Cada hombre es una raza
Mia Couto
Traducción
de Mario Morales
Alfaguara
Madrid,
2004
174
páginas
El primero de los once relatos de este libro es una
obra maestra: una historia nuestra, siendo
nosotros el pueblo, la gente de
Mozambique. Se trata del relato de una mujer jorobada que habla con las
estatuas y pretende curar sus cicatrices, que ama las piedras, que fue, dicen,
una Penélope que aguardaba el retorno de su amor, y que pide permiso para
querer a alguien después de que éste haya muerto suicidándose con todo lo que
esto representa en nuestro barrio
(“¿Morir así? Más vale fallecer”, dice un personaje); una historia real y
mágica con un final que tanto puede deberse a la respuesta de quien se apiada
de ella como a la justicia de obligado retorno. Rosa Caramela es un personaje
imborrable que aparece en poco más de diez páginas para quedarse para siempre
con nosotros. Una anciana cuyos ojos son insuficientes porque cargan “ese
redondo cansancio de haber soñado”, capaz de acurrucarse en “el consuelo del
peldaño” para que la piedra sostenga su desencanto, que limpia en los escalones
el claro de luna y que llora “en un murmullo de aguas oscuras”.
Una vez destapado el tarro de las esencias, los
demás cuentos no nos resultan tan contundentes, pero sí lo es el mundo de Mia
Couto, un mundo “lleno de países, la mayor parte de ellos extranjeros”. Porque
sólo en África, territorio con un vínculo tan especial con la literatura como
el que relaciona a la metáfora con la realidad, puede tener lugar su lenguaje,
sus imágenes, con las que va tejiendo la vida sobre la piel de su país, por el
que siente una ternura infinita. Y así, el lector goza de la suerte de poder
leer para viajar por una tierra en la que un niño mata al tío que le crió para
superar su complejo de Edipo, una mujer entierra al marido adúltero sin
cerrarle los ojos, los hombres blancos sólo perciben las cagadas que deja a su
paso un vendedor de pájaros, un criado sufre todas las emociones descritas en
un diccionario de sentimientos ante su ama rusa, o un pescador utiliza sus ojos
(“dos pozos bebidos por el sol”) como cebo. Esto, y mucho más, descrito con
ideas que resumen fabulosamente: “Vengador sin carrera, le pedía ayuda al
odio”, “encendió la pipa y, por la ventana, fumó el paisaje entero”, “parecía
tener el corazón en un bostezo”, “por ahí sólo el viento se paseaba,
aguamente”, “desde pequeño, se había dedicado a las ausencias, paralelo al
cielo”, “esperó varios silencios”, “se quedó atisbando, emboscada en sus
propios ojos”, “de repente, ellas no eran más que un soplo de labios olvidados”
o “yo sentía que la piel llegaba a los nervios”. Y muchas más, hasta terminar
concluyendo que “el destino del sol es no ser mirado nunca”. Así es África, y
así este gran escritor que nos pone en la tesitura de preguntarnos, cada dos
por tres, cómo se le ha podido ocurrir esto
que estoy leyendo.
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