miércoles, 27 de mayo de 2020

CONSUELO DE LA FILOSOFÍA


Consuelo de la filosofía
Boecio
Traducción de Eduardo Gil Bera
Acantilado
Barcelona, 2020
194 páginas

Recuperar la obra de Boecio (Roma, 480 – Pavía, 524) se antoja de un atrevimiento cabal. Cabal por la sensatez con la que se expresa, en una demostración de que la distinción entre forma y fondo, entre continente y contenido, es una mera especulación de los libros de texto de educación secundaria. Un atrevimiento porque durante su lectura abandonamos la burda realidad para enfrentarnos a la esencia de lo real: Boecio nos obliga a saltar desde las tribunas de falsos oradores a la petición de felicidad de nuestro interior.
Consuelo de la filosofía aparenta ser un diálogo, aunque en realidad es un monólogo con interrupciones. Se aproxima a Sócrates y refleja el espíritu de Séneca. Boecio pone en boca de un interlocutor, Filosofía, las razones de existir. Abandonando cualquier surco inútil que tracemos en la vida, cree que la filosofía es, en esencia, una herramienta de búsqueda. Pero, ¿qué es lo que anhelamos? Se trata de definir la felicidad, que es tan esquiva, para lo cual se esmera en desgranar qué es lo que jamás nos proporcionará la felicidad. La avaricia, por ejemplo, es una de las dianas en las que Boecio pone su atención. Nos anima a cultivar las virtudes más sencillas, las más humanas, las que no requieren de otra esencia que no sea lo mejor de la condición humana, y a mirar por encima del hombro, y hasta con lástima, la compañía de hombres codiciosos.
De hecho, ni siquiera pretende que codiciemos la felicidad. Por eso la filosofía se convierte en algo necesario, porque ayuda a estar en paz con nosotros mismos mientras consideramos que la felicidad es el mayor de los bienes. Para nuestra sorpresa, el libro destila descanso. Sí, porque al final, lo que todos buscamos es el reposo. Esa búsqueda no es un empeño de osados, no se trata de saltar al mundo como un Indiana Jones intentando conseguir el Santo Grial. Se trata de charlar con los amigos, entre los que se encuentra la sabiduría interior que en algún rincón de nuestra alma, de nuestro pensamiento, todos tenemos. ¿Cuál es la función de la sabiduría? Será el debate, el consuelo de no saber, de ir aprendiendo. Y para hacerlo nada mejor que el estilo depurado, didáctico, moral, como en el que se expresa Boecio y que tan bien ha sabido interpretar Eduardo Gil Bera.
En definitiva, se trata de una lectura que nos lleva al sosiego.

sábado, 16 de mayo de 2020

LOS PERDONADOS


Los perdonados
Lawrence Osborne
Traducción de Magdalena Palmer
Gatopardo
Madrid, 2020
315 páginas

Todo escritor ha querido ser Borges en algún momento de su adiestramiento. Y también quiso ser Maupassant o Chejov. O Kafka. Hablamos de grandes cuentistas, de autores que destacan en el relato, en distancia corta, en narraciones redondas, esas que exigen una técnica narrativa que en la novela, por ejemplo, se puede sustituir por otras estrategias. Algo en lo que destaca, así mismo, Paul Bowles. Todos han sentido la tentación de ser Paul Bowles. Incluido el propio Bowles cuando se planteaba dar un salto a distancias más largas. Su mejor novela, El cielo protector, compite con los relatos en textura, en intensidad, en conflicto, en personajes, como tal vez, también La casa de la araña. Pero les falta ese punto de intensidad que posee la obra más breve. Está la humanidad, pero no tanto la potencia, la contundencia, la sorpresa y el extrañamiento que proviene de la necesidad de dejar muchas cosas al albur de la mente de los lectores.
En ese sentido, este Los perdonados, de Lawrence Osborne (Inglaterra, 1958), sigue la misma estela. Osborne comparte un alma biográfica con Bowles: sintiéndose extranjeros en su tierra de nacimiento, han buscado pertenecer a otras culturas en las que el mestizaje les venía denegado, aunque solo fuera por el color de la piel. Pertenecen a la estirpe de los hombres que sienten rápidamente que los demás les ponemos plomo en las alas. Han viajado y han pretendido ser parte del paraje al que se desplazaron. Y eso incluye Marruecos. El país magrebí cuenta con mil razones para protagonizar una novela como en la que nos enfrascamos: está demasiado próximo como para que resulten verosímiles las diferencias. Pero las diferencias existen, tienen que ser creíbles, porque nos dan fe de ellas y por lo que hemos llegado a saber a través de las visitas propias, y establecen entre ambas sociedades una membrana impermeable.
Los protagonistas de Los perdonados viajan por Marruecos y se ven en una ardua tesitura moral que en España hemos conocido, muy de cerca, a través de la película Muerte de un ciclista. Y así se confrontan tanto a las asperezas de las relaciones entre el matrimonio como a las que surgen de la distancia social que, inevitablemente, se instala entre ellos y el resto de la humanidad: creer que nadie puede perdonarte te lleva, inevitablemente, a la condena. De ahí que el conflicto sea personal y sea sociocultural. Es una tarea moral de desahucio, de degradación, de corrosión, contra la que se empeña uno en luchar sin tener ningún arma para enfrentarla. El espíritu universal será humano y el territorial las diferencias. Sobre estos ejes Osborne construye una novela muy correcta, en la que las sorpresas se nos entregan como en una carrera de fondo, en la que el turismo vuelve a aparecer, como en sus otras obras, como sinónimo de decadencia. La obra no se termina de ubicar en ningún tiempo, pero bien podría situarse en los tiempos de Paul Bowles o en los de Lawrence Osborne: llevarla a un territorio extraño, que jamás llegaremos a comprender por culpa de nuestros inevitables (e irreconocibles) prejuicios, es un acierto atemporal. Enfrentarnos a ellos, a los prejuicios, es algo que apenas puede conseguirse de no ser gracias a la literatura. Es en este aspecto en el que más destaca la novela.

martes, 5 de mayo de 2020

EDURNE PASABÁN



Uno se imagina que llegando a las cumbres de más de ocho mil metros, el cuerpo se reduce hasta tener la consistencia de un pequeño charco de manteca. ¿Por qué iniciar esa escalada? Todos los problemas que uno arrastra consigo a lo largo de las décadas que vienen tras la adolescencia, se derivan de ese suspiro que nos emborracha cuando lamentamos haber abandonado la cabaña que montamos en el jardín, en el parque, en la playa o en el balcón, cuando éramos unos críos. Llegando a la cumbre el Annapurna, del Cho Oyu o del Everest, resuena en el fondo de la caja torácica esa protección que nos ofrecía la cabaña, la que representa también Peter Pan, el deseo de no salir del hogar que es la infancia. La verdad es que frente a ese sentimiento, se alza una sucia realidad que no deja de agredirnos, a cualquier hora del día, con un acto de barbarie o de fanatismo. Uno busca que se reduzca esa realidad a toda costa, recordando la cabaña o trepando allí donde se adelgaza el aire, en los techos del planeta, donde la preocupación por caminar un metro más te somete a la esencia de lo que eres, al ser básico, que es un superviviente, sí, pero también un esteta.
En el alpinismo uno puede elegir a cada paso: puede escoger no darlo, puede escoger bajarse o puede seguir el impulso de subir un tramo más y confiar en que todo vaya bien. En la gran montaña los caminos que llevan a la estética y a la moral se funden. Allí el tiempo es la misma cosa que el segundo presente, que la respiración, que la niebla o que el crujido de la nieve bajo los crampones. Aunque en la actualidad, el debate sobre la consistencia del alpinismo no cesa. Para Nives Meroi, una de las mejores alpinistas de las últimas décadas, que estuvo también en la empresa de ser la primera mujer en ascender las catorce cumbres de más de ocho mil metros, “hasta hace poco tiempo la palabra alpinismo significaba expresión personal, libre como un juego, abierto a la fantasía y a la audacia en la búsqueda de nuevos recorridos, y abierto también al coraje de la renuncia y del fracaso. Un juego limpio, ligero, basado en la autosuficiencia física y psicológica, y en una actitud consciente frente al peligro. En definitiva, una confrontación abierta con la montaña y con uno mismo”. Pero ella nació en 1961 y pertenece a una estirpe, tal vez la última, que vivió el Himalaya como una revelación, como un sentimiento.
Para Edurne Pasabán (Tolosa, 1973), sin embargo, “el montañismo más que un deporte de aventura es una actividad en la que, a veces, lo deportivo deja su lugar a la aventura propiamente dicha. (…) El montañista define sus propios retos, su mapa de desafíos”. Edurne es, ya se sabe, la primera mujer en conquistar las catorce grandes cumbres. ¿Conquistar? Es un verbo que viene con frecuencia cuando se habla de montañismo. Si seguimos el espíritu de Nives Meroi, se asciende con mucha poesía; si nos fiamos del comentario de Edurne, al parecer uno tiene que ser un atleta para alcanzar las cimas. Pero Edurne no es una mujer que afronte los ocho miles como si se tratara de una conquista. De hecho, asciende con las estampas de santos que le ha ido legando su abuela, una por cada expedición, y un cocodrilo de peluche que le regalaron un día de San Valentín, un muñeco que llegó desde Italia por mensajero. Y es que fue el amor, ese mismo amor que se expresa en el soneto de Lope de Vega, lo que la llevó, en primera instancia, a volver durante años al Himalaya: “creer que un cielo en un infierno cabe / dar la vida y el alma a un desengaño; / esto es amor, quien lo probó lo sabe”.
Conquistar no es sólo apoderarse de un lugar por la fuerza, también significa obtener algo con esfuerzo. El problema de acepción surge porque una montaña es un lugar. Pero no ha tenido, no tiene, ni tendrá jamás, un dueño. La conquista de los ocho miles no es la de las montañas, sino la de obtener algo. Pero, ¿qué es eso que uno obtiene? ¿Qué diablos consigue? En Catorce veces ocho mil Edurne suelta esta sencilla expresión: “Me ha gustado crecer por mí misma”.
Crecer duele.
Edurne lo sabe.
Ha superado alguna depresión, incluyendo intentos de suicidio. En las montañas pudo huir de esa realidad, de una adolescencia en la que se sentía fea, pero no pudo huir de los fantasmas. Cuando alguien se siente feo, no cree que la vida sea algo estúpido, sino que él es tan estúpido como para no saber encajar en la vida. Y así es como se comienza a soñar con que uno camina descalzo o va desnudo por la calle, que según las interpretaciones de los sueños significan inseguridad en uno mismo, o empieza a desear que la vida se apague, aunque solo sea un rato. Y que cuando uno despierte, ésta ya le haya aceptado. Porque la vida se representa, entonces, como una hidra de siete cabezas. Ni siquiera en la tabla de salvación de la montaña uno puede escapar de ella. Ni siquiera después de haber subido a nueve de las catorce grandes cumbres. De hecho, Edurne terminó encerrada cuatro meses en una habitación, haciendo punto de cruz, cuando podría haber estado subiendo cuestas.
La depresión te desconfigura. En realidad, no se trata de que nuestra música interior suene triste, sino de que nuestra orquesta desafina. La medicación ayuda, hasta el punto, puede confesar Edurne, de haber viajado a Nepal, a Pakistán y a China con las pastillas en el bolsillo. El litio y los estimulantes de serotonina la mantuvieron en pie, pero en la curación final tuvo mucho más peso la voluntad. Los antidepresivos demuestran su utilidad el día que los abandonas y consigues mantenerte erguido sin ellos, incluso por las cuestas del Shisha Pangma, su último ocho mil. Para entonces ya había quedado atrás esa otra forma de huida, la huida al sueño, la que nos lleva a no querer levantarnos de la cama que es tanto como decir a no querer vivir, a no querer salir a buscar lo que te ha estado dando vida. O piensas que es, precisamente, eso lo que te priva de la vida, porque crees que te has equivocado. En realidad, todos nos equivocamos. Elegimos pensando que aseguramos los pasos, pero por delante no hay nada, ni siquiera oscuridad. La vida a lo que más se parece es al vacío, de ahí ese vértigo existencial que nos lleva a la depresión, o a cualquier otra derivación de la neurosis.
Nadie es invencible. Ser consciente de ello te convierte en un sabio a flor de mundo: poco nos hace más humanos que pertenecer a la estirpe de los que son capaces de cambiar la verdad absoluta por un bocado de queso con uvas, como los desayunos de Sancho Panza. Hay gente, como Edurne, que en ocasiones quisiera cambiar los premios y reconocimientos por la corona de un sombrero de paja que la proteja del sol del sur, que puede ser un antidepresivo mejor que los aplausos de los desconocidos. Si el alpinismo es 75% mental y 25% físico, la fuerza mental que se utiliza puede ayudar a superar momentos y situaciones complicadas, como reconoce la propia Edurne. Pero ese 100% está dejando fuera de campo al tercer eje de la salud: las emociones. “Lo importante es quererse a uno mismo”, die la alpinista, “y rodearse de buena gente”. La depresión te enseña a ser más agua y menos fuego, te enseña a ser menos rígida, por necesidad, porque la rigidez, como apunta Lao Tsé, tiene una relación muy directa con la muerte. El dogma es una forma de locura, los principios inalterables excluyen a la imaginación, a la creatividad y al placer de los sentidos. Pero algunas personas conservan intactos esos prejuicios y esos manuales de la infancia, fermentados en plena formación emocional. En alguna ocasión, Edurne ha tenido diferencias con montañeros que ya son parte de la mejor historia de la aventura, al bajar de alguna gran cumbre con los dedos congelados, por razones que tiene que ver con el enfrentamiento entre las dudas y las ruedas de molino. Nada que no se pueda arreglar con el lenitivo del tiempo.
Si uno sigue las entrevistas a Edurne, se da cuenta de lo terapéutico que para ella resulta confesar que no son las mismas las fuerzas que se requieren para ascender al K2 que para afrontar el acoso de la severidad mundana. Y luego está el asunto de la muerte. Se puede creer que uno lo ha interiorizado, porque ha visto fallecer a varios amigos en condiciones extremas. O porque ha participado en cordadas de rescate o porque sabe, demasiado perfectamente, que con cada decisión se juega la vida.
“Empecé a tomar conciencia (de lo que supone subir a un ocho mil) cuando empezaron a pasar cosas a mi alrededor: cuando fallece un compañero o desaparece”. El lenguaje no es gratuito y la palabra desaparición sustituye a muerte por el simple hecho de que no existe, con frecuencia, un cuerpo inerte. El rastro de la vida que se apagó es un hueco, no materia; es aire, no peso. Fuera del Himalaya, Edurne vivió su peor trago en Pirineos, cuando en el año 2007 un resbalón se llevó hacia el fondo del valle a tres de los cinco compañeros con los que escalaba los setecientos metros de la cara norte del Tallón.
A pesar de ello, considera que ha naturalizado la muerte: “Nos volvemos fríos y pragmáticos”, asegura. “Imaginaros solos en una tienda donde hay seis tíos esperando a que haga buen tiempo para subir. Cada uno en su interior es consciente de que alguno de los que está ahí puede fallecer en esa subida, pero nadie lo plasma encima de la mesa. Es un tema tabú, pero sabemos que si pasa seremos capaces de enfrentarlo”. En cualquier caso, ahí arriba, en esa situación, de lo que se alejan es de la inevitable codicia sobre la que brota una farsa de euforia, la que ofrecen los bolsillos llenos de huevos de oro.
Edurne se decantó por el alpinismo, tras estrenarse en un club de montaña, a los catorce años, para acompañar a una amiga a la que le gustaba uno de los monitores de escalada, porque se viaja más que trepando por la roca; se abarca más horizontes, más paisaje que en la escalada. Estudió ingeniería industrial, trabajó en la fábrica familiar y en hostelería rural, antes de dedicarse profesionalmente al alpinismo. Las últimas cumbres las completó colaborando con el programa de televisión Al filo de lo imposible, donde se encontró con cómplices como Sebastián Álvaro, Ester Sabadell, Ferrán Latorre, Alex Txikon, Juanito Oiarzábal o Mikel Zabalza, además de su primo Asier Izaguirre, con quien se estrenó en la alta montaña siendo una adolescente. Es íntima amiga de Gerlinde Kaltenbrunner, que fue la mujer con la que se entabló, al menos en medios deportivos, la competición por ser la primera en sumar las catorce grandes cumbres. Tiene un hijo llamado Max e imparte conferencias sobre superación personal; Objetivo: confianza es el título de una de sus publicaciones, escrita a cuatro manos con la experta en coaching Angélica del Carpio. Si alguien quiere conocer al detalle el calendario de sus hazañas, puede consultar una enciclopedia online. Pero raramente encontrará en el artículo la palabra clave que sigue alimentando su energía: ilusión.

lunes, 4 de mayo de 2020

AÑOS DE HOTEL


Años de hotel
Joseph Roth
Traducción de Miguel Sáenz
Acantilado
Barcelona, 2020
311 páginas

A pesar de tratarse de textos escritos por una condición menos inserta en su alma de lo que es costumbre en Joseph Roth (Brody, 1894 – París, 1939), los artículos siguen poseyendo su presencia y su músculo. El conjunto se trata de un caleidoscopio de la Europa de entreguerras, durante la cual Roth viaja por Rusia, Albania o Austria y, sobre todo, la propia Alemania. El conjunto nos muestra un mundo que sería triste de no saber, como sabemos, que estaba impregnado de un miedo justificadísimo. Roth lo sabe ver y lo sabe expresar en cada cuadro, de manera que los párrafos pueden llegar a ser poliédricos: muestran a la gente y muestran a la sociedad, al individuo y a la polis, al temor único de la persona y al temor conflictivo del enfrentamiento. Y este enfrentamiento es, a su vez, múltiple, porque hay una amenaza latente -y en ocasiones presente-, pero también se ensarta en la necesidad de sobrevivir.
De hecho, Roth se supera en los momentos en que se enfrente a la pobreza. El costumbrismo no hogareño, valga aquí el oxímoron, que frecuenta en los viajes, se expande ante la injusticia más universal, que es la de quien pasa hambre sin justificación. De ahí que el autor que podría ser cínico, pero se contiene para dar paso a la literatura, sea capaz de cargar la pluma con más potencia cuando está junto a los emigrantes, los desahuciados. Porque se conmueve. No nos lleva a las lágrimas, pero apunta a la conveniencia de soltarlas para poder relajarnos frente a las situaciones. Lo común le parece vulgar, pero lo marginal tiene algo que uno siente la tentación de llamar encanto, pero se contiene frente a la frivolidad.
“Tal vez lo casual, extraído de esa confusión, sea lo que más contribuya a establecer cierto orden”.
La cita expresa la ubicación moral desde la que escribe Roth: en contradicción, con un imperativo de hallar un sentido que, sabe, va a ser casi imposible relatar. En buena medida, Roth ha perdido cualquier atisbo de ilusión:
“El mar, mientras tanto, sigue como siempre, limpio e indiferente a los violentos juegos infantiles de los hombres. Basta contemplar la infinitud del cielo y el agua para olvidar. El viento que agita la bandera con la esvástica nada sabe de ella. Las olas en que se refleja no son responsables de tal profanación. Pero los seres humanos son tan estúpidos que ni siquiera contemplar la eternidad los estremece”.
Sin atisbo de esperanza para la clase media, y con la única esperanza depositada, para los humildes, en que encuentren un catre y un plato de sopa, Roth encuentra motivos para fundamentar aún más esos prejuicios que intoxican la condición humana y que le son tan propios:
“La bajeza es más grande aún que la curiosidad, y de que no es difícil quitar a un moribundo la almohada y malvender las plumas en la primera esquina”, comenta. Y añade un poco más adelante: “Como puede verse, hay dos tipos de personas: malvadas o estúpidas”.