Morte D’Urban
J.F.
Powers
Traducción
de Ce Santiago
La
Navaja Suiza
Madrid,
2018
433
páginas
El
sentido universal de una obra sobre un personaje, especial, a su vez, suele ser
definir algo que resulta una fe propia bastante frecuente: a poco que uno se
cuestione el mundo tal y como está, le resulta difícil reconocerse en él,
encontrar su lugar. A uno le cabe aceptar la injusticia, la maldad y no
protestar cuando se le pisa el pie, sí, pero ¿merece la pena vivir así? Es lo
más cómodo: renegar entre dientes, creer que las desgracias nos las envía el
rabo de Jehová, rezar y, si llega el caso, apuntarse a sesiones de terapia o
yoga. Pero el mundo es algo más definitivo que todo eso. Es posible que la vida
sea teatro o un acontecer muy profundo; en cualquiera de los dos casos, puedes
quedarte en las butacas como espectador, o agarrar uno de los papeles, aunque
sea secundario, y salir al escenario, o al lago de la vida, y actuar. Sea como
sea, al menos habrás protagonizado tus propios días.
Esa
es la otra fe del padre D’Urban, el protagonista de esta novela publicada en
1962 y que se hizo con el National Book
Award en Estados Unidos. Viene al caso predicar la fecha y el lugar,
Minnesota, donde transcurre la novela. Se trata de una sociedad en la que los
televisores solo emiten unas pocas horas en color, donde las paredes están
empapeladas y buena parte de los trabajos del hogar se hacen a mano. Y de un
lugar endogámico, un tanto al margen del resto del mundo, del que apenas tienen
noticia a través de unos minutos de noticias y un vistazo a los periódicos. Es
posible que si J.F. Powers (Jacksonville, 1917 – Collegeville, 1999) volviera a
escribirla lo hiciera con mucha más pegada, con ironía, o como una sátira, o en
forma de guion para una serie, o cerrando la atmósfera hasta deprimirnos. Pero
eso pertenece al territorio del orgullo del lector. Lo que nos atañe es un
texto que se lee agradecido, porque el afán del padre D’Urban, un católico en
una sociedad protestante, es el de salir de la vida que otros le han acondicionado,
como si le hubieran escrito el destino y le impusieran que respetarlo es la
única forma de ser feliz que tiene. Mientras que él, por su parte, reniega de
esa cárcel y sale a buscar fieles, o posibles fieles, que se hallan ahí donde
está la gente. No le importa andar por los bares, por los campos de golf o allí
donde se acumula el público para corear a los deportistas. A los ojos de los
demás será un extraño, un pez entre el agua salada y el agua dulce, y eso, en
buena medida, le convierte en un paria. Pero se trata de un paria con un
optimismo incorregible, eso sí, dentro del espíritu costumbrista de la novela.
Retratar
a alguien que no encuentra su lugar en el mundo supone, también, retratar el
mundo inmediato que le rodea. Y si uno se encuentra con ese problema, será
debido a los familiares, en este caso los otros miembros de la pequeña orden
religiosa, y a los conocidos, con quienes solemos tener más contacto que con
los íntimos. D’Urban quiere a su protagonista, tanto como para no someterlo al
capricho del humor ni a los ataques de la tristeza. No parece decantarse y nos
va narrando episodios, que se suman hasta construir una novela, una parte de la
vida del protagonista, que no es especialmente nada y, por tanto, es un retrato
de una época a la que hasta podemos echar de menos en tiempos digitales. Ahora
no parece necesario salir para encontrar gente. Qué tristeza da comparar la
vida que representa Powers, y el valor que otorgamos al padre D’Urban en todos
los sentidos de la palabra, con muchas de las nuestras.
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