Mi deuda con el paraíso
Ricardo
Martínez Llorca
Desnivel
Madrid,
2018
235
páginas
La
gran aventura
Acomodados
en lo que creemos que es una zona de confort (un sofá, un buen primer plato, un
paseo vespertino, un fin de semana con diez horas de sueño) nos hemos olvidado
de que para vivir hay que atreverse a hacerlo. Solo existe una forma en la que
el confort actual nos esté regalando ese atrevimiento: el cine. En el cine se
sigue imponiendo las grandes aventuras, sea en forma de superhéroes o de
thriller. Los detectives o Batman son el único reflejo de aventura que
sentimos, que nos permitimos, mediante una transferencia de dos horas, eso sí,
desde el sofá o desde la butaca. El resto, la realidad del alpinismo y de los
demás deportes al aire libre, las experiencias bravas en el mar, en los
rincones recónditos del planeta, lejos de nuestra zona de confort, se limita a
ser una respuesta tópica a la noticia: están locos. Porque únicamente es
noticia cuando alguno de ellos fallece. A la hora de la verdad, las estadísticas
demuestran que es más peligroso ponerse los pantalones que la escalada.
Ricardo
Martínez Llorca (Salamanca, 1966) nos recuerda, a través de su nueva obra, que
antes de que existiera el cine la gente vivía la aventura a través del relato
oral. Mi deuda con el paraíso no es una novela histórica, no es una novela de
montaña o exploración, no es una novela romántica ni geográfica. Es una
extraordinaria mezcla de todo eso, es una novela de aventuras, como lo son las
de Stevenson, el autor al que rastreamos a través del relato. Se trata de una
narración casi oral, pues quien nos dicta la aventura de un personaje real,
histórico, valiente, El Duque de los Abruzos, lo hace para obligar a la memoria
a recordar sus mejores tiempos: una temporada de juventud en África, como ayuda
de cámara del Duque. La novela transcurre en África, en la actual Etiopía, en
un recorrido geográfico bien documentado. Se trata de la época de las grandes
exploraciones, cuando, como Burton y Speke en su expedición a las fuentes del
Nilo, se movía gran cantidad de hombres y material. Eran años en los que el
tiempo no se medía, en los que la aventura llegaba hasta el final, sin mirar el
calendario.
Martínez
Llorca trata a sus personajes con el cariño con que los trataba, por ejemplo,
Alejandro Dumas, el padre. Pero no es ni Stevenson ni Dumas. Es una voz que se
asemeja más a la de su admirado Conrad. De alguna manera, Martínez Llorca está
construyendo un proyecto literario semejante al de su maestro, sustituyendo el
mar por la montaña o, para ser exactos, por el aire libre. El viaje es su
factor común. En este caso, se intercalan crónicas que se leen como los mejores
reportajes periodísticos, crónicas sobre expediciones reales a Alaska o al K2.
Una vida de aventuras que el Duque quiso terminar entre la sinceridad del
planeta África. Y al tiempo que se narra la expedición, que contiene valor e
intriga, tanto por el destino como por alguna extraña circunstancia, el
narrador memorioso nos cuenta los secretos que debió confesarle el Duque: su
amor privado y la maldad de una familia que le impide casarse con ella; su
último amor con una princesa etíope; sus encuentros con otros genios de la
exploración, que se retratan con apenas dos pinceladas. Por entre las páginas
habitan, pues la novela está llena de vida, Nansen, T.E. Lawrence, Robert
Scott, Peary, etc. Y también está la amistad, que queda reflejada en la frase
que pronuncia el mejor amigo del Duque en la peor situación. Siendo cadetes de
la marina, apenas adolescentes, se han embarcado en un viaje alrededor del
mundo. A la hora de atravesar el Cabo de Hornos se desata una tormenta. Umberto
Cagni, el leal y poderoso compañero del Duque, le pide en ese momento terrible
salir a cubierta, porque, asegura, una vez que presencie la hermosura que hay
en la naturaleza, incluso en su forma más terrible, estará en deuda con el
paraíso.
Carlos Marín
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