con el dinero que pudo reunir, rescatando tanto como fuera posible del que debía destinar a los almuerzos. Descubrió que la navegación es libertad, pero también responsabilidad y compromiso. Con diez años, se hizo con otro bote gracias a las ayudas de su tía, el Threep’ny Bit, que escondía entre los juncos de un estanque próximo a su casa. A los doce, se echaba al mar sin traje de neopreno, con un anorak azul y un chándal que ponía a secar todas las noches en el radiador del dormitorio. Por esa época entró también en su vida Mac, un cruce de Border Collie con el que comprendió que libertad y compañía no son incompatibles, que la independencia que más tarde reclamara, siendo adolescente, no es la única forma en que uno puede negarse al encierro a que nos somete este mundo tan lleno de residuos.

Para ahorrar de cara a sus aventuras, comía manzanas, ciruela o peras que robaba en los huertos de camino al autobús escolar, y a los dieciocho años se sorprendió de lo caro que era todo en los restaurantes, pues nunca antes había entrado en uno. Hasta que se trasladó a Hull para su primera semana de formación en condiciones. Ya era una adolescente que sabía que vivir es, fundamentalmente, un hecho bipolar, un conflicto entre el deber de ser humano y el deseo de ser hedonista. Entonces puso sus ojos en las regatas de altura, sobre todo en la Jules Verne, una de las más prestigiosas que existen, cuyo objetivo es completar una vuelta al globo en cualquier tipo de velero y con cualquier cantidad de tripulantes. Su verdadero anhelo era, sin embargo, no tanto la victoria como la circunnavegación. Dar la vuelta al mundo siempre será el sueño de los viajeros, que se interrumpe cuando se ven obligados a recurrir a los aviones. Ella eligió el mar, la distancia, el vacío, porque es mucho más fácil que un barco se hunda estrellándose contra las rocas que contra las olas, y esta expresión, que ella ha utilizado, contiene, a su vez, un sentido metafórico: navegar se iguala al vuelo, agua se iguala a aire, a cualquier deseo de vencer la resistencia que ofrece la orografía, incluida la de desgastar suelas.

 

“Aún no tenía claro qué dirección debía seguir, pero supe en ese instante que no sería feliz yendo al mismo bar los siguientes treinta años de mi vida”, pensó, tras navegar alrededor de Gran Bretaña, expresando una idea en la que los bares equivalen a las rocas de la metáfora, al accidente donde puede encallar el bote en el que nos embarcamos para el mejor viaje.

 

Trabajó formando a cadetes marinos y renunció por honradez: su mente estaba colocada en el sueño del mar, no en el beneficio del aprendiz. Tuvo que renunciar a ser un verso libre para formar parte de un equipo y así adquirir experiencia en las distancias descomunales del Atlántico. Pero navegar acompañada le ofrecía una ventaja: en los momentos de descanso no tenía que estar con parte de la atención pendiente del viento ni de los aparejos, podía quedar hipnotizada por la abundancia de vida marina, escudriñar las olas en busca de animales.

 

“-¿Cómo te despiertas? -me preguntan a menudo.

“Pero en realidad, lo que nos preguntamos los navegantes es “¿Cómo logras dormirte?”. Cuando una embarcación mantiene un buen ritmo de avance, o aún peor, cuando no hay viento y se queda encalmada, es prácticamente imposible dormir. Lo fácil es despertarse, lo complicado es aislarse de las circunstancias lo suficiente como para quedarse dormido, o incluso relajarse un poco.”

 

Entre viaje y aventura, Ellen iba sacando tiempo para encontrarse con niños enfermos de leucemia, a los que llevaba a navegar reuniéndolos con otros chicos que se habían recuperado de la enfermedad. Hasta tal punto llegó esta otra pasión, que en el año 2003 creó el Ellen MacArthur Cancer Trust, una organización benéfica destinada a jóvenes entre ocho y veinticuatro años, y que se sirve del mar para ayudarles a recuperar la confianza, para ayudarles a no rendirse. Ellen se reconoce en el verbo cultivar: amistades, bonhomía, valor. Y también un diminuto bonsái que la acompañó durante la Vendée Globe, que le permitía recordar momentos de su niñez, cuando germinaban las alubias en recipientes de yogur. Durante la regata, se comunicaba, de vez en cuando, con un horticultor: “Creo que la plantita se confundirá un tanto si la planto en el verano del hemisferio sur y que no le caerá muy bien achicharrarse en las zonas ecuatoriales (…) La única agua que tengo a bordo es la de la desalinizadora y dudo que tenga mucho contenido en minerales. ¿Me recomiendas que disuelva un complejo de vitaminas en la tierra?”, le confiesa, preocupada por la suerte de la planta errante.

Cuando arriba a la costa y desembarca, tras quedar segunda en la regata para solitarios más importante del planeta, le cuesta reconocerse entre la multitud que la rodea. El contraste con la situación en el barco la desborda y de camino a la conferencia de prensa pide permiso para ir al servicio. Allí se sienta, apoya la cabeza en las rodillas y suspira, con alivio, por haber encontrado un remanso de paz. 


Del libro SUEÑO Y VERDAD (Ediciones Desnivel)

lunes, 13 de marzo de 2023

CONTRA EL FASCISMO

 

Contra el fascismo

Arturo Barea

Espasa

Madrid, 2023

244 páginas

 



La posguerra sucedió con el mal tono de un miércoles de ceniza, en el que el cura no cesaba de recordar que volveríamos a ser polvo. Las palabras eran terribles y los ánimos quedaban atrapadas en túneles oscuros. A pesar de todo, en algún campo reventaban las amapolas y la gente se esmeraba en encalar las paredes de los patios para recibir al sol de la primavera. Dios nos atronaba desde el cielo, pero aquí, en la tierra, los niños buscaban nidos entre las ramas y espárragos silvestres en las cunetas. Esto podría ser lo que sucedía en una familia más o menos acomodada, pero no eran tantos los acomodados que creaban esas leyendas y muchos, demasiados, los que vivían atrapados en las sombras del túnel oscuro. Mientras se creaba el mito y se difundía todo eso de la gran hispanidad, gestados desde el fascismo español, creando un Estado autoritario que debía responder frente a las grandes fuerzas rivales y el destino al que estaba llamado, el del mejor de los imperios posibles para todo y para todos, Arturo Barea (Badajoz, 1897 – Faringdon, 1957) trataba de explicar a cualquier contertulio internacional qué había sucedido para que el país terminara siendo franquista tras la cruel guerra.

Barea escribió La forja de un rebelde, que bien podría ser uno de los diez libros clave, y de los diez mejores, de la historia de la literatura española. Y una de las mejores experiencias de memoria que se pueden leer en este planeta. Aquí, exiliado en Inglaterra, se esfuerza por la neutralidad mientras dicta un diagnóstico que resulta muy preciso, a la vez que sentimos cómo nos desmoronamos, al comprobar que su predicción no llegó nunca a cumplirse. La España libre y democrática que debía llegar tras la caída del nazismo y el fascismo italiano jamás tuvo lugar. Barea abogaba por un Estado en que las fuerzas de acción colectivas y la administración comunal que constituyeron el núcleo central de la defensa republicana fuera el sustrato que diera forma a la organización colectiva. Sabe que hay que separarse de la historia, que deben destruirse los bastiones de la casta (a la que no cesa de maldecir sin acritud, limitándose a explicar quiénes son y cuáles son sus principios). Y sostiene que los anarquistas fueron estupendos administradores y organizadores a pequeña escala, fieles a la vieja tradición de autoadministración local. Barea cree que una España libre y democrática “tendría que renunciar resueltamente a toda aventura colonial y poner todo ese empeño en la colonización anterior del territorio español desatendido, y de los no menos olvidados seres humanos de España”. Es decir, en el año 1940 ya temía por la España vacía.

El libro reúne dos piezas, Lucha por el alma española y España en el mundo de la posguerra, que tienen bastante de ensayo de prensa y por tanto de divulgación. Tal vez sea un error recopilarlas bajo en epígrafe Contra el fascismo, pues la expresión es más agresiva del lenguaje que Barea maneja. Pero la intención es clara y la estrategia bien definida: seguir los impulsos que ha seguido la línea temporal, para ir estudiando cómo queda definido un país totalitario, quién es el jefe del Estado y quiénes son la casta que le apoyan, qué papel juegan los mitos hispánicos a la hora de manipular a las masas (de hecho, todo mensaje se va reduciendo al mito). Yo todo ello escrito de cara a una Europa en la que todavía se confía. De hecho, es la confianza lo que lleva a Barea a escribir estos análisis, la confianza en que todavía estemos a tiempo de conseguir que entre algo de luz en ese túnel al que nos arrojan los miércoles de ceniza, y del que no nos dejan salir.

jueves, 9 de marzo de 2023

TRES DÍAS EN ORÁN

 

Tres días en Orán

Anne Plantagenet

Traducción de Susana Prieto Mori

Siruela

Madrid, 2023

160 páginas

 



Rebelarse contra la idea de que un día nadie se acordará de ti, al contemplar cómo tu padre es el único que se acuerda de aquello, parece ser la esencia que se destila de este libro, en el que Anne Plantagenet (Joigny, 1972) recrea la visita junto a su padre a la ciudad de Orán. Han transcurrido cuarenta años desde que él y su familia tuvieran que partir, por motivos que Plantagenet va descubriendo que tienen que ver con la pobreza. Y ahora ella debe servir de sostén para que él regrese a los lugares que ocupan su memoria y que se han ido modificando. Lo que sucede es que la evolución gradual permite la adaptación, pero la inmersión como experiencia de shock, comparando tiernos recuerdos con presente adusto, puede ser traumática. El padre muestra, sin embargo, un talante conciliador entre ambos momentos, y es ella, la persona encargada de traducir a palabras las emociones de la experiencia, quien cae en un lirismo que por momentos nos lleva a cuestionarnos hasta el riesgo de la autocompasión: «Llevo en mí exilio, sin duda me resulta imposible enraizarme mucho tiempo en cualquier parte».

Los peligros que la autora intenta sortear no se limitan a esa tendencia a lamerse las heridas, sino que también tocan todo lo que tiene que ver con la intención de mostrarse sensible, porque la sensibilidad es algo propio, complicado de compartir cuando uno intenta compartirla de manera explícita. Plantagenet se topa con el filo de los abismos de la melancolía, mientras acompaña a su padre y repasa su pasado más inmediato y sus historias de amor y desencuentros. Rearmar el amor es una tarea que se le antoja superior a la capacidad que tenemos de labrar destino, pero no quiere considerarse una persona amortizada.

Existe, sin embargo, una potencia que la sostiene, que es la familia. El tono melancólico con el que se mueve, lento y agradable, se forja sobre el sustrato del amor filial. Su padre acaba de jubilarse, ella acaba de estrenar amante tras una separación y es, por tanto, el momento de reinventarse, de volver a hacernos promesas de identidad: «La sala de embarque es el lugar donde me siento menos ajena a mí misma, donde tengo la sensación de coincidir por fin con la que soy». El viaje, aunque en este caso sea corto, vuelve a tomarse como metáfora de bautismo. En este caso, el viaje surge con la intención de confrontar mito y sus desmitificaciones. Ella va a relacionarse con el pasado familiar, mientras acompaña a un padre que se relacionará con el pasado propio: por un lado, estará en el relato que la ha construido, y por otro en la vida que sucedió. Plantagenet ha aceptado la relación compleja con Argelia, que incluye varias formas de orgullo representadas en fotos antiguas y reuniones familiares, mientras es incapaz de denostar su presente, al que retorna constantemente con el recuerdo de su amor frustrado y su nuevo amor incompleto.

Plantagenet ha elegido la lentitud a la hora de narrar. El desplazamiento que hicieron fue corto y con guía. Si la estancia fue breve, pero se consideran necesarias tantas palabras, será porque nada la impresión particular fue profunda. Las huellas de las experiencias ajenas no son siempre fáciles de comprender, pues no es fácil expresar las emociones profundas de manera que cualquier lector las comparta. El reto literario ahí es de mucha altura y muy complicado será salir bien librado de él. Plantagenet escribe un libro que afectará a quien se reconozca en el texto, porque esa historia familiar de la que habla no es exclusiva de su gente. Los demás nos quedaremos con el redescubrimiento de ese pequeño cosmos emotivo que afecta tanto a los exiliados.


Fuente: Zenda

miércoles, 8 de marzo de 2023

EL GABINETE DEL DOCTOR CALIGARI

 

El gabinete del Dr. Caligari

 



Es cierto que el cine nos ofrecerá obras mucho más sofisticadas, más complejas, más emotivas y más intelectuales que El gabinete del Dr. Caligari, pero difícilmente encontraremos alguna tan imaginativa y con semejante encanto. Hablamos del año 1919, cuando el cine apenas comenzaba a echar a andar, cuando se estaban asentando las bases de la que sería la fábrica de sueños. Y de sueños es, precisamente, a lo que se refiere esta obra, aunque sólo como puerta de entrada, aunque sólo sea por su estética. Nos habla de sueños y de pesadillas, de los relatos y de las imágenes atormentadísimas que provoca la locura. Todo lo que supuso el expresionismo alemán -distorsiones, énfasis, dolor, los límites de lo humano, el desgarro de lo casi imposible- está en función de mostrarnos que, frente a cualquier otro tipo de infierno, el de la locura se impone como el más brutal.

Un tipo le narra a otro su encuentro con el doctor Caligari, que tiene a su servicio a un sonámbulo. Caligari sería el juez que manda ejecutar, por impulsos atrabiliarios, y el sonámbulo el arma que asesina. Este relato, el gran flash-back -o relato traducido a imágenes-, sucede recreando una atmósfera que sólo sirve para intranquilizar: ¿quién osaría vivir en un lugar donde los ángulos son imposibles, donde las jerarquías se imponen desde taburetes diseñados por un esquizofrénico, donde las paredes se vencen y hasta el cielo está atrapado entre planos irregulares? Y, sin embargo, los muchachos protagonistas intentan ser felices mientras cortejan a la misma mujer. Encerrados dentro de la pantalla, encerrados dentro de una ciudad pintada, y diseñada por un arquitecto que podría ser un mestizaje de Satán con un niño al que no se le pone freno, la gente intenta hacer las mismas cosas que haría alguien normal: salir de paseo, leer, solventar los problemas burocráticos.

Pero todo ello rozando con el absurdo: se lee de pie, uno se tumba sobre los papeles para firmarlos, se duerme cabeza con cabeza sobre colchones inclinados y las ventanas, nuestros huecos al aire que en este caso se muestra menos libre que en ninguna otra ocasión, son deformaciones geométricas. Aquí sólo cabe la locura. Ahora bien, ¿qué mayor locura existe entre la vida humana que la maldad? La suposición de Jung, que afirmaba que la maldad existe, pero que la maldad es una patología, cobra especial relevancia en esta obra. El nexo entre maldad y locura, contemplando la posibilidad de sanación, es un recurso frecuente en el cine de terror, del que esta película es siempre precuela. En el cine de terror, eso sí, suele indicársenos que esa guerra está perdida y que lo único que podemos hacer es librar batallas. El mal, la locura, seguirá existiendo cuando nosotros hayamos desaparecido. El combate, eso sí, está dentro del ambiente que podemos manejar. El problema es que el ambiente, en El gabinete del Dr. Caligari, es peor que una opresión: duele como duelen los momentos más críticos de una enfermedad.

Estos fundamentos, que la unen al expresionismo, nos lleva a preguntarnos si esos personajes, que sobreactúan también de manera expresionista, son ideas y si la película no será, por tanto una aventura metafórica. Pero, ¿por qué necesitaríamos pensar en alegorías cuando estamos frente al sueño y a la locura? En el sueño reparamos nuestra máquina averiada: nos permitimos dar salida a nuestros deseos y a nuestros miedos, practicamos nuestro pequeño exorcismo sin tener ningún control sobre ellos. Esta falta de control es lo que diferencia a los sueños de El gabinete del Dr. Caligari, pues aquí existe un relato, que podrá ser inverosímil, pero es coherente. Por eso sabemos que nos enfrentamos a la locura. Un loco compone su propio relato a partir de los elementos que él percibe de la realidad, y en su relato todo encaja. La locura es un mal con las piezas perfectamente ensambladas. Otra cosa es que ese castillo carezca de ningún ángulo recto. De ahí, seguramente, la vinculación de la locura con el miedo. Al final, uno sólo siente miedo a la parte que no conoce de uno mismo, a no saber predecir sus propias reacciones, sus emociones. Sobre ese sustrato se alimenta esta película, de la que tuve la primera noticia leyendo Historia del cine de Román Gubern. En algún momento, a quien adore el cine le sugeriría la lectura de una obra de este estilo para ir apuntando todos los títulos fundamentales. Conocer de dónde venimos, en un medio que hasta puede explicarnos los vínculos entre los sueños, los miedos y la locura, ayuda a ahuyentar supersticiones y a descreer de los tópicos.