lunes, 8 de abril de 2019

NO DIGAS NADA


No digas nada
Raquel Gámez Serrano
Delito
Barcelona, 2019
230 páginas

Al final lo único que sucede es que todo termina. La ilusión de John Lennon cuando dijo que al final todo sale bien, y si no está bien es porque no es el final, se cumple en un puñado de películas que, eso sí, nos dan valor. Es complicado llevarle la contraria a uno de los Beatles, pero su propia vida, su propia muerte, da testimonio de lo que cuesta que el destino se tuerza para que todo salga bien, al final. Ese destino, pesadamente escrito, es lo que nos traiciona y traiciona todos los esfuerzos que hacemos por llevar una vida al menos decente: no molestar a los vecinos, celebrar los cumpleaños de los padres y los hijos, ganarnos la vida y entregar algunos ratos de los fines de semana a escuchar a los amigos, a quienes les pueden ir las cosas bien o mal. Esas son las intenciones del matrimonio protagonista de No digas nada, una pareja a la que se le resiste, sin que conozcan la razón, el don de tener hijos. Durante una buena parte de la novela asistimos a su puesta en marcha, a su reinvención en una localidad rural, en un nuevo entorno, donde creen que conseguirán alcanzar lo que empieza siendo un deseo y termina por convertirse en una obsesión.
A su alrededor orbitan unos personajes que cumplen el cometido de anclar el relato a lo cotidiano: maestros, suegros, vecinos, jefes de la compañía de seguros, etc. También aquellas familias de amigos que ya se consideran una familia completa, cuando han conseguido tener algún hijo. La obsesión de ella va incrementándose, construyendo, incluso, el nido en el que no se aloja ningún bebé. El campo no consigue el efecto lenitivo que parecen necesitar para cumplir con los requisitos biológicos. Más bien al contrario, se va convirtiendo en un aislamiento que no vaticina nada bueno, que anuncia una especie de thriller doméstico, que es lo que tiene lugar cuando llega a la casa el crío adoptado bajo circunstancias sospechosas en Kiev. Los recursos no son nuevos, y Raquel Gámez Serrano nos remite, de hecho, a obras como La semilla del diablo o La profecía, al margen de al mismísimo Herman Hesse con su Demian, al que se cita de forma explícita. Lo aterrador, como en estar otras historias, es el efecto bola de nieve en la destrucción interior y en el abismo social que se va abriendo frente a ellos.
Cuando pensamos que estamos dominando ese destino, el que al final tiene que acabar bien, según John Lennon, resulta que descubrimos que delante solo había oscuridad. Y en la oscuridad nos vamos quedando. La novela tiende a incrementar las dosis de tensión con una suavidad que se agradece, nada de primeros planos de slasher ni de efectos innegociables en el mundo real. La historia se sostiene, precisamente, por su verosimilitud, sobre su verosimilitud, en la que destaca la sensación que mueve el mundo: el miedo. El miedo a no ser feliz, esa trampa que nos ha embaucado y que apenas se cumple en las películas de los domingos por la tarde, y aun en esos casos solo en los últimos minutos. Lo demás puede ser macabro si no somos capaces de soportar los embates que nos llevan a una ineludible depresión.

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