El arqueólogo
Román
Piña Valls
Ediciones
del Viento
A
Coruña, 2018
160
páginas
El
humor es algo muy serio. Tiene en común con los malos tiempos que ambos nos
colocan frente a la vida. Cuando todo va sobre ruedas, nos olvidamos de ella,
de la vida. Pero en tiempos de naufragio y cuando sonreímos gracias al buen
instante que nos depara la realidad, fugazmente, nos acordamos de lo que supone
estar vivo. La vejez nos depara mucha amargura, por la melancolía que supone
saberse con menos fuerzas y por la proximidad de un fin que, tal vez, se
vaticina lento. Y porque a ninguno nos agrada la idea de morirnos solos. Así
pues, cargamos lo que hemos sido, o lo que consideramos digno de rescatar de
entre todas las cosas que hemos sido, y nos disponemos a saltar sobre los días
con una moral que no se atañe a mucho control. O al menos la falta de control
moral es algo que uno debería permitirse alguna vez en la vida, aunque sea al
final. Así es como Román Piña Valls (Palma de Mallorca, 1966) construye al
personaje central de El arqueólogo. Alrededor
de él girarán satélites, familiares, hijos, nietos, algún compañero de trabajo,
pues nuestro anfitrión en la novela es un profesor emérito, arqueólogo para más
señas, lo cual nos lleva no solo a su pasado, que es mucho, sino a un pasado
que se remite, a su vez, al pasado de los hombres (y las mujeres, aunque el
anciano profesor hubiera detestado esta puntualización políticamente correcta).
Queda patente, además, la influencia del humor italiano, el realismo, o
costumbrismo, a punto de caer en lo absurdo, que tanto se frecuenta en películas.
Podríamos mencionar alguna obra de Fellini, o La gran belleza, aunque el proyecto del relato es más humilde y por
tanto más cercano. En cualquier caso, no sin motivo la novela nos lleva a
Nápoles. Sería complicado encontrar un personaje con menos cortapisas sociales
en otro lugar.
Nuestro
personaje, que comulga en una erudición inútil con Ignatius J. Reilly, de La conjura de los necios, por ejemplo,
es un inadaptado. Los días han corrido demasiado deprisa y se acumulan las
novedades. Cualquiera con más de ciertos años, cualquiera que haya conocido la
vida sin comunicación virtual, puede sentirse identificado con él. Sus
disparates se atañen al legado de toda su vida: el tiempo pasa, ha pasado, y
nos vamos quedando anacrónicos. Román Piña trata el tema con un humor que no
rechaza, porque este ser que pretende ser antipático, en su farsa final, que
puede presumir de misántropo, en su actitud social, es de lo más creíble. Sus
detalles de humanidad con los nietos dan prueba de ello. Al contrario que en
alguna de las películas antes mencionada, no se impone el manierismo. Román Piña
lleva el tema con cortesía, con capítulos más bien breves, que se van sumando
como se suman los versos en el Llanto de
las virtudes y coplas por la muerte de Don Guido, de Antonio Machado.
“A
veces nos olvidamos de que hace apenas cincuenta años el mundo era muy
diferente”, dice en un momento el personaje. “Todavía era inabarcable. Los
científicos no lo habían sometido a sus bastardos intereses. Ni los
periodistas.” Uno se pregunta cuántos de nosotros no estaríamos dispuestos a
suscribir esta afirmación, que para que no suene a salida de tono se pone en
boca de una estirpe de hombres al punto de extinguirse. Seguramente lamentemos
su pérdida más de lo que ahora nos cabe imaginar: cada día se hace más tarde
para salvar la memoria con la que nos construyeron. El mundo científico y el de
la comunicación progresan con exceso de celeridad, geométricamente, comiéndose
al creado con anterioridad en apenas días. De ahí la entrada tan significativa
que tiene esta novela, en la que el personaje se permite presentarse a una pareja
de ancianos y acompañarlos por la calle. Nos resulta ajeno, pero aunque no lo
hayamos vivido, aunque nunca nos hayamos atrevido a entablar conversación con
desconocidos por el simple hecho de cultivar el contacto humano, echamos de
menos poder hacerlo. Eso justifica, también, la resolución de la mayoría de los
capítulos en diálogos. La obra contiene también al teatro, pero al teatro
cotidiano, al Chéjov de La gaviota,
digamos, pues buena parte de la obra transcurre en la casa y el jardín del
protagonista, pero tamizado con una sonrisa. No hay ironía en esta obra en la
que Román Piña sabe sacar todos los buenos valores de la nostalgia. Y esa
maldición no carece de ellos.
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