La
isla
Mesa
Selimovic
Traducción
de Miguel Roán
Automática
Madrid,
2025
214
páginas
Se
puede hablar de la felicidad mencionando sólo la desdicha. Eso es lo que sucede
en esta isla a la viajamos, la que crea Mesa Selimovic (Tuzla, 1910 – Belgrado,
1982) para que sea a la vez refugio y cárcel. Una pareja de ancianos se exilia
en este lugar sin nombre, y siguiéndoles de cerca, conoceremos a otros habitantes
y cómo actúan sobre la superficie arrugada de ese pedazo de planeta. Al igual
que estar solo implica una tensión entre la soledad, entendiendo ésta como la
parte que nos acosa, y la solitud, que sería el equivalente a la parte que nos
lleva a disfrutar, los habitantes que van dibujando el entramado de vida de la
isla no terminan de decantarse hacia la felicidad, que conocen a través de su
antónimo, la desdicha. Hay cierto espíritu de resignación en la obra, que es el
que tiñe la atmósfera que se respira.
Cabe
mencionar, para que el lector sepa cuál es el ambiente que impregnaba la vida
del autor, que escribió la obra en un momento en que su país, la Yugoslavia de
hace sesenta o setenta años, era una materia gris en la que imperaba un
oscurantismo que intentaba disfrazar la pobreza. Esa pobreza, que tiene, como
no podía ser menos, un carácter no solamente pecuniario, está en el espíritu de
los protagonistas, dispuestos a seguir respirando porque no queda más remedio
que hacerlo. No hay consuelo, pero tampoco hay ese impulso negativo que nos
llevaría a tocar fondo para intentar salir. Nos encontramos en el estado
intermedio, que parece hacerse crónico: podemos ver la superficie y saber que
si nadamos un poco asomaremos la cabeza, pero aguantamos porque todavía nos
queda algo de aire en los pulmones. De este modo, la isla, que prometía ser una
forma de apartarse de la negra rutina, es un encierro. La naturaleza no sirve
para amortiguar y, de hecho, por momentos expone su lado cruel, así como la
crueldad de la que se valen los hombres para utilizarla.
Los
valores literarios que Selimovic saca a colación tienen que ver con el
conocimiento humano. Las breves pinceladas con las que nos dibuja a los
personajes valen tanto como los retratos de las mejores películas de realismo
social. Lamentamos que no haya posibilidad de echarles una mano, con una
intensidad semejante a la que hemos sentido leyendo, por ejemplo, a Bohumil
Hrabal. El lector comprenderá que estos relatos, que poco a poco van
configurando una novela sobre la cartografía humana, conmueven, y que
conmoverse es lo que importa. Uno podría echar el día elaborando un artículo
acerca de cómo Selimovic aplica la inteligencia y las teorías literarias a sus
textos, pero eso carecería de auténtico sentido. Lo que nos importa son las
personas, lo que nos importa es lo que nos va haciendo mejores mientras
participamos de la vida como observadores. Esa es la gran aportación de esta
novela.
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