Los tres dioses chinos
Toni
Montesinos
Fórcola
Madrid,
2015
166
páginas
La
mala prensa entre la población viajera se ceba, por encima de todo, en los
viajes organizados. Cualquiera que haya pasado dos meses recorriendo Tailandia
con una mochila de dos kilos que contenía una caja de aspirinas y un bañador,
las chanclas y el cepillo de dientes, se denominará a sí mismo como viajero, o
como mochilero si no ha superado los treinta años. A su juicio, esas parejas
que emprenden lunas de miel en circuitos organizados se están perdiendo la
esencia del viaje. Un recorrido programado desde una agencia es, a sus ojos,
una cuarentena. Para conocer la India uno debe haber comido pescado podrido y
saturado de especias en un mercado a las afueras de Nueva Delhi, y no limitarse
a bajar de un autobús con aire acondicionado para fotografiarse delante del Taj
Mahal. Los mochileros, los viajeros que abandonan su país con nada más que el
billete de avión y la guía Lonely Planet
bajo el brazo, creen que esos otros turistas no están cumpliendo sus verdaderos
sueños. Que no se atreven a otra cosa que no sea traicionar los auténticos
ideales.
Sin
embargo, cualquier forma de viaje, cualquier recorrido atravesando geografías
antes desconocidas, no deja de ser una forma más o menos sofisticada de
turismo. Como indica Toni Montesinos, que en este libro en que relata su paso
por Nueva York, Pekín, Xian, Shangai y Hong Kong en un circuito organizado, el
formato no implica que las sensaciones sean más o menos laberínticas o
despejadas. O, para igualar cualquier versión del viaje, cita a Schopenhauer:
“La vida nómada, que caracteriza al grado más bajo de civilización, vuelve a
aflorar en el más alto merced al fenómeno del turismo, que hoy todo el mundo
practica. La primera nació espoleada por la necesidad; el segundo, por el
tedio”.
Pero,
necesariamente, esta elección lleva a Montesinos a un viaje en el que el
protagonista es el “yo” que recorre los lugares. No hay apenas encuentros, no
hay diálogos, no hay personas. Hay paisaje. Hay hedonismo, que se compensa con
la sabiduría de Montaigne o de Thoreau, siempre presente en el pensamiento de
Montesinos. Esa combinación es lo que le da su forma de ver, una estética que
define cómo ha aprendido a vivir. Para llevarnos de la mano, relata en presente
y a un ritmo veloz, con una prosa desatascada. Acumula datos, referencias,
registros, sin pausa. Así se obsesiona por dar forma a una voz, porque es la
que define lo que ve, que en buena medida son lugares comunes a cualquier
turista, pero tamizados por una pequeña dosis de anhelo por ser crepuscular, y
por mostrar admiración. Montesinos es consciente de que está visitando la
máscara del país. Como ejemplo más claro de ello, se refiere a la
transformación del budismo en atracción para los turistas. Así pues, no le
queda más remedio que buscar los detalles que hablen del corazón del país: el
respeto, la delicadeza. El libro se convierte, así, en un contraste entre la
desolación y la ilusión. Una ilusión que implica incrustar digresiones
subjetivas, divagar, ensoñar, reflexionar.
Toni
Montesinos viaja a China sabiendo con certeza la fecha de regreso. Con
demasiada certeza. De ahí esa necesidad de pasarlo bien por la conciencia de lo
efímero. Y al igual que cualquier otro turista, en estos tiempos, ve más los
paisajes a través del vidrio de la cámara de fotos o de la pantalla del Smartphone,
Montesinos siente la compulsión de escribir con inmediatez aquí y allá; para él
es fundamental esa sensación de objetividad que da el ser espontáneo. Gracias a
lo cual, el lector puede relajarse con la frescura con que está escrito este
libro.
Fuente: Culturamas
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