Un
cambio de verdad
Gabi
Martínez
Seix
Barral
Barcelona,
2020
365
páginas
Aunque
Gabi Martínez (Barcelona, 1971) invoque, con frecuencia, y reivindique, en cada
invocación, a Félix Rodríguez de la Fuente, el espíritu que vive detrás de Un
cambio de verdad es el de Miguel Delibes. Es cierto que Félix Rodríguez de
la Fuente se convierte en uno de los grandes pilares de la educación
sentimental de una extensa generación; sus documentales y la enorme extensión del
amor por la naturaleza, nos llevaron a los lugares donde nos gustaría seguir descansando.
El hombre y la Tierra pertenece, en la memoria de tanta gente, a la misma
estirpe de recuerdos que la cabaña que construíamos en la parcela del abuelo o
en la linde de la playa. La admiración de Gabi Martínez hacia el naturalista de
Poza de la Sal es de una honestidad perenne. La misma que recorre su texto, que
se asemeja a la que rezuma en la literatura de Delibes. Gabi Martínez decide
pasar un año entre ovejas, en la Siberia extremeña, en una suerte de Beatus Ille
que al mismo tiempo que desmitifica la huida del mundanal ruido, se reconcilia
con los grandes habitantes de un mundo que se nos va antojando medieval. Tal
vez la humanidad esté condenada a no superar del todo esa fase histórica; y tal
vez, si sabemos mirarlo, esa condena es también un consuelo. En ese sentido, Un
cambio de verdad es una personal reivindicación de la existencia contra
Amazon, Tínder y Netflix.
Y
una aproximación al Delibes más en contacto con la naturaleza y algo menos
social. Delibes era cazador, sí, una actividad a la que Gabi Martínez no tiene ningún
aprecio, pero se asemejaba más al cazador subsistente que al carnicero que participa
en monterías. De hecho, en Los Santos Inocentes cultiva la aversión contra
los que practican esta afición tan carente de estética. Pero la aproximación a
la naturaleza es igualmente rural, es igualmente directa, fruto de la experiencia
y no de las ideas que flotan entre las ilusiones. En el libro se confirma el
espíritu pedagógico que empieza por lo personal, por intentar entender de dónde
viene el alma de su madre, que se crio en esa región, y termina por mostrar
directamente, con la convivencia, aquello que ha aprendido durante el otoño y
el invierno, en un verano de regreso a los apriscos en compañía de su hijo. La transmisión
de la realidad, que es múltiple y es conflicto, se ejecuta, en buena medida, a
través de la literatura entendida como arte. En eso se iguala este libro con Las
ratas, en algo que Gabi Martínez define hacia el final de la obra con las
siguientes palabras:
“Juan ha comprendido que el arte no existe para entretener o fascinar sino para enseñarte a intuir formas de felicidad. Por muy terrible que sea. Formas de felicidad. El arte y la naturaleza se parecen mucho en eso”.
Y
más adelante termina por precisar con la idea de que el arte y la naturaleza
son “los dos conceptos que quizá más libertad contienen”. Ahí es donde más
sencillo es reconocer el encuentro con Delibes. La intención, que es noble, la
alcanza Gabi Martínez gracias a la humildad. Se convierte en un Robinson para viajar
hasta el género del Nature Writting y hasta el paradigma de la España
vacía. Admira esa forma de entender el paso del tiempo por ciclos y no por
calendarios. Recupera lenguaje, sí, pero sin estridencias, porque sabe que el
mundo en el que está sumergido tiene muchas virtudes, pero carece de lo que
llamamos, posiblemente demasiado condicionados por el cine, glamour. Se
decanta por una serie de personas, que le acompañan, y que considera que
deberían ser leyenda: “Su tolerancia se mide en duchas. Normalmente se da una
al día pero cuando por lo que sea le toca dormir en la metrópolis puede
ducharse tres veces. »Hay algo ahí que se te pega en el cuerpo. En la ciudad no
puedo ni ir al baño. ¿Cómo podéis vivir en esas jaulas, tan lejos del suelo?»”.
Entabla una relación de esa ternura, la que limita con la lástima, con las
últimas ovejas negras y, sobre todo, con un mastín. Busca una pureza en la que
bucear, la misma que expresa el taoísmo, ese equilibrio entre el Ying y
el Yang, esa sensación de estar compensado que no te impide dejarte caer
en la infelicidad, que es incompleta y no es permanente, ni en la felicidad, que
es arte o es naturaleza, sin ir más lejos.
En
la escritura Gabi Martínez se sitúa no solo como un espectador, el que ha sido
de la tierra de pastores, sino como un gestor. Pero, ¿qué diablos gestiona en
esta confesión, tan claramente narrativa? Gestiona toda una tendencia moral,
esa que supera a la erudición y que es mucho más útil que ésta para la literatura,
para el arte, para la felicidad. Es posible que no todo sea idilio en ese mundo
que agoniza, pero encontrarnos con él, nos ayuda en la gestión de los anhelos
de ser salvaje, de volver a la cabaña de la infancia, de reconciliarnos con la
memoria, donde está el barro y está la pureza, unos elementos que se asemejan
mucho a los cuidados con que obran los pastores y los esquiladores. Esta obra
pretende contribuir a preservar espacios algo intocados, “sabiendo que la
mancha está con nosotros y por el momento habrá que concentrarse en evitar su
expansión”.
Fuente: La línea del horizonte
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