Autobiografías ajenas
Antonio Tabucchi
Traducción de Carlos Gumpert
Anagrama
Barcelona, 2006
143 páginas
14 euros
El principio del final
Uno comienza a leer esta nueva
entrega de Tabucchi, y se pregunta a qué se debe esta decisión editorial de
publicarlo dentro de la colección destinada a narrativa, en lugar de ubicarla
como un ensayo. Y uno termina el libro dándose cuenta de cuál es la razón, pues
será al final, con un relato perfectamente artificioso dentro de su vestido de
exposición reflexiva, a partir de una anécdota autobiográfica, titulado Historia de una imagen, cuando caiga en
la cuenta de que es la ficción, o los tintes de ficción, o el deseo de hacer
ficción, es decir, de vivir cabalgando entre dos realidades puramente
compatibles, lo que impera en este volumen. Historia
de una imagen es un texto inédito, que contiene una preciosa historia sobre
el enigma de una fotografía –ciertamente intrigante-, que se cruza en la vida
de Tabucchi para revelarle que no es preciso conocerlo todo, que apagar los
deseos de saber demasiado es, en gran medida, un principio estético sobre el
que comenzar a construir no sólo una obra literaria, sino también la mejor obra
a la que uno puede consagrarse, que es la propia vida.
Así, Tabucchi dará por concluido
su juego reflexivo, compuesto por textos de diversos orígenes: introducciones a
sus novelas, transcripciones de conversaciones, recogidos de revistas, etc., en
los que el factor común danza sobre la poética de la creación. De hecho, el
subtítulo de este volumen explica bien a las claras las intenciones de su
autor: Poéticas a posteriori. Sin perder de vista la enseñanza del epígrafe
de Conrad que Tabucchi ha elegido a modo de presentación –“Primero se crea la
obra, y sólo después se reflexiona sobre ella. Y es una actividad ociosa y
egoísta que no es de utilidad alguna y que a menudo conduce a falsas
conclusiones”-, para evitar el error que un libro de esta índole podría
presentar: el tomarse a uno mismo demasiado en serio, se reflexiona un poco a
bote pronto, pero siempre con garantías de pensamiento sereno y maduro, acerca
de esos tópicos de la creación que con tanta frecuencia aparecen en las
entrevistas a escritores con problemas de narcisismo (generalmente, con
problemas de exceso de narcisismo): la vida paralela que uno acarrea dentro del
relato que escribe, la presencia indómita de un personaje que se impone, cómo
se presenta lo que uno ha vivido en la historia que expone, lo lícito del uso
de referentes traídos de la realidad y de los conocidos, la traición de todo
escritor, esa deslealtad tan atractiva de confesar las confesiones que uno ha
escuchado, la relación bidireccional entre autor y narrador, o los niveles de
creación que abarcan desde el onírico al del rígido superyo.
Ahora bien, sucede que Tabucchi
no aburre con teoría literaria, que sería de inédita arrogancia al venir
suscitada por la revisión de sus novelas, ni con abusos metaliterarios, aunque
no deja de sobrevolar la sospecha de la invención sobre muchos de los capítulos
de este libro, con lo cual se transformaría en literatura que sustituye a la
literatura. Tabucchi se limita a narrar un tanto a vuela pluma las ocurrencias,
algunas extrañas hasta para él mismo, que le suscita la memoria, que no la
relectura, de sus obras anteriores. Él mismo define como hipótesis vagabundas,
nómadas, arbitrarias las que el lector ejecuta tras cerrar el libro, y califica
el sentido a partir del valor de la mentira y de su utilidad al definir los
confines de la verdad. Y así, ni llega a ninguna conclusión ni lo pretende. Sus
divagaciones alrededor de la literatura, en completa libertad, más bien parecen
demostrar que toda conclusión ha sido, es y será precipitada. Y para ello se
vale de su memoria, la más importante herramienta de cualquier autor de ensayos
que se precie. En definitiva: hay que leer a Tabucchi, incluso al que versa
sobre sí mismo.
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