Feliz norte
Árpád
Kun
Traducción
de Éva Cserháti y José Miguel González
Tropo
editores
Huesca,
2016
458
páginas
No es posible encontrar una mayor paradoja,
en este mundo burdamente global, que las líneas del mapa trazando fronteras. Un
planisferio político pertenece al orden desnaturalizado de otra época, cuando
los hombres estaban dispuestos a morir en nombre de la nación. Ahora harían
falta muchos mercenarios para combatir a los drones. La auténtica frontera, esa
que sugiere en la narración, precisa de un tiempo para recorrerla, un tiempo
durante el cual uno no se encuentra ni en su patria ni en tierra ajena. Ni
siquiera reconoce un calendario. Es un paréntesis y no una línea continua.
Pocas fronteras tienen menos interés, en ese sentido, que los aeropuertos,
convertidos en el lugar donde más anécdotas suceden. Pasar de Benín a Noruega de una tacada, como le sucede a Aimé, el protagonista de esta bonita novela
que es Feliz norte, supone una reorganización sentimental
debido a la superación de tantas supuestas fronteras, todos los espacios
habitados o vacíos, que le habrían ayudado a explicar dónde se encuentra a
medida que avanza. Hijo de un padre mita vietnamita, mitad francés,
desaparecido en la memoria, y de una madre de África occidental, hija, a su
vez, de un curandero vudú, nuestro protagonista alcanza el metro noventa de
estatura y destaca, desde su infancia, por la compasión, que es la versión
emocional de la empatía. Al tiempo que nos describe su lugar de origen, en lo
que para él es costumbrismo y para nosotros viaje, un trozo de Sáhara, entiende el vudú como una forma de
explicar los acontecimientos, incluso de hacer justicia, en un lenguaje
incomprensible para los escandinavos y para cualquier otro pueblo que hubiera
cruzado, de haber viajado a Noruega por tierra. Eso explicaría el fracaso
histórico de los misioneros noruegos en Benín, pero también su formación como
auxiliar de enfermería y su trabajo en los quirófanos. Tanto la medicina
alopática como el vudú, o la religión, como todo, son reales desde el momento
en que alguien cree en ello.
Árpád Kun (Sopron, 1965)
consigue que nos creamos que el narrador es tan africano como Ben
Okri o Chinua Achebe, en un ejercicio en el
que intervienen los códigos de purezas y blasfemias de los otros, bien
aprendidos y mejor desarrollados en la narración. El motivo, lo sabremos en el
epílogo, sin desvelar el final, es la amistad. Kun, al igual que el
protagonista, es un extranjero, de origen húngaro, afincado en la Noruega de
los fiordos, donde se conocieron. Pues el libro es reflejo de la vida de un
emigrante, un viajero real. Hasta el punto de que el momento clave, el trauma,
es el paso de una frontera. Aimé resulta ser beninés por nacimiento, pero
francés en cuanto a la administración, dada la procedencia de su padre. Así
pues, cuando pretende salir de Benín, con treinta y ocho años, resulta que se
le exige el pago de toda su vida a modo de visado. La administración le
presupone ser turista, ignorando que nación y jamás abandonó Benín. La anécdota
sirve para que no se resienta la narración al girar el escenario. La vida en
los fiordos, llena de agua y la mitad del año de sombra, mientras la otra es
siempre de día, apenas tiene algún aspecto en común con África. Pero a su
llegada topa con un grupo de discapacitados, que regresan de vacaciones en
Canarias, gracias a lo cual vuelve a reconocerse como la persona que era:
alguien entregado a la sanación del amigo y del desconocido.
Y así es como sobrevive. Cambia un país
lleno de la vitalidad de los niños en la calle, por otro donde el
envejecimiento de la población es determinante. Hasta el punto de asistir a
competiciones deportivas de los más chocantes, como carreras de sillas de
ruedas, con andadores o muletas. Al mismo tiempo, salva la adaptación cultural
al identificar el pensamiento mágico que gestó a los escandinavos. Todos somos
hijos de los mitos, tengan la forma que tengan, y los noruegos, por muy
civilizados que estén, no son ajenos a su cultura. Tras pasar por algún otro
oficio, como guía turístico, Aimé termina entregado a su profesión de auxiliar
de enfermería, tanto para ancianos como para discapacitados. En un exilio que
no duele, conoce la descomposición de los cuerpos a la par que el invierno de
seis meses sin luz. Pero al cuidar enfermos, consigue el triunfo diario del
cuerpo sobre la muerte. Hasta el punto de encontrar no solo amor, sino también
enamoramiento. Escrito en primera persona, para que podamos reconocernos mejor
en Aimé, tanto como lo hace Kun, Feliz norte es una novela llena de un optimismo
que late con las pulsaciones de un hombre en reposo. La dicha del descanso, de
encontrar nuestro lugar en el mundo.
Fuente: Revista de letras
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