Memorias del Mato Grosso
Mónica Sánchez Lázaro
Premio
Grandes Viajeros 2004
Ediciones
B
Barcelona,
2004
254
páginas
16,50 euros
Resultaría muy sencillo censurar este libro centrándose en
criterios literarios formales: la redacción parece apresurada, con limitados
recursos de léxico, repeticiones de palabras, rimas involuntarias; la autora
brega mucho, y eso se nota, a la hora de trenzar las historias secundarias que
dan forma a un libro de viajes; las opiniones expuestas, y tal y como vienen
expresadas, no dejan de ser tópicos bondadosos; los personajes aparecen bien
descritos, con un solo rasgo que no se destaca por casualidad, pero no dejan de
representar arquetipos; las denuncias que plantea quedan meramente enunciadas,
sin que la descripción nos azote el entendimiento... En resumen, Sánchez Lázaro
es una escritora joven, y eso se deja ver demasiado. A medida que uno lee este
texto, no puede por menos que cuestionarse cuánto tiempo habrá tardado en
escribir las doscientas cincuenta páginas, una distancia que se le queda
bastante larga. Esta muchacha ha empezado una carrera de fondo acelerando.
Pero, eso sí, cabe desearla que llegue hasta el final, porque a la hora de la
verdad lo que ha hecho, lo que está haciendo, es algo mucho más sobresaliente
que la literatura, o que la defensa de la literatura por la literatura. Nada
importa aquí, salvo dar voz a los que no la tienen, y esta debería ser la
misión privilegiada del que puede gritar un poco, ocasión que ella tiene
catapultada por este premio.
Memorias del
Mato Grosso
pertenece a ese subgénero dentro de los libros de viajes que es el del narrador
solitario e inmóvil, y cuyo ejemplo más representativo es Memorias de África, el hermoso libro de Isak Dinesen. En este caso
Sánchez Lázaro, agnósitca convencida, se detiene en el corazón de Brasil, en
una ciudad que, tal y como aparece representada, no deja de ser una aldea, para
trabajar en la digitalización del archivo del obispo Pedro Casaldáliga, una
labor que no deja de ser paradójica dentro de un viaje al mundo rural, al
encuentro de la naturaleza, y también de la naturaleza humana. Allí convive con
ese tipo de personas que, a juicio del conformista acomodado, pretenden vaciar
el océano con un cubo, y que en este caso están vinculadas a la Teología de la
Liberación (un término que cobra especial sentido si uno piensa en su
contrario: teología de la opresión), aunque su faceta religiosa no es
fundamental, pues igualmente consagrarían su vida a la justicia social aunque
fueran ateos; pero, eso sí, todos ellos poseen un núcleo de espiritualidad muy
poético, juvenil y rebelde. Y cabe diferenciar aquí estos tres adjetivos porque
en los tiempos que corren han dejado de ser sinónimos. En esta tierra, que ella
escoge como su patria porque si uno no puede seleccionar su patria, es decir,
su vida, entonces no le queda nada más que la resignación, seres rocosos
gracias a la fe en su lucha mantienen la dignidad del ser humano frente a la
colonización neoliberal que se les avecina dispuesta a condenarles a la
pobreza, frente a la amenaza del monocultivo y la deforestación.
La verdad es que aun seguimos necesitando gente que
crea, como Sánchez Lázaro, que existen personas buenas y que merecen
protagonizar un libro. Y dado que nos resulta imposible viajar hasta donde
están ellas, nunca está de más que alguien nos traiga lugares así mediante la
literatura, lo cual, a fin de cuentas, es mucho más vital que tonterías de otra
raza tan a la orden del día como novelas infantiles de quinientas páginas o
falsas hagiografías metaliterarias perfectamente redactadas.
Se la acusará de candorosa, de utópica, y de
mandangas por el estilo, por gente a la que sólo cabe responderle que si conoce
lo que está sucediendo, como así debe ser habiendo leído el libro, y ni
siquiera se molesta en enfadarse, entonces ¿de qué lado está?
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