martes, 19 de septiembre de 2017

CADA HOMBRE ES UNA RAZA

Cada hombre es una raza

Mia Couto

Traducción de Mario Morales
Alfaguara
Madrid, 2004
174 páginas

El primero de los once relatos de este libro es una obra maestra: una historia nuestra, siendo nosotros el pueblo, la gente de Mozambique. Se trata del relato de una mujer jorobada que habla con las estatuas y pretende curar sus cicatrices, que ama las piedras, que fue, dicen, una Penélope que aguardaba el retorno de su amor, y que pide permiso para querer a alguien después de que éste haya muerto suicidándose con todo lo que esto representa en nuestro barrio (“¿Morir así? Más vale fallecer”, dice un personaje); una historia real y mágica con un final que tanto puede deberse a la respuesta de quien se apiada de ella como a la justicia de obligado retorno. Rosa Caramela es un personaje imborrable que aparece en poco más de diez páginas para quedarse para siempre con nosotros. Una anciana cuyos ojos son insuficientes porque cargan “ese redondo cansancio de haber soñado”, capaz de acurrucarse en “el consuelo del peldaño” para que la piedra sostenga su desencanto, que limpia en los escalones el claro de luna y que llora “en un murmullo de aguas oscuras”.
Una vez destapado el tarro de las esencias, los demás cuentos no nos resultan tan contundentes, pero sí lo es el mundo de Mia Couto, un mundo “lleno de países, la mayor parte de ellos extranjeros”. Porque sólo en África, territorio con un vínculo tan especial con la literatura como el que relaciona a la metáfora con la realidad, puede tener lugar su lenguaje, sus imágenes, con las que va tejiendo la vida sobre la piel de su país, por el que siente una ternura infinita. Y así, el lector goza de la suerte de poder leer para viajar por una tierra en la que un niño mata al tío que le crió para superar su complejo de Edipo, una mujer entierra al marido adúltero sin cerrarle los ojos, los hombres blancos sólo perciben las cagadas que deja a su paso un vendedor de pájaros, un criado sufre todas las emociones descritas en un diccionario de sentimientos ante su ama rusa, o un pescador utiliza sus ojos (“dos pozos bebidos por el sol”) como cebo. Esto, y mucho más, descrito con ideas que resumen fabulosamente: “Vengador sin carrera, le pedía ayuda al odio”, “encendió la pipa y, por la ventana, fumó el paisaje entero”, “parecía tener el corazón en un bostezo”, “por ahí sólo el viento se paseaba, aguamente”, “desde pequeño, se había dedicado a las ausencias, paralelo al cielo”, “esperó varios silencios”, “se quedó atisbando, emboscada en sus propios ojos”, “de repente, ellas no eran más que un soplo de labios olvidados” o “yo sentía que la piel llegaba a los nervios”. Y muchas más, hasta terminar concluyendo que “el destino del sol es no ser mirado nunca”. Así es África, y así este gran escritor que nos pone en la tesitura de preguntarnos, cada dos por tres, cómo se le ha podido ocurrir esto que estoy leyendo.

Fuente: Lateral

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