El deshielo
Lize
Spit
Traducción
de Catalina Ginard y Marta Arguilé
Seix
Barral
Barcelona,
2017
526
páginas
Es
posible que el lector considere que las últimas ciento cincuenta páginas de
esta novela contienen un tipo de violencia y pornografía sexual exagerada y
demasiado explícita, rompiendo la genialidad con la que insinúa a lo largo de
las cuatrocientas páginas anteriores. Es posible. Pero lo que es seguro es que
todavía arrastramos la bola de preso de una conciencia, que tiene su origen en
algún acuerdo tácito social programado hace siglos, con un falso pudor que ya
está bien de respetar. Se puede hacer literatura con el sentido del amor que
tiene, por ejemplo, Luis Cernuda, pero también con la máxima crueldad. Agota
Kirstoff, de quien bebe Lize Spit, ya lo demostró en El gran cuaderno, que aquí aparece actualizado y glosado hasta la
extenuación en esas páginas: dos chicos proponiendo juegos morbosos y una
muchacha con una vida difilísima, que será la protagonista de esta novela que,
lo mentamos ya, se merece todos los elogios y todos los premios que está
obteniendo.
Spit
planifica la obra sobre la memoria en tres estratos: el inmediato, en el que
visita el gran negocio que abre uno de sus amigos de la infancia, siendo una
joven de veintitantos años; el de la infancia, propuesto en escenas familiares
bajo títulos que sugieren que cada capítulo tiene una entidad, a su vez, como
relato; y el año 2002, el de la adolescencia rural de estos tres personajes en
el que la tontería termina por ser esa pornografía salvaje que ya hemos mentado.
La narradora es la muchacha, quien elabora sus recuerdos con el vaivén nada
cronológico con que funciona la memoria involuntaria y que, desde el principio,
deja intuir la necesidad de verbalizar su pasado por algún motivo de peso. El
hecho de que se trate de un libro de recuerdos descritos por alguien joven, ya
sorprende, dado que el narrador de este tipo de literatura suele estar más
cerca de la muerte que de los años de pasión. De la motivación no sabremos nada
hasta el final, pero de su peso sí nos daremos cuenta, a medida que avanzamos
en la lectura, que es una carga de profundidad que no cesa de caer hacia el
fondo del océano del horror. Ligar la muerte, el horror y la familia,
mostrándonos una ventana hacia el cariño, es un ejercicio de equilibrio que
resuelve Spit con un oficio y un talento pocas veces mostrado.
De
su familia vamos sabiendo que está llena de fantasmas. El padre parece
aborrecer a los demás, la madre está ausente en su nube de alcohol, su hermano
mayor apenas tiene presencia, condicionado por la mala suerte de haber sido el
superviviente de un parto de mellizos, y la hermana pequeña es el clavo sobre
el que golpean los martillos de los padres. Esta figura, la de la hermana
pequeña, es la que salva a la protagonista: si conoce alguna forma de amor, es
la compasión que siente hacia ella. Episodios como el intento de curarla los
piojos recubriendo con mayonesa la cabeza y envolviéndola en plástico
transparente durante toda una noche, dictan la dinámica de una antifamilia, en
la que el odio es el factor predominante. Si alguien se puede salvar, será sin
contar con los adultos. Y la hermana pequeña sufre demasiados trastornos como
para salvarse por sí misma.
El
hecho de que los episodios centrales tengan lugar en los momentos en que se
descubre el sexo, nos hace pensar en una novela de iniciación. Y sí, es un
aprendizaje continuo. No hay episodio en el que no se aprenda algo y de
episodio a episodio la apuesta va subiendo de gradación. El escenario en el que
Spit ubica la novela, rural, podría sanar, dado que en una sociedad del recién
inaugurado siglo XXI algo de bucólico -los animales, los árboles, el río-
debería compensar esas apariciones que de vez en cuando nos sorprenden, como la
autopista o el WhatsApp. El entorno rural es una cárcel de la que no escapan,
como si se tratara de un tiempo entre guerras, en lugar de la Bélgica
contemporánea. Ese entorno rural y esos dos amigos a los que se les ocurre enredar
con las chicas a un juego que va pasando de lo pueril a la matanza del
atractivo sexual, esos padres borrachos que han matado la infancia de sus tres
hijos, su hermana pequeña y, finalmente, su hermano, construyen una moral que
la narradora nos deja vislumbrar: sabe lo que es el bien y lo que es el mal. Y
lo peligroso que puede llegar a ser ese conocimiento, sobre todo porque la
forma de aprenderlo no tiene nada que ver con el contrato social que llamamos
conciencia. Su arrepentimiento la condiciona de una manera que no podemos
comprender, sino leemos toda la obra, incluidas las páginas que no son aptas
para estómagos que presuman de delicados.
Sorprende,
se nos anuncia, que una escritora tan joven haya creado esta obra. La edad de
Spit es algo que se valora sobre el papel. Durante la lectura, poco importa ese
tipo de datos. Durante la lectura lo que valoramos es la tensión que nos
mantiene unidos al texto. O la imaginación, que esperemos que Spit no haya
desgastado escribiendo esta obra y pueda seguir creciendo, madurando. No
diremos fermentando, porque en muy pocas ocasiones habremos leído un libro en
el que la imaginación se haya puesto a fermentar tanto y con tanto ahínco como
en esta novela extraordinaria en el sentido más literal del adjetivo: muy
alejada de lo ordinario.
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