Peregrinos de la belleza
Viajeros por Italia y Grecia
María
Belmonte
Acantilado
Barcelona,
2015
314
páginas
20
euros
A
lo largo de la lectura de este hermoso libro con el que María Belmonte se
estrena como escritura, uno reconoce los idilios como ese reposo permanente que
se experimenta, vinculado a la belleza, tras el síndrome de Stendhal. Y, sin
embargo, uno no puede dejar al mismo tiempo de preguntarse si ese deseo de
permanecer en lo sublime, un deseo honorable y generoso, no participa también
del síndrome de Estocolmo. Las personas de las que habla Belmonte en este
libro, la mayor parte de ellos escritores, se reconocen en los paisajes de
Grecia e Italia y es en ellos donde, con vehemencia o con melancolía, desean
permanecer. En la Grecia y la Italia que fueron la cuna de las más hermosas
piezas artísticas y literarias de la historia, que ellos encuentran rastreando
bajo un sol único y un cielo unívoco y purísimo, y que, a su vez, es el
objetivo de los viajes de Belmonte a dichas regiones. De modo que la primera
etapa, la que repasa la biografía de cada uno de ellos es ya una búsqueda
romántica, y la segunda, la investigación de la autora, dándole otra vuelta a
la tuerca es un viaje al romanticismo del lo que encontraron de romántico en
esa tierra Johan Winckelmann, Wilhelm von Gloeden, Axel Munthe, D. H. Lawrence,
Norman Lewis, Henry Miller, Patrick Leigh Fermor, Kevin Andrews y Lawrence
Durrell.
En
uno de los diálogos que conforman Corydon,
André Gide hace a sus de personajes
reflexionar sobre la belleza para dar carta de naturaleza a la homosexualidad
masculina. Como ejemplo de que el cuerpo del hombre es más hermoso que el de la
mujer, el protagonista hace referencia a la estatuaria griega y romana. Ese
argumento se aplica en extenso a cualquier tipo de atracción, no solo a la
sexual, y por tanto a la sensualidad, a todos los sentidos, a la invitación a
hacer de un lugar habitable y, por encima de todo, al paisaje. En el
Mediterráneo ven una fuente de bondades físicas, porque sanan los cuerpos, y
psíquicas, porque las acciones morales mejoran el espíritu de las personas,
porque la belleza salva al ser humano de la absoluta soledad. En la época
retratada, ellos son pioneros en ese reconocimiento estético como fuente de
bienes. Y así quedan atrapados en lo que muchas veces son las ruinas de unas
regiones donde la pobreza forma también parte del paisaje, hasta el punto de
considerar que si esta se extermina, también se fundiría todo lo bueno que
aporta la región: la austeridad sincera, el aire libre depurativo, las
relaciones de afecto sin roces falsarios. Belmonte busca esas sensaciones en un
ejercicio de empatía que la traslada a la vida de los otros con cariño, como si
fueran sus amigos, y no como si estuviera configurando un panteón con la gente
que idolatra. Desea haber vivido aquella época sin mostrar nada parecido a la
amargura, con dulzura por poder conocerles a través de las lecturas y la
imaginación, y lo que queda del paisaje.
De
ellos destila lo más significativo, como los estremecimientos hiperbólicos de
Winckelman, de ideales rígidos y enamorado de Roma. Sobre el fotógrafo von
Gloeden resalta el descubrimiento del sur como sanación para los pulmones, que
ya no es sólo una receta médica, también es una metáfora, especialmente para un
anacoreta hedonista, que viajó por Sicilia con pesadísimos equipos de
fotografía de principios de siglo XX. El médico sueco Axel Munthe fue un falso
misántropo, un tipo generoso que habitó en Capri parte de una vida consagrada a
curar enfermos sin cobrar por ello, y esconderse en lo taciturno para
resguardar su hipersensibilidad. D.H. Lawrence añade a los anteriores la
sensualidad erótica y las consecuentes historias de infidelidad, como si
pretendiera hacer de su vida una mala novela de amores y desengaños para huir
del mundo. Al aparecer Norman Lewis sí que tornan los valores por contraste, ya
que su relación con Nápoles surge en periodo de guerra, tras una infancia entre
orates y una juventud pasional; como adulto, su mirada está colmada de
compasión y en Nápoles reconoce un escenario en el que sus habitantes están
determinados a sobrevivir a cualquier precio.
Henry
Miller es el primero de los que aparecen en la segunda parte del libro, con
Grecia como centro de interés, debido a su obra El coloso de Marusi, un gran libro de viajes escrito por un hombre
excéntrico y que practicaba el sarcasmo hasta consigo mismo, y era consciente
de estar formando parte del mito de la contracultura que entonces estaba
construyéndose. Belmonte tiene el acierto de extenderse sobre Leigh Fermor en
una de sus aventuras menos conocidas, como fue el secuestro de un oficial
alemán en Creta, para describir a este hombre soñador, bohemio hasta las cejas
e inevitable seductor. A Kevin Andrews, autor de libros menos conocidos sobre
el sur de Grecia, se le presenta con una vehemencia patológica, como si
poseyera un exceso de conciencia, como un lobo solitario que no da por perdida
ninguna causa. Aunque si alguien se merece ser el icono del poeta con síndrome
de Stendhal y síndrome de Estocolmo, haciendo de ambos una virtud, ese es
Lawrence Durrell; islomaníaco, austero, un escritor que entendía la literatura
como autoterapia, obsesionado por tener una voz propia, consideraba que hasta
la destrucción de lo que fue un paraíso hacía del lugar un territorio todavía
más bello.
El
conjunto de las reseñas de estos personajes, sus obras y su biografía, en la
redacción de Belmonte es un libro romántico sin la desdicha de caer en
melancolías. Una demostración de que sensibilidad e inteligencia son o pueden
ser una misma cosa.
Fuente: La línea del horizonte
No hay comentarios:
Publicar un comentario