Este libro entra directo en los laureles de los libros de viajes. Es una obra extraordinaria, un ejercicio epistolar que deja en meras redacciones de aula las vidas que estamos acostumbrados a leer, en confesión, en esos ejercicios literarios. Para ello Isabella Bird (Boroughbridge, 1831 – Edinburgo, 1904) recorre Japón en una época en la que el país apenas existía para occidente. Es decir, el contacto con Japón se limitaba a ciertas ciudades periféricas, a las que llegaban los barcos mercantes, y que eran visitadas por turistas. Ya en 1878 alguien con otro espíritu para visitar el país, más inquieto, maldecía el efecto del turismo y los toques de colonización occidental. Bird era una viajera con conciencia de voyeur, alguien a quien le hubiera gustado desaparecer para ver con libertad, para ver de cerca. De ahí que el libro esté lleno de fondos de teatro, de descripciones de aquello que se ve en segundo plano, paisajes o actitudes. De ahí que lamente lo que le sucede, sobre todo las pulgas, y que le impide ser testigo de un viaje depuradísimo. Como depuradísimo es el estilo en el que escribe, tanto que podríamos hablar de ausencia de estilo. En ese caso, sirva como elogio, como saber hacer. Para ello le ayuda el género, saber que al otro lado del mensaje hay una persona que leerá las cartas. No se puede ser, en consecuencia, oscuro. Nada de alardes verbales. Se demorará en cada cuadro tanto tiempo como sea necesario para que el lector, en este caso su hermana, participe con ella del viaje.
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