Historias de Ámsterdam
Nescio
Traducción
de Goedele de Sterk
Elba
Barcelona,
2016
224
páginas
Si
recordamos lo que somos, un trozo de vida, la literatura debería estar al
servicio de esa memoria, no de la propia literatura. Decir que “todos los días habíamos
sentido un anhelo de no se sabe qué. Y a la larga nos pudo la monotonía”, es
expresar lo que somos. Mierda: somos esa gente que no sabe lo que quiere, pero
tenemos que serlo en plural, tenemos que serlo junto a alguien; somos la masa
gris, un carro de tiempo al que podemos llamar destino, pero para que tenga
sentido o para sobrevivir, necesitamos que un puñado de gente nos acompañe. La
idea es puro existencialismo, sí. Pero del que nos atañe. No es necesario matar
a un desconocido en una playa para montar un relato existencialista. Basta con
un mediocre con aspiraciones a poeta, harto de lo cotidiano, que cree conservar
para sí unos versos bellísimos escritos en un papel:
Tengo
el corazón muerto,
Cuán
pesado se me hace cargar con él.
Todo
un tópico que tira al fogón. Pero Nescio, seudónimo de Jan Hendrik Frederik
Grönloh (Ámsterdam, 1882 – Hilversum, 1961, no puede resistirse a la tentación
de condicionar ese gesto: “El fuego no estaba encendido, puesto que era
verano”. A continuación, el poetilla actúa en consecuencia: “Estaba tan
enfadado con todo, vivo o muerto, que interrumpió su erotismo sin fin para
redactar un libro agrio que enseguida le catapultó a la fama”. Este relato, El poetilla, es el más largo del volumen
Historias de Ámsterdam, una recopilación
de narraciones que se componen a partir de una vida, como si Nescio creara su
alter ego, el narrador, y junto a él un grupo de sosias que le acompañan en el
tránsito por el mundo. Porque a medida que van pasando las páginas, los
protagonistas van envejeciendo.
Pero
Nescio sólo nos muestra fragmentos ligados por elipsis temporales de mayor o
menor espacio en el calendario, pero de idéntico significado en la historia de
las vidas que refleja: no pasa nada. Sucede lo que deberían haber sido vidas. Y
Nescio se detiene en gestos comunes a los que, como en el caso del poeta
arrojando un papel para que se incinere en una chimenea apagada, les confiere
el golpe de efecto de lo vulgar. Todo resulta tan real en estos relatos que no
cabe lugar a otra interpretación que no sea creérselo, creer que si no nos
cuestionamos si la vida merece la pena, es por pereza. Por eso sus personajes
pretenden meterse algunos ideales en el bolsillo, ser bohemios o morir en el
intento. De ahí la sencillez con que están escritos, porque son relatos de un
observador, y para el observador el mundo entero está frente a sus ojos. Y en
este caso, en Ámsterdam, donde se combina la resignación o la lucha contra la
resignación a la felicidad doméstica, con la floja pero tozuda creencia de que
existe en algún lugar la felicidad apolínea. Pero en Holanda, parece decir
Nescio, no encontraremos el paisaje idílico, sino su parodia. En lugar del flaneur que disfruta del vagabundeo por
las calles, el bohemio de Nescio
pasea su derrota sin saberlo.
Fuente: Culturamas
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