Al cabo de unos pocos años de la Revolución Bolchevique de 1917, Marina Tsvietáieva (1892–1941), con el corazón hecho un asco y el estómago vacío de pura hambre, se ve en la tesitura de tener que dejar a sus dos hijas en un hospicio para intentar que sobrevivan. Ella no les puede garantizar un poco de pan y unas gotas de leche. En sus cartas y en sus cuadernos, donde la escritura de Marina es libérrima y sus anhelos expresados sin medida, confiesa adorar con locura a su hija mayor. Pero dice, sin ambages, que a su segunda hija, Irina, por razones que la razón no entiende, no la ama. Esa indiferencia la lleva hasta un episodio extremo: durante una visita al hospicio, al comprobar la suerte de sus hijas, opta por agarrar a la mayor de la mano, enferma de malaria, y arrastrarla fuera del infierno. Pero abandona a Irina y, lo que nos resulta más sorprendente, la abandona sin culpa.
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