martes, 26 de septiembre de 2017

AUTOBIOGRAFÍAS AJENAS

Fuente: Culturas/Tribuna

Autobiografías ajenas
Antonio Tabucchi
Traducción de Carlos Gumpert
Anagrama
Barcelona, 2006
143 páginas
14 euros

El principio del final

Uno comienza a leer esta nueva entrega de Tabucchi, y se pregunta a qué se debe esta decisión editorial de publicarlo dentro de la colección destinada a narrativa, en lugar de ubicarla como un ensayo. Y uno termina el libro dándose cuenta de cuál es la razón, pues será al final, con un relato perfectamente artificioso dentro de su vestido de exposición reflexiva, a partir de una anécdota autobiográfica, titulado Historia de una imagen, cuando caiga en la cuenta de que es la ficción, o los tintes de ficción, o el deseo de hacer ficción, es decir, de vivir cabalgando entre dos realidades puramente compatibles, lo que impera en este volumen. Historia de una imagen es un texto inédito, que contiene una preciosa historia sobre el enigma de una fotografía –ciertamente intrigante-, que se cruza en la vida de Tabucchi para revelarle que no es preciso conocerlo todo, que apagar los deseos de saber demasiado es, en gran medida, un principio estético sobre el que comenzar a construir no sólo una obra literaria, sino también la mejor obra a la que uno puede consagrarse, que es la propia vida.
Así, Tabucchi dará por concluido su juego reflexivo, compuesto por textos de diversos orígenes: introducciones a sus novelas, transcripciones de conversaciones, recogidos de revistas, etc., en los que el factor común danza sobre la poética de la creación. De hecho, el subtítulo de este volumen explica bien a las claras las intenciones de su autor: Poéticas a posteriori.  Sin perder de vista la enseñanza del epígrafe de Conrad que Tabucchi ha elegido a modo de presentación –“Primero se crea la obra, y sólo después se reflexiona sobre ella. Y es una actividad ociosa y egoísta que no es de utilidad alguna y que a menudo conduce a falsas conclusiones”-, para evitar el error que un libro de esta índole podría presentar: el tomarse a uno mismo demasiado en serio, se reflexiona un poco a bote pronto, pero siempre con garantías de pensamiento sereno y maduro, acerca de esos tópicos de la creación que con tanta frecuencia aparecen en las entrevistas a escritores con problemas de narcisismo (generalmente, con problemas de exceso de narcisismo): la vida paralela que uno acarrea dentro del relato que escribe, la presencia indómita de un personaje que se impone, cómo se presenta lo que uno ha vivido en la historia que expone, lo lícito del uso de referentes traídos de la realidad y de los conocidos, la traición de todo escritor, esa deslealtad tan atractiva de confesar las confesiones que uno ha escuchado, la relación bidireccional entre autor y narrador, o los niveles de creación que abarcan desde el onírico al del rígido superyo.
Ahora bien, sucede que Tabucchi no aburre con teoría literaria, que sería de inédita arrogancia al venir suscitada por la revisión de sus novelas, ni con abusos metaliterarios, aunque no deja de sobrevolar la sospecha de la invención sobre muchos de los capítulos de este libro, con lo cual se transformaría en literatura que sustituye a la literatura. Tabucchi se limita a narrar un tanto a vuela pluma las ocurrencias, algunas extrañas hasta para él mismo, que le suscita la memoria, que no la relectura, de sus obras anteriores. Él mismo define como hipótesis vagabundas, nómadas, arbitrarias las que el lector ejecuta tras cerrar el libro, y califica el sentido a partir del valor de la mentira y de su utilidad al definir los confines de la verdad. Y así, ni llega a ninguna conclusión ni lo pretende. Sus divagaciones alrededor de la literatura, en completa libertad, más bien parecen demostrar que toda conclusión ha sido, es y será precipitada. Y para ello se vale de su memoria, la más importante herramienta de cualquier autor de ensayos que se precie. En definitiva: hay que leer a Tabucchi, incluso al que versa sobre sí mismo.


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