El arte de ver las cosas
John
Burroughs
Traducción
de Ana González Hortelano
Errata
Naturae
Madrid,
2018
322
páginas
Para
no esconderse de lo que atañe a tantos días y tantas noches de derrota que
supone el paso por este mundo, John Burroughs (1837 – 1921) propone atravesar
todas las barreras con la mirada. Para el clásico naturalista americano, decir
mirada significa los cinco sentidos; pocas virtudes hay más potentes que el
oído que reconoce a los pájaros por su canto, que el oído bien dispuesto a no
permitir que los sonidos del bosque naufraguen. Se trata de una visión sobre el
entorno natural que se acerca más a la del poeta que a la del científico: la
verdad no es la misma si la dictan los datos que si la presencia alguien con
cariño, con amor, con ternura por todo lo que venga del campo. También por la
cultura campesina. Al contrario que John Muir, Burroughs no es puramente
conservacionista, no reclama que el hombre se aleje de parajes para que estos
se conserven intactos. Burroughs considera que las vacas o la trilla forman
parte del respeto al medio ambiente, que los habitantes del bosque pueden
convivir con el hombre que satisface sus necesidades sin imponer la
civilización ruidosa. Reivindica como auténtica una vida humana que se está
perdiendo, que ya se ha extinguido. Echa de menos el pasado, un lugar en el que
le gustaría habitar.
Pero
todavía se puede agarrar a la consistencia de caminar, por ejemplo, incluso por
las rutas que ha abierto el hombre. Sumar kilómetros es un arte en la versión
de Burroughs. Siempre encontrará un resto de naturaleza y a él se aferra, y con
él se entusiasma, hasta en un parque de Nueva York. Porque este libro, que
contiene puras reflexiones, sin un tamiz intelectual, es una obra poética y no
existe poesía si no hay entusiasmo. Burroughs lo muestra cuando habla de los
pájaros, del trabajo manual, de la nostalgia y el contenido de la nostalgia, de
la vida sencilla, de una actitud favorable a la contemplación, en el mismo
sentido en que más tarde llegará la meditación oriental a nuestras vidas. Y
también con el mito del buen salvaje, al que no es ajeno cuando menciona los
valores de los indios americanos y a Thoreau, de quien destaca las leyes que
nos exceden, algo así como el conocimiento de la naturaleza a través de la
insinuación. Si precisa reflexionar tanto, uno se pregunta hasta qué punto
pueden existir las certezas cuando nos atenemos al pensamiento directo, sin
intermediarios. Porque no se trata de conversar con la naturaleza, sino de
sentirla.
En
buena medida, su pensamiento poético se inspira en lo que debería ser una
religión, en un sentimiento que, a falta de una palabra mejor, llama espiritual.
Pero para él la religión es algo que fluctúa, no es estática ni rígida. La
religión supone constantes aceptaciones de las muestras de lucha y oposición
que salen a nuestro camino. De hecho, apenas muestra otra norma que no sea su
reniego de la ciudad neurótica, de la riqueza y la codicia. Para él, lo
auténtico, lo que merece la pena, aquello por lo que debemos luchar, se refleja
en las semillas, por ejemplo; muestra incluso un pensamiento animista y las
menciona como seres vivos pues, a fin de cuentas, la semilla contiene el germen
de cualquier forma de vida, de toda la vida. Sus artículos, confiesa, no
defienden a nadie más que a él, a lo que a él le gustaría que fuera, que no es
nada semejante al rumbo del planeta. Su autorretrato termina con estas
palabras: “Algunos escritores me parece que son como esos estados militarizados
en los que todos los hombres están numerados, instruidos, equipados y
preparados para prestar servicio inmediato: la población masculina al completo
es un ejército permanente. Luego están los hombres de otro tipo, que carecen de
ejército permanente. Están absortos simplemente en su vida y, cuando la ocasión
requiere, tienen que reclutar sus ideas despacio entre las masas vagas e
inciertas que habitan allá abajo. De ahí que nunca tengan una radiante
presencia sobre el papel, aunque son capaces de hacer un trabajo desde el
corazón”.
El
diagnóstico sobre la deriva del planeta es certero, y uno piensa en lo que sufriría
un alma como la de Burroughs si tuviera que vivir ahora, en este mundo que
aturde con tanta neurosis. Los síntomas que va desgranando, el lamento por la
sencillez perdida y las dificultades para distinguir el canto de los pájaros,
se ha multiplicado por millones y sigue su progresión geométrica. Apenas nadie
se detiene en textos escritos, y cuando se hace es para prestar atención a los
intelectuales “militarizados”, en el sentido que le da Burroughs: numerados,
instruidos y equipados para el servicio inmediato. Basta con leer los posts en
redes sociales de esos hijos de la lectura y no de la reflexión, gente que
tanto abunda, los que hacen literatura a partir de la literatura y no de la
naturaleza, incluida la naturaleza humana. Escritores con obra que huele a
cadáver. Frente a ellos, en su momento Burroguhs coloca a Walt Whitman, con
este apunte bastaría para saber de qué estamos hablando, de gente que, palabras
de Burroughs, nació bajo el signo de una buena estrella, con una incansable capacidad
de asombro por las pequeñas cosas, alguien que comparte la suerte común y que
descubre que con eso le basta. Alguien que sin quererlo, es un maestro.
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