viernes, 14 de diciembre de 2018

EL ARTE DE VER LAS COSAS


El arte de ver las cosas
John Burroughs
Traducción de Ana González Hortelano
Errata Naturae
Madrid, 2018
322 páginas


Para no esconderse de lo que atañe a tantos días y tantas noches de derrota que supone el paso por este mundo, John Burroughs (1837 – 1921) propone atravesar todas las barreras con la mirada. Para el clásico naturalista americano, decir mirada significa los cinco sentidos; pocas virtudes hay más potentes que el oído que reconoce a los pájaros por su canto, que el oído bien dispuesto a no permitir que los sonidos del bosque naufraguen. Se trata de una visión sobre el entorno natural que se acerca más a la del poeta que a la del científico: la verdad no es la misma si la dictan los datos que si la presencia alguien con cariño, con amor, con ternura por todo lo que venga del campo. También por la cultura campesina. Al contrario que John Muir, Burroughs no es puramente conservacionista, no reclama que el hombre se aleje de parajes para que estos se conserven intactos. Burroughs considera que las vacas o la trilla forman parte del respeto al medio ambiente, que los habitantes del bosque pueden convivir con el hombre que satisface sus necesidades sin imponer la civilización ruidosa. Reivindica como auténtica una vida humana que se está perdiendo, que ya se ha extinguido. Echa de menos el pasado, un lugar en el que le gustaría habitar.
Pero todavía se puede agarrar a la consistencia de caminar, por ejemplo, incluso por las rutas que ha abierto el hombre. Sumar kilómetros es un arte en la versión de Burroughs. Siempre encontrará un resto de naturaleza y a él se aferra, y con él se entusiasma, hasta en un parque de Nueva York. Porque este libro, que contiene puras reflexiones, sin un tamiz intelectual, es una obra poética y no existe poesía si no hay entusiasmo. Burroughs lo muestra cuando habla de los pájaros, del trabajo manual, de la nostalgia y el contenido de la nostalgia, de la vida sencilla, de una actitud favorable a la contemplación, en el mismo sentido en que más tarde llegará la meditación oriental a nuestras vidas. Y también con el mito del buen salvaje, al que no es ajeno cuando menciona los valores de los indios americanos y a Thoreau, de quien destaca las leyes que nos exceden, algo así como el conocimiento de la naturaleza a través de la insinuación. Si precisa reflexionar tanto, uno se pregunta hasta qué punto pueden existir las certezas cuando nos atenemos al pensamiento directo, sin intermediarios. Porque no se trata de conversar con la naturaleza, sino de sentirla.
En buena medida, su pensamiento poético se inspira en lo que debería ser una religión, en un sentimiento que, a falta de una palabra mejor, llama espiritual. Pero para él la religión es algo que fluctúa, no es estática ni rígida. La religión supone constantes aceptaciones de las muestras de lucha y oposición que salen a nuestro camino. De hecho, apenas muestra otra norma que no sea su reniego de la ciudad neurótica, de la riqueza y la codicia. Para él, lo auténtico, lo que merece la pena, aquello por lo que debemos luchar, se refleja en las semillas, por ejemplo; muestra incluso un pensamiento animista y las menciona como seres vivos pues, a fin de cuentas, la semilla contiene el germen de cualquier forma de vida, de toda la vida. Sus artículos, confiesa, no defienden a nadie más que a él, a lo que a él le gustaría que fuera, que no es nada semejante al rumbo del planeta. Su autorretrato termina con estas palabras: “Algunos escritores me parece que son como esos estados militarizados en los que todos los hombres están numerados, instruidos, equipados y preparados para prestar servicio inmediato: la población masculina al completo es un ejército permanente. Luego están los hombres de otro tipo, que carecen de ejército permanente. Están absortos simplemente en su vida y, cuando la ocasión requiere, tienen que reclutar sus ideas despacio entre las masas vagas e inciertas que habitan allá abajo. De ahí que nunca tengan una radiante presencia sobre el papel, aunque son capaces de hacer un trabajo desde el corazón”.
El diagnóstico sobre la deriva del planeta es certero, y uno piensa en lo que sufriría un alma como la de Burroughs si tuviera que vivir ahora, en este mundo que aturde con tanta neurosis. Los síntomas que va desgranando, el lamento por la sencillez perdida y las dificultades para distinguir el canto de los pájaros, se ha multiplicado por millones y sigue su progresión geométrica. Apenas nadie se detiene en textos escritos, y cuando se hace es para prestar atención a los intelectuales “militarizados”, en el sentido que le da Burroughs: numerados, instruidos y equipados para el servicio inmediato. Basta con leer los posts en redes sociales de esos hijos de la lectura y no de la reflexión, gente que tanto abunda, los que hacen literatura a partir de la literatura y no de la naturaleza, incluida la naturaleza humana. Escritores con obra que huele a cadáver. Frente a ellos, en su momento Burroguhs coloca a Walt Whitman, con este apunte bastaría para saber de qué estamos hablando, de gente que, palabras de Burroughs, nació bajo el signo de una buena estrella, con una incansable capacidad de asombro por las pequeñas cosas, alguien que comparte la suerte común y que descubre que con eso le basta. Alguien que sin quererlo, es un maestro.

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