El ojo de la
cerradura
Hella S. Haasse
Traducción de Andrea Morales Vidal
Edhasa
Barcelona, 2006
192 páginas
17,50 euros
Recuerdos en sepia
La estampa clásica, tradicional,
común y más divulgada que nos remite al pasado, sea cual sea el contenido de
dicha estampa, estará virada siempre a un tono sepia. Lo que constituye de por
sí un lugar común, puede repercutir en nuestro conocimiento, o en su defecto en
nuestra sensibilidad, siempre y cuando aporte alguna novedad, algún interés o
nos golpee con su potencia. En un primer momento, cuando uno se dispone a abrir
esta novela, confía en que así vaya a ser, pues el argumento con que se nos
presenta nos remite a una escritora que tiene algo que contar: la última
generación de europeos que habitaron en Indonesia se disponen, sin saberlo, a
emprender la marcha que les someterá a la tesitura de verse obligados a
decidir. Y así, unos, como la narradora anciana, acabarán viviendo en Holanda y
dedicándose al estudio del arte, y otros, como la siempre joven protagonista de
la novela (siempre joven pues es así como se nos presenta a través del recuerdo
de la narradora) optan por la militancia política, social y ecologista. Estos
dictados, que nos podrían remitir a un mundo complejísimo en el que pesa la
decadencia de los colonos, unos aristócratas que carecen de cualquier versión
de camuflaje y de cualquier intención de mezclarse con los indonesios de clase
baja, rápidamente se quedan en cimientos a causa del tratamiento que reciben.
El relato se presenta con el
recurso de la piedra que es arrojada a un estanque y provoca ondas que se
expanden hasta las orillas de la memoria: una anciana recibe una carta de una
periodista que se interesa por la biografía de quien fuera su mejor amiga de la
infancia. La anciana comienza recordar no sin dolor. De ahí la brevedad de cada
episodio o reflexión, los imperiosos descansos a los que debe someter su
imaginación fragmentando así la recomposición de su vida. La narradora, que
carga en sus venas sangre mestiza, sólo afianzará lo seguro de lo que no deja
de ser subjetivo. Se impone, en consecuencia, una visión neocolonial, una
explicación de la belleza de Asia en relación con las actitudes de las familias
indoeuropeas. Al mismo tiempo, va sustituyendo las impresiones que tuvo en el
momento de vivir cada episodio, por unas conclusiones tamizadas por la edad y
su propia vida posterior. Serán estas conclusiones las que nos comiencen a
indicar cuál es la flaqueza de la novela, pues no dejan de resultar vagos
tópicos acerca del amor, de la infelicidad, de los otros tiempos. Y también
acerca de unos seres que rodearon su vida con un flujo de misterio que iba más
allá de sus posibilidades sentimentales.
En conclusión, Haasse olvida que
si crea una narradora es para relatar, no para limitarse a interpretar
remitiéndonos, una y otra vez, a aseveraciones que nos aseguran que lo que nos
dice es importante. De ahí que el extrañamiento al que pudo recurrir, ese que
nos indicaría que tras tantas frases, tras tantas acciones se esconden secretos
que manipulan vidas, los que van designando la divergencia entre la más
conservadora narradora y la más atrevida protagonista, no exista.
Sencillamente, los recursos a que acude se asemejan a los de las novelas rosa,
esos que designan toda relación como muy “íntima”, los que nos hacen padecer como
personas “frías”, el hombre que sufre se encuentre “desesperado” o los amigos
sean “sinceros”. Estos son los seres que participan o encarna experiencias en
las que los amores entran en conflicto con la libertad y van tejiendo unas
decisiones que les motivan un tipo u otro de aprendizaje: el que se corresponde
a una persona más meditativa y lenta y el que se corresponde a un “espíritu
libre”. En definitiva, El ojo de la
cerradura es una novela que precisa explicarse a sí misma, y lo hace a
medio gas.
Fuente: Tribuna/Culturas
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