Evangelio esquizofrénico
Bohumil
Hrabal
Traducción
de Montse Tutusaus
La
Fuga
Barcelona,
2018
203
páginas
Antes
de Trenes rigurosamente vigilados, o
durante, pues la escritura fue brotando como brotan los géiseres, antes de Una soledad demasiado ruidosa, un
Bohumil Hrabal (Brno, 1914 – Praga, 1997) inquieto, muy inquieto, se planteaba
en qué consiste escribir, en qué consiste la literatura. Escribía como lo hacen
los autodidactas, esos tipos que tras mucho esfuerzo y mucho estudio descubren
que al sur de Europa hay un mar que se llama Mediterráneo; esos tipos que a
continuación descubren que el nombre no importa, mientras sea mar. De ahí la
importancia de la recuperación de estos relatos, en los que Hrabal se sume en
la búsqueda del mar literario y lo hace desde un extraño realismo, el mismo que
comenzaba a dudar sobre la esencia del realismo literario. Importa el humor, en
lugar de lo depresivo, y la escritura se puede permitir una libertad igual a la
de la pintura surrealista. Recordemos: los pintores surrealistas parten del
principio de que el cuadro no está previamente sobre el lienzo, el dibujo, los
colores, los trazos, van brotando a medida que se mueve el pincel, movido por
la mano, movida por un cerebro inactivo, automático. Esto permite, en literatura,
unas asociaciones de ideas libérrimas. Y así van brotando estas piezas, con los
conocimientos de la historia, de las costumbres y de la sintaxis y la lengua,
escritas por un hombre en formación permanente.
En
buena medida, se trata de una literatura contra los falsos pudores. No le
produce escalofríos, a Hrabal, mezclar partes de la Biblia con el sexo y la
realidad de un país en guerra o la posguerra; o, lo que es más literario y más
claustrofóbico, de un territorio conquistado bajo las orugas de los tanques.
Hrabal se muestra más como un poeta que como un narrador: no se trata de piezas
redondas, cerradas, ni siquiera certifica un final en ellas. Son tramos de
literatura en prosa, pero con el sentido que no perdió jamás el escritor checo,
que es el de hablar de la gente que sabe que perderá la batalla, de los sin
familia, de los sin tribu, de la soledad; de los incomprendidos porque no se
atienen a la conciencia social, esa otra farsa que nos constriñe demasiado, que
impone reglas que, supuestamente, necesitamos para la convivencia, pero que
caen con frecuencia en los paradigmas: esto tiene que ser así, porque siempre
ha sido así. Pero la mezcla del siempre y cuándo brotó, le lleva a Hrabal a
hablar de un Jesús contemporáneo y de actualizar el mito de Caín. Además de
traer a colación a uno de sus populares personajes, el tío Pepín, que se ha
comparado con el soldado Svejk, de Jaroslav Hasek.
Confiesa,
en la introducción a uno de los cuentos, que al no ser un escritor formado,
académico, trabajo con imágenes a las que persigue con preguntas que se le
despiertan por asociación. Su sinceridad no tiene límites, y es una muestra de
labor que deberíamos imitar, en un tiempo en el que estamos tan cercados por
muros de ladrillos puestos de canto, al borde derribarse sobre nuestras
cabezas: “nunca me he considerado escritor, he aceptado cada una de las ofertas
de las editoriales con gran extrañeza. Así que siempre me ha tocado buscar lo
que se había quedado atado con un cordón por los armarios, porque yo nunca he tenido
estudio”. La literatura, el relato, solo puede ser humilde, nos retrata Hrabal,
o en caso contrario será una farsa.
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