La isla de Sajalín
Antón P. Chéjov
Traducción de Víctor Gallego
Alba
Barcelona, 2005
447 páginas
30 euros
Uno no deja de encontrar páginas
de Chéjov que antes no había leído, y no cesa de preguntarse si este hombre
escribió algo que no fuera una obra maestra. Ni siquiera cuando no pretendía
hacer literatura. Como en este caso, en que hasta se negó a que el libro
formara parte de sus obras completas. El libro fue concebido más como un
tratado científico, algo semejante a una reseña etnográfica. Chéjov deseaba
rendir tributo a la ciencia, que tanto había aportado en su vida, y tal vez
superar un estado semidepresivo, para lo cual concibió el proyecto de viajar a
un lugar tan insólito como inhóspito. El más insólito y el más inhóspito que se
le pudo ocurrir. Hasta el extremo de que esta isla está consagrada, por las
autoridades rusas, al establecimiento de colonias penitenciarias, que son las
que aportan la mayor parte de vida del entorno. Eso si concedemos al
entendimiento el hecho de que cierto estado de degradación humana, el más bajo,
pueda ser llamado vida. Y así este hombre, tan incapaz de permanecer encerrado
en una habitación, se aventura en el terreno de la humillación tras
documentarse exhaustivamente. La frase: “hemos dejado que millones de hombres
se pudran en la prisión; hemos hecho que se pudran en vano, sin razón,
bárbaramente”, pertenece a una misiva personal, y no al tono de la redacción de
su ensayo. Su escritura es objetiva, neutra, erudita, matérica; de manera que
nunca se empacha con recursos descriptivos viscerales. No pretende imponer una
opinión sentimental, sino ofrecer un trabajo exploratorio que todo unido forma
un compendio ante el que es imposible permanecer sereno. Son contadas las
ocasiones en las que el ser humano demuestra que no hay más remedio que
expresar su compasión, por encima de su persecución por registrar todo. Del mosaico
global, del conjunto de detalles y reseñas, es del que el lector sale manchado
de barro hasta las cejas, creyendo que ha acompañado a Chéjov al mismísimo
infierno.
El libro se abre con un párrafo
demoledor, advirtiéndonos de que jamás será posible solazarse con un paisaje.
La isla, e incluso la ruta hasta ella, será parte de una prisión donde tiene
lugar todo lo malo y degradante que uno puede imaginar. Es tal la variedad de
recursos de Chéjov, que cuando necesita describir otro paisaje rememora no su
impresión, sino la de un marinero: “A veces llevamos allí doscientos o
trescientos condenados a la vez, y muchos de ellos lloran al ver el lugar”.
Aunque llega a extremos de dureza insoslayable cuando trata asuntos como el
alma: “para pensar que los presos rusos respetan la vida y la bolsa del prójimo
sólo porque son perezosos y cobardes, hay que tener muy mala opinión de los
hombres en general o no conocerlos en absoluto”. Este narrador no cesa de
aprender a cada párrafo: “Cuando la vida surge y se desarrolla no según el
curso normal de los acontecimientos, sino artificialmente, y su crecimiento
depende menos de condiciones naturales y económicas que de las teorías y la
fantasía de algunos individuos, la arbitrariedad adquiere una relevancia
absoluta y se convierte en una especie de norma inevitable”. Hasta que no le
queda más remedio que tomar partido: “El mar es frío y turbio, y sus altas olas
grisáceas rompen en la arena y parecen exclamar: Señor, ¿por qué nos creaste?”
Él mismo describe la impresión
que se le queda al lector tras bucear en este libro: “Pero pronto todo eso
desapareció también y sólo quedó la oscuridad y un sentimiento terrible, como
el que se tiene después de ensueño desagradable y siniestro”. Y, sin
mencionarlo, Chéjov se pregunta si los propios parias no se cuestionan las
razones de la vida: ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos?
Fuente: Tribuna/Culturas
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